miércoles, 3 de septiembre de 2014

Situación sentimental: Es complicado



LA CONFIANZA (ESO QUE DICEN QUE DA ASCO...)
 
A Ana le resultaba vergonzoso reconocerlo, pero finalmente tuvo la necesidad de confesarlo. En alguna ocasión (no diremos cuántas ocasiones fueron, en realidad) había violado la intimidad de su pareja. No, no es que él se dejase abierto el chat de facebook despreocupadamente cuando iba al baño. Ella había conseguido, en parte gracias a la intuición femenina y en parte por haber descargado cierto software espía, averiguar las claves que él usaba en el mundo virtual y así acceder a conversaciones privadas y correos electrónicos en los que, por ejemplo, él se comunicaba con otras mujeres. No se sentía orgullosa de haberlo hecho, ni siquiera a pesar de haber descubierto cosas que sospechaba.

Pregunta sin respuesta: Si haciendo trampas pillas a un mentiroso... ¿estás en posesión de autoridad moral para pedir explicaciones?

Moraleja: Pregunta abiertamente. Si te la pega y confiesa, tira por la ventana todas sus figuritas de Star Wars (vale con otros objetos de colección "valiosos"). Si sabes que te la pega pero no confiesa, decide si vale la pena estar con alguien en quien no confías (que encima colecciona muñecos). 

LA MATERNIDAD (Y LA PATERNIDAD, DIGO YO...)

Marta se fue al extranjero. Lo hizo por él, porque le quería. No es que él se lo hubiese pedido pero es bien sabido que la distancia hace las relaciones (aún más) complicadas. No le costó integrarse en su nuevo país, a pesar de las diferencias culturales y la lejanía de la familia. Encontró trabajo y se fue a vivir con él y el hijo de éste, que por aquel entonces tenía ocho años. Luego se quedó embarazada. Hizo de madre del hijo de él y de la hija de ambos. No pasó mucho tiempo y se separaron. Aunque lo lógico hubiese sido que él se hiciese cargo de su hijo, no tuvo problema alguno en conceder la custodia del hijo de su primera mujer a su segunda mujer (no me preguntéis dónde narices está la primera). Así, Marta volvió a España con dos niños. Un día le pregunté por qué había tomado esa decisión. Ella contestó que hizo lo que tenía que hacer, que era lo mejor para los niños. Luego añadí "¿Así que le abandonó su madre y luego su padre?" y ella dijo "Yo soy su madre".

Pregunta sin respuesta: ¿Por qué hay gente que tiene hijos sin desear tenerlos?

Moraleja: Tu madre es esa mujer que te peinaba para ir al colegio, que te preparaba la merienda, que te ayudaba con los deberes y que, de vez en cuando, te castigaba por hacer las cosas mal. En ocasiones, resulta que también es la mujer que te parió. Pero sólo en ocasiones.

LA RUTINA

A Eva le encanta su vida. Se levanta cada mañana, generalmente de buen humor. Se ducha, desayuna y hace todas las cosas que hace la gente normal por las mañanas. Luego va a trabajar. Si sumamos las horas que dedica a trabajar a las que dedica a dormir, ir y volver del trabajo, aseo personal, cocinar, limpiar y comer, creo que nos quedarían unas dos horas libres al día. Normalmente se las pasa con Toni, su pareja. Aún no quieren hijos pero les gustaría tenerlos en el futuro. Necesitan un poco más de tiempo libre para poder formar una familia. De momento disfrutan de sus pocas horas juntos. Entre semana ven la televisión y charlan durante la cena. El fin de semana es mejor porque tienen más horas libres. Así que van al cine, de compras, a cenar fuera... y más o menos hacen las mismas cosas todas las semanas. Y son muy felices. No tienen la sensación de necesitar nada más. Bea estuvo así cuatro años con su pareja. El quinto decidió que su vida era aburrida y dejó a Miguel.

Pregunta sin respuesta: ¿Es mala o buena la rutina?

Moraleja: A mi perro le gusta mucho dormir, se pasa el día durmiendo y sólo se levanta para comer (o para echarse en un rincón distinto de la casa). Cuando sale a pasear quiere volver a casa a los diez minutos. No habla mucho pero yo diría que es feliz. Si yo fuese mi perro, habría hecho ya un túnel con una cuchara para huir y no regresar jamás.

EL SEXO

Cristina tiene sexo cuatro veces por semana. Creo que la media nacional, que está basada en las mentiras de los ciudadanos, está en dos o tres. Cristina está, pues, por encima de la media. A finales de año ha echado entre cuarenta y ocho y noventa y seis polvos más que el ciudadano medio. Suele llegar siempre al orgasmo porque Luís se lo trabaja mucho. Es de esos hombres que necesitan que su pareja también disfrute. Así que él se pone al tema y, cuando se ha asegurado de que ella se ha corrido, aquí paz y después gloria. Como llevan mucho tiempo juntos, se conocen bien y, aunque se haya perdido el misterio, se han ganado otras cosas. Laura está soltera y tiene sexo cuando puede. Es exigente y no se va a la cama con cualquiera y, claro, así cuesta llegar a la media nacional (por baja que sea). A pesar de sus exigencias, no siempre da con lo que busca y alterna noches de sexo desmedido y fabuloso con otras de "trágame tierra". Para las últimas, lo mejor es poner pies en Polvorosa y nunca mirar atrás. Nunca.

Pregunta sin respuesta: ¿Sexo con amor o sexo sin amor? (si dais una respuesta a esto estáis condicionados por 1.vuestra soltería reciente 2.vuestra soltería clínica 3.vuestro estado de enamoramiento reciente 4.vuestro estado de enamoramiento perpetuo.

Moraleja: El sexo mola (mucho). Y ya.

EL AMOR

Paula decía que no volvería a enamorarse. Que estaba harta de los hombres porque son todos unos capullos insensibles y egoístas. Ay, Paula... ¿no quieres caldo? Cuando lo tienes todo tan controlado viene la vida y derrumba tus murallas. Ella creía que él estaba de paso, que no se parecían. Ella pensaba que él la veía del mismo modo. Ella estaba convencida, maldita sea, de que nadie sería capaz de arrancar esa capa de frivolidad con la que se había estado protegiendo. Ahora lee mensajes de amor, escribe mensajes de amor, canta canciones de amor... ¡por los dioses! si hasta usa emoticonos con corazones y besos... Os diría que Paula está perdida, pero tranquilos, me ha dicho que no quiere que la encuentren.

Pregunta sin respuesta: ¿Por qué la vida es más chula cuando te enamoras? (si dais una respuesta a esto estáis condicionados por 1. la reciente enfermedad de Paula que no se cura con pastillas 2.vuestra alergia congénita al amor).

Moraleja: La vida es siempre más lista que tú y se ríe en tu cara, para bien o para mal. Si es para mal, levántate, supéralo y ríete tú de ella. Si es para bien, haz como Paula y usa emoticonos con corazones y besos.



domingo, 17 de agosto de 2014

Niñas Raras. Capítulo Doce: Todo



Un día, ella se sentó en la pequeña silla de madera, junto a las flores de calabaza, con un cuaderno sobre su regazo y un bolígrafo azul de esos que vienen con un botoncito arriba que, al apretarse, deja salir la punta plateada. Se sentó dejando caer un mechón de pelo sobre la frente despejada y encorvó un poco la espalda, aunque sabía que no debía hacerlo. Su madre se lo había repetido hasta la saciedad.

Sin darse cuenta, la niña feliz se sacudió de encima el mohín de los días mundanos porque sentía que tenía la imperiosa necesidad de cincelar su júbilo. Y de compartirlo. Y se puso a ello bajo el vuelo de las golondrinas que aún no se habían ido, porque todavía quedaba esa parte del verano, la tardía, la que se va llevando las horas de luz con el paso de los días.

Sobre el papel suave de las páginas de aquel cuaderno, hizo resbalar la punta del bolígrafo azul y escribió una única palabra: "Todo". Luego se quedó un buen rato pensando. Calculó la dificultad que suponía explicar algo tan complicado y se dio cuenta de una cosa. No le resultaba sencillo hacer bolillos con palabras hermosas, porque con ellas no pueden hacerse nudos. Viajan solas. Viaja solo el amor y viaja sola la esperanza. Y, aunque a veces se encuentren, viajan solos la alegría y el embrujo. Por sí mismos significan cosas, llenan el papel de significado sin más artificio que el de su propio nombre.

Es mucho más fácil tejer con penas, que ya vienen torcidas y dobladas. Además, encajan armoniosamente la desdicha, el dolor y el sufrimiento, el vacío y la frialdad. No hace falta hacer grandes esfuerzos para escupir los nudos deshechos del alma rota. Salen a borbotones, a través de la garganta rasposa, y pudren el aliento con su amargo sabor.

Ella pensó en el pasado, en los días en los que, como la niña María, había sido una niña triste, una niña amarga, y supo que jamás podría olvidar aquellos días grises, y pensó que quizás algún día volverían y que debería estar preparada para ello. Sin embargo, lo cierto es que pensó poco en aquello, porque en ese momento solamente podía pensar en el sol y en la luna, y en cómo transcurría el tiempo cuando uno es feliz. Las horas amargas suelen ser largas y eso deja tiempo al alma para pensar, para lamentarse, para desahogarse a ratos. El tiempo transcurre demasiado deprisa cuando no hay dolor, se solapan las horas y se mezclan los momentos y el poco tiempo que nos queda nos lo pasamos viendo la película una y otra vez.

El motivo de su felicidad era el niño de ojos vivarachos y hoyuelos en las mejillas, que traía con cada día un buen puñado de cosas buenas que ella atesoraba como quien guarda postales o monedas en cajitas del recuerdo. Entre las cosas que recibía, ella apreciaba especialmente las palabras que no se dicen, porque todo el mundo sabe que, en realidad, son las que más cuentan. 

Se decían muchas palabras el niño de los hoyuelos y la niña feliz. Hablaban constantemente. A veces hablaban de cosas insustanciales, y se reían. Otras veces hablaban de sentimientos. Y sonreían. Sin embargo, a pesar de la cantidad de palabras que se decían todos los días, cuando no usaban los labios para besarse, había otras muchas cosas que no decían. No es que les faltase franqueza a la hora de expresarse, y tampoco era culpa de la timidez. Se sentían cómodos el uno con el otro. Pareciera que hubiesen estado juntos siempre. Lo que sucedía era que, simplemente, no encontraban palabras lo suficientemente poderosas como para describir algunas de las sensaciones que de tanto en cuando les embargaban. Entonces debían hacer uso de otros recursos. Lo más increíble es que ese lenguaje sin palabras, inventado, no entrañaba secreto alguno para ellos, pues lo entendían a la perfección.

La niña feliz no sabía bien cómo plasmar este tipo de cosas en su bloc de notas, porque no estaba acostumbrada a hacerlo. A menudo recurría al cuaderno para deshacerse de aquello que atenazaba su alma. Pero ahora no se sentía así. Tenía la sensación de que, de alguna manera, no sabría describir sus sentimientos felices sin parecer demasiado cursi. No era sencillo.

Volvió al título y se sintió decidida. Pensó que "Todo" era un buen título. Al fin y al cabo, "Todo" era lo que él le daba. Todo lo que ella no había tenido en mucho tiempo. Le vino a la memoria la primera vez que bailaron juntos, aquella noche que iba a ser tan solo una velada entre amigos. Luego recordó la noche del vino. La temperatura era bastante agradable a pesar de estar ya a mediados de julio. Corría una agradable brisa campera que traía consigo el olor de la vid y de las noches de verano. Todo el mundo sabe cómo huelen las noches de verano en el Mediterráneo. Suelen ser una mezcla de buganvilla y jazmines, de sal y tierra que armoniza con el canto de las cigarras.

Él sostenía en la mano derecha una gran copa de vino tinto que emitía, con el movimiento, reflejos de metálico bermellón. Ella agarraba la suya bien fuerte, con la mano izquierda, dejando reposar sobre la vidriosa superficie de la misma las yemas de sus dedos temblorosos. Con la otra mano, se aferraba con relativa fuerza a la barandilla fría que les separaba de la noche en los viñedos.

La conversación fluía sin problemas y los pocos silencios que se permitieron no fueron incómodos. Al contrario, las pausas eran regalos que se agradecían a besos con sabor a tinto tibio. Él le hablaba de cosas que ella ya sabía, de cosas que debía aprender, de cosas. Ella escuchaba las palabras que salían de su boca y de vez en cuando compartía sus propias cosas con él. Y así, la noche se sucedió entre gestos y palabras y miradas. Y ella supo que aquello acabaría, en algún momento, hecho palabras en aquel cuaderno. Se reservó para sí los secretos de las paredes de piedra, pero nunca los olvidaría.

Cuando hubo escrito sobre las noches de bailes a la orilla del mar, de copas de vino entre los viñedos, de fuego, de cuerpos sudorosos, de mañanas entre sábanas de gominola, de paseos... se dio cuenta de cuán acertado era aquel título. Pensó que si un día se terminaban las noches o las mañanas, el título seguiría siendo bueno. Porque poco o mucho, el tiempo no era suficiente como para abarcar tanto. Todo. Y entonces sonrió. Y luego se deshizo entre sus propias palabras.


domingo, 20 de julio de 2014

Metasueños



Me gusta tenderme en la cama boca abajo, con la cabeza ligeramente ladeada sobre la almohada fresca y los brazos dibujando un trapecio alrededor de la misma. Me gusta sentir tus dedos recorriendo mi espalda desnuda, desde la nuca hasta la zona lumbar, en la que termina una suavidad que da paso a otra de curvas descaradas. Cuando acercas la cabeza a mi cuello y siento tu aliento a través de los mechones despeinados, me nublo del todo.

Quiero abrir los ojos pero me cuesta, me pesan los párpados llenos de besos. Quiero mover el alma, pero no se deja tocar. Escucho respirar la tuya, lo suficientemente cerca como para saber que estoy aquí. Sé que estoy soñando, porque alguien entra en la habitación y me da igual que me vea desnuda, con el pecho apretado contra las sábanas y las piernas a las siete y veinticinco. 

Tú dices algo sin importancia, por lo que dejo las palabras pasar de largo mientras sigo absorta en mi burbuja onírica. Yo no sé si respondo algo, porque hace ya rato que mi lengua no obedece a mi cerebro ebrio de verano. Ella dice que quiere solamente bailar en tu boca, y no voy a ser yo quien se lo impida. 

Al fin logro abrir los ojos y despertar, por decir algo, de ese sueño de sábanas tibias. Tu brazo reposa sobre la curva de mi cintura y tu mano se hunde en el poco espacio libre entre mis pechos. Respiras en mi pelo alborotado y te siento desnudo contra mi espalda. No estoy, como en mi sueño, tendida boca abajo en la cama templada. Estoy mirando la ventana con los ojos casi cerrados.

Puedo sentir la suavidad y el calor, el subir y bajar de los pulmones dormidos, el aliento en la coronilla y un pie que se ha colado entre los míos. Quizá sea un sueño. Puede que no esté aquí tampoco. Dudo porque me gusta estirarme boca abajo, en mi cama vacía y fresca, donde a veces ruedo como una suerte de rodillo articulado, porque no hay obstáculos que me lo impidan.

Ahora sí, abro los ojos con relativa dificultad, pero los abro. Y veo cómo entra el sol por entre los agujerillos de la persiana. Y escucho a la gente que va y viene por la calle vestida de domingo. Y estoy tumbada boca abajo, con la cabeza ligeramente ladeada sobre la almohada fresca, y los brazos dibujando un trapecio alrededor de la misma. Y tu mano, tus dedos, dibujando mi espalda, que se estremece, y entonces sí, entonces sé que estoy soñando.

La buena de Blue




Llovía a mares en Bangkok. Era uno de esos días pegajosos, húmedos y extenuantes del mes de septiembre. Con aquel vestido amarillo limón que afilaba sus pezones, Blue bajaba la calle Khao San con la elegancia de una sibilante cobra, ajena al diluvio. Su mirada, oscura como el carbón, se perdía entre la multitud que la ignoraba. Colgando de su mano izquierda, un minúsculo bolso marrón que se tambaleaba al son de sus escuálidas caderas. En los pies, unas sandalias rojas de tacones imposibles cuyas tiras de piel sostenían unos pequeños pies tambaleantes, aunque ciertamente firmes. El agua hacía resbalar su cabello. Unos mechones descendían la frente lisa, dejando caer gotas sobre su exquisita nariz, otros perseguían las curvas de su espalda, como si del hueco entre sus omóplatos se hubiese formado un cañón que aquel río de pelo negro y liso debía recorrer. Una senda que terminaba justo en el punto en que el vestido amarillo volvía a cubrir su piel color cúrcuma, desafiando a la decencia para señalar sus formas femeninas. 

Blue se apartó el cabello de la cara con la mano derecha, sobre cuyo dorso se dibujaban los típicos códigos que todas las princesas de Khao San lucían. En rojo, la "thī̀mā", el código de pertenencia. En verde, el "plāy thāng",  el de destino. Al llegar al cruce del mercado, miró a su derecha instintivamente. Entonces vio a Decha, con sus enormes manos metidas en los bolsillos de sus pantalones camel, mirándola desde la entrada del club Phailin con aquellos ojillos viciosos y un cigarrillo en los labios. Jodido gordo asqueroso. 

Recordaba con claridad la primera vez que vio a Decha, el día en que éste fue a visitar a sus padres a Krit cuando ella tenía sólo once años. Mientras su padre contaba el dinero, Decha se deshacía de los mosquitos golpeándose la piel con la palma de la mano, sucia y sudorosa. Luego había subido a Blue a su coche. En el coche olía a tabaco. Antes de arrancar, Decha sacó la tatuadora y marcó a Blue. Ahora era suya.

Le hizo un gesto con la cabeza para que se acercase. Ella se subió el tirante izquierdo del vestido amarillo, que caía constantemente sobre su hombro. Cada día estaba más delgada, pero aún era bonita. Era como un jarrón Ming que se hubiese caído al suelo y del que alguien hubiese recuperado los pedazos para pegarlos más tarde. Rota, pero hermosa. Miró con desprecio a Decha, aunque sabía que eso era aún peor. Sabía que aquello era para él una provocación. Solamente había una cosa peor que satisfacer a aquellos repulsivos occidentales de piel requemada por el sol de Tailandia, y esa cosa era satisfacer a Decha. A Blue le hubiese gustado decir que la primera vez fue la peor, pero no era cierto. La primera vez fue asqueroso, eso era cierto. Con aquel cuerpo enorme y blando que le había aplastado las costillas en cada embestida, aquella boca que apestaba siempre a humo, aquellos brazos que no sabía cómo contener. Y los gemidos, como de un asno, o quizás como de un cerdo en matanza, cuando se corrió dentro de ella. No obstante, las hubo mucho peores. Aquella vez en que a él le dio por liarse a puñetazos con su diminuta cara, por ejemplo. Le había saltado dos dientes y luego tuvo que ir al hospital con Pequeña Flor, para que le cosiesen el labio. Y luego estaba aquella otra ocasión en que tuvo que vérselas con los amigos de Decha, acorralada por lobos que la devoraron sin clemencia. Aquello sí fue horrible, un cuento de nunca acabar que le impidió caminar durante más de una semana y que, eso sí, supuso el fin de sus preocupaciones por quedarse embarazada.

Con el paso firme pero lento, Blue se acercó a Decha y bajó la mirada. Estaba empapada, con el vestido amarillo pegado a su cuerpo como una segunda piel, dejando entrever sus pechos, su espalda, sus piernas, su culo. Todo ello propiedad de Decha, por supuesto. Él tiró el cigarrillo y  alcanzó a Blue por la barbilla para besarle violentamente, metiendo su lengua sucia entre los labios de ella. Luego desplazó su mano gigantesca hasta la nuca y la agarró por el pelo, fuertemente. Ella tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás un instante, en un gesto reflejo por no quedarse calva. Entonces, Decha la arrastró adentro. 

Blue iba dejando un reguero de agua a su paso por entre las mesas altas que inundaban el local. Al fondo había unos sillones tapizados con una especie de terciopelo azul. Junto a ellos, una puerta acolchada. Decha llevó a Blue al otro lado de la puerta. En el club, la gente seguía a lo suyo. Unos americanos metían billetes en las bragas de una muchacha que bailaba. Un joven japonés vestido con un traje de ejecutivo lamía los pechos de una chica de mirada extraviada y alma seca. Pasó media hora hasta que la puerta volvió a abrirse. Blue atravesó el umbral, con su bolso marrón y su vestido amarillo. No llevaba zapatos. Se encaminó descalza hacia la salida. No cruzó palabra con nadie. No miró al japonés lascivo. No juzgó la lujuria en los ojos de los americanos. Puso un pie fuera, en la mojada y sucia calle. Ya no llovía, al menos fuera de su cabeza. Cruzó al otro lado, sin mirar, y paró un tuk tuk

Tras la puerta acolchada, tirado en la cama, Decha se arrancó el tacón de la garganta, que ahora sangraba a borbotones. Bajó la mirada un instante, tocándose el pecho con la barbilla en un intento por no desangrarse. Vio su cuerpo rotundo, mórbido, con su pene flácido recostado sobre el muslo derecho, pegajoso por el esperma. Tembló un momento, se sacudió sobre las sábanas mugrientas en un último aliento, mientras Blue bajaba la calle sentada en el tuk tuk, con las manos sobre el regazo, viendo como la "thī̀mā" de color rojo se iba desvaneciendo.

martes, 20 de mayo de 2014

Naranjas de la China: Souvenirs de China



Dicen que cuando se cierra una puerta, se abre una ventana. No siempre estoy de acuerdo con esta afirmación, pero sí creo que para que lleguen cosas nuevas, hace falta decir adiós a algunas otras. Tiramos la ropa vieja que no usamos o que se nos ha quedado pequeña. Hay a quien se le queda grande pero no es algo de lo que yo pueda presumir... Hacemos limpieza y nos deshacemos de documentos que ya no nos sirven, de trastos inútiles o de cosas que nunca quisimos pero que, por miedo, por compromiso o por tozudez, hemos conservado. Supongo que todos hacemos hueco en nuestros armarios, en nuestras casas y en nuestras vidas de vez en cuando. Bueno, a excepción de esos viejos con síndrome de Diógenes...

Por esta y otras razones, ha llegado la hora de cerrar una etapa. Se terminó la aventura china (ooooooooooooohhh). Después de casi dos años, catorce ciudades -y algunos pueblos pequeños-, El Año del Dragón, El Año de la Serpiente, El Año del Caballo, dos no-navidades, decenas de miles de kilómetros (sí, decenas de miles...), ¿millones? de mensajes de whatsapp intercontinentales, docenas de conversaciones en Skype, cientos de alumnos conocidos, montones de gente genuina y hospitalaria, toneladas de arroz y fideos y unas cuantas anécdotas que explicar a los nietos de otros... es hora de regresar a Europa. Puedo sentirlo.
Es hora de cerrar una etapa llena de cosas maravillosas para hacer sitio a lo que está por venir, sea lo que sea. Me toca hacer balance, como cantaban Los Rodríguez, Para no olvidar. Si no tienes tiempo, deja esto para otro rato, porque va a ser largo.

Con mi billete de avión recién impreso, veo tan cerca el regreso, que debo hacer un esfuerzo para recordar todas las cosas buenas que me llevo. El cansancio y la morriña son traicioneros y nos hacen ver solamente la cara negativa de las cosas. No quiero caer en esa trampa, así que trataré de hacer balance de manera objetiva y teniendo siempre en cuenta que esta tierra extraña -bonito eufemismo- me ha acogido durante este tiempo, cuando mi propia tierra me negaba una oportunidad.

Souvenirs "defectuosos" que, de todos modos, no cambiaría (porque de todo se aprende, ¿no?):

1. No echaré de menos los ruidos constantes, las bocinas de los coches a todas horas del día y de la noche, los fuegos artificiales para celebrar cualquier cosa (cumpleaños, bodas, inauguraciones, defunciones, nacimientos, goles del Betis...), los vecinos que taladran las paredes el domingo a las siete de la mañana -para dejar de hacer ruido cuando te has levantado-, los vecinos que gritan en la escalera, en el ascensor... No echaré de menos los berridos de la gente al teléfono (Wei??????!!!!!!), por la calle, en el hospital... No echaré de menos dormir con tapones siete de cada seis días.

2. No extrañaré la suciedad omnipresente, la basura tirada en cualquier parte, las madres que dejan a sus niños mear y cagar en cualquier parte -literalmente-, la gente que come o bebe en la calle y tira papeles y plásticos, botellas... al suelo. No extrañaré el hedor de los urinarios (bueno, no extrañaré los urinarios), ni la mierda que se pega en las fachadas de los edificios a causa de la polución.

3. No voy a echar en falta la censura ni el convencionalismo. No añoraré navegar por internet sin tener que pagar una VPN. No echaré de menos censurar mi propia conversación, evitando temas polémicos (religión, política, sexo, drogas, rock 'n roll...).

4. Podré vivir sin la comida china, que me destroza el estómago y los intestinos. Mi tracto digestivo agradecerá el regreso del pan, del jamón, de las verduras crudas, de las salsas no picantes, del aceite de oliva, del queso y los yogures de verdad. No echaré de menos los refritos, ni el picante que hace que al día siguiente cagues fuego, ni la comida que estriñe, ni el agua hervida, ni la cerveza "aguachirri", ni el licor de arroz que dejaría tieso a un elefante, ni los aceites reutilizados, ni los huevos verdes o negros, ni las cosas-raras-que-no-sé-qué-son... ni los cien mil vinagres que no son de módena. Va, voy a ser buena y salvo los mooncakes y el hot-pot...

5. Seré feliz sin tener que volver a entrar a un banco chino, sin tener que esperar tres horas para hacer un ingreso, sin tener que firmar veinte veces para sacar cien yuans y sin tener que pedir permiso al universo y al mismísimo Buda para hacer una transferencia internacional.

6. La vida será más fácil sin la improvisación constante de los chinos, sin su tediosa burocracia y su escaso uso de la lógica y el sentido común en general (¿esoquéhloqueéh?).

Souvenirs "con clase" (de los que quedan tatuados en el alma):

1. Lo que se siente al entrar en un templo budista que no está lleno de turistas, y escuchar los mantras de boca de los propios monjes, mientras hueles el incienso.



2. Los edificios inigualables de Shanghai y Hong Kong. Las vistas de estas ciudades increíbles desde algunos de los rascacielos más altos del mundo.



3. Los canales milenarios y La Gran Muralla. Indescriptible.

4. Que tus alumnos te respeten e incluso ¡te quieran! De esto no hay mucho en Europa...



5. Las personas con aura que te encuentras por el camino (Fabián, Cristina, Maiker, Steve, Josh, Jozephine, Camilo, Anna, Lisa, Esson, Ignacio, Marco, Víctor, Mili, Rick, Jessica, MaryAnn, Jeannine, Jean, Gene, Chen, Jocelyn, Bob, Antoine, Ceci, Jing, Bernardo... y seguro que me olvido a más de uno...). Gente que viene, que va y que se queda. Amo a la gente que mueve su culo por el mundo. Son casi siempre almas increíbles.

6. La estatua de Bruce Lee en la Avenida de las Estrellas en Hong Kong.

7. El Año Nuevo chino en los casinos de Macau con gente estupenda.

8. Pasear por la hermosa Suzhou en tuk-tuk.



10. Las sonrisas (a veces feas, pero sonrisas al fin y al cabo) de la gente que te ve como a Copito de Nieve, el gorila blanco que es diferente. Su hospitalidad infinita y su curioso (pero existente) sentido del humor.


Souvenirs "rarunos" que no se pueden olvidar:

1. Sentirme como Penélope Cruz en el súper o en las tiendas, cuando todos te señalan (e incluso te hacen fotos). Curioso el momento en el que haces como los famosetes y te pones las gafas de sol dentro de los locales, para tapar los ojos laowai y pasar desapercibido (y además, no funciona).

2. Quedarme un buen rato mirando una partida de Mahjong sin entender una mierda y acabar comprándome uno para "aprender"...



3. El sabor a cangrejo crujiente de un escorpión frito.

4. Los letreros "perdidos en la traducción". Ahí va una muestra...



5. El té con whisky en las discotecas mientras juegas una partida de dados haciendo gala de tu nivel de mandarín y demostrando que te sabes los números del uno al seis (yi, er, san... ¿cómo era?).

6. Un Madrid-Barça en chino a las tres de la madrugada. Creo que me habría gustado más si hubiese ganado el Madrid...

7. Meter los pies en el Mar del Sur de China después de haberme pasado siete meses sin pisar una playa.

8. Ir a la peluquería y al Spa, ver cómo las chinas se fríen el pelo para no llevarlo liso y hacerme las uñas por cuatro euros (aunque aún mejor hacerme las uñas gratis en el restaurante después de cenar...).



9. Vestirme de china tradicional y hacerme fotos con una flauta travesera china, una tabla de surf con cuerdas, una bandurria-ukelele y un pay-pay. Impagable.



10. Ir a una boda china y no entender absolutamente nada de lo que sucede a tu alrededor, poner cara de "qué bien me lo estoy pasando", y beber más de la cuenta para olvidar que estás en una boda china.

11. Que todo el mundo te diga lo guapa que eres y lo grandes que son tus ojos (¿perdón?). Que todo el mundo te diga que la chica que pesa diez kilos menos que tú está gorda, pero tú no, porque tú tienes curvas (¿perdón?). Que todo el mundo te pregunte por qué no llevas gafas pero sí gafas de sol, por qué llegas en septiembre y eres negra pero en enero eres blanca, por qué te parece raro que cueste encontrar tampones en los súper, por qué no comes tortuga o testículos de toro, por qué esperas a que el agua hirviendo se enfríe en lugar de bebértela de primeras y abrasarte la lengua como hacen ellos... 

12. Un restaurante catalán de pollos a l'ast en Macau, un edificio con mi nombre en Shanghai, una tienda con ¿mi nombre? en Zhengzhou, un "Starfucks" en Beijing...






"La vida es como una caja de bombones y nunca sabes cuál te va a tocar". A mí me tocó uno con sabor a gamba agridulce y seguramente tardaré mucho en olvidar su sabor. ¿A qué sabrá el próximo que tome? No lo sé, pero ya estoy impaciente por mover mi culo a otras latitudes... y por contar las historias que ahora sólo puedo imaginar.

sábado, 26 de abril de 2014

Los hombres de mi vida




Conocí un hombre inteligente. Tenía en su mirada el atractivo de las personas que conocen, pero quieren conocer. Era una mente brillante tras unos ojos avellana que se achicaban cuando yo le hacía sonreír. Era el doble sentido que sólo algunos entienden, las palabras bien dibujadas que enamoran a los poetas. De él aprendí que el corazón es un músculo fuerte que se rompe con las yemas de los dedos, y lo larga que puede ser una noche de dos horas, mortecina por la presencia de la infinita soledad.

Conocí un hombre bueno. En su mirada azul, el cielo palidecía. Llevaba a cuestas la carga de la indecisión, el miedo a tener lo que no se quiere y a querer lo que no se tiene. Vendía un abrazo cálido en la noche, como un envoltorio de seda suave que rodeaba mis sueños. Las palabras sinceras brotaban de sus labios tibios, y a veces me derrotaban. De él aprendí que la eternidad es efímera y que el amor es un estado temporal que perfila un sentimiento permanente.

Conocí un hombre hermoso. Su silueta se dibujaba en la parte oscura de mi mente, cuando me abandonaba a los instintos. Su silueta me abandonaba, dejando oscura mi mente, cuando los instintos me azotaban. En su hermosura había cobardía triste, inseguridad segura y una piedra lanzada por una mano escondida. De él aprendí que lo hermoso puede ser frío, que la belleza puede ser venenosa y que el diablo usa muchos disfraces para arrastrarnos a un infierno de insípido sabor.

Conocí un hombre generoso que daba más de lo que poseía. Un alma blanca que se dejaba manejar, como una barca. Tenía la sonrisa honesta del que ama de verdad, sin saber que no es amado. Me llevaba y me traía por el mundo, liviana. Me acompañaba en los momentos grises de no saber qué se quiere. Apoyaba mi propia falsedad. De él aprendí que hay cosas malas en mí, que tengo un lunar en el alma que ya nunca desaparecerá.

Conocí un hombre caballeroso. Era todo buenas palabras y mejores gestos. Era todo buen humor, sonrisas, inteligencia. Tenía todo lo que alguien pudiese desear conseguir. Era el padre de los hijos que quizás nunca tenga, el hombre de la casa que quizás nunca compre. Era la puerta del coche abierta para salir, el respeto casi extinto de la sociedad amorosa. De él aprendí que no se puede amar por voluntad propia, que no se puede elegir el camino y que a veces dejamos pasar el tren porque preferimos ir caminando y tropezar con las piedras del camino.


domingo, 20 de abril de 2014

Perfecto



Se mira al espejo todos los días. Por la mañana, cuando se levanta, es lo primero que hace. Va al cuarto de baño y se mira, durante un buen rato, incluso antes de atender las necesidades fisiológicas y de la ducha. Se mira. Y el espejo le devuelve un reflejo joven, una cara de proporciones aúreas perfectas, de ojos grises como el hielo, de cejas tupidas y oscuras, de labios bien dibujados y mandíbula masculina. Se mira desde la realidad y ve unos pómulos elevados sobre unas mejillas afeitadas, suaves como las de una mujer. La mata de pelo oscuro, ligeramente alborotado por el sueño, enmarca las facciones, viriles pero delicadas, perfiladas en una piel ligeramente morena. Se mira y se gusta.

Antes de salir de casa, por la mañana, vuelve a mirarse. Lo hace en el pasillo, donde cuelga un gran espejo ovalado de marcos en plata. Ahora se gusta más, porque está limpio y su piel canela reluce en su suavidad. Los mechones de su cabellera caen en el lugar perfecto, como la hiedra acaricia los ladrillos de la pared, los toca sutilmente en un intento de beso vegetal. Uno cae sobre la frente lisa y otro apunta un pómulo respingón. Se enamora del que roza la nuca, aún húmedo de burbujas de jabón. Nunca sonríe cuando se mira, aunque le maraville lo que ve. Siempre mantiene la boca relajada, y así contiene la firmeza de las comisuras.

En la calle, de camino al centro, se mira más veces. Ve su cuerpo de perfil, atravesando el cristal de los escaparates, firme y moldeado, de armonía renacentista, con el talle fino y las espaldas anchas, la cabeza siempre erguida y el pecho saliente. No se detiene, pero camina y los ojos no miran al frente, sino al lado, buscando su reflejo en las grandes ventanas, mientras los mechones de ese pelo divino bailan al compás de sus pasos medidos.

Hoy le esperan para hacer una audición. Cuando llega, hay una docena de narcisos urbanos como él, esperando el momento para desplegar las alas angelicales de la perfecta belleza. No se miran entre ellos, sino que buscan sus reflejos donde quiera que puedan encontrarlos. En las ventanas, en las superficies metálicas, incluso en el suelo de superficie recién pulida. Se buscan ávidamente, hasta que se encuentran. Algunos traen consigo pequeños espejos de mano. Con el semblante serio, tratan de encontrar cualquier pequeña imperfección.

Es su turno. Entra en una sala grande y le piden que se quite la camisa. Con sumo cuidado, se desabrocha cada botón en una especie de ritual lento y coordinado. Luego dobla la camisa minuciosamente y la coloca sobre una silla. Hay tres personas en la sala. Dos son mujeres. Le miran fijamente. Observan su cara, su pelo, su torso desnudo. Empieza a ponerse nervioso, no porque le dé vergüenza mostrarse, sino porque le gustaría a él también poder verse. Pero no hay espejos en la sala, solamente los ojos de las tres personas que ahora anotan cosas en un cuaderno. Le piden que se ponga de perfil, que se dé la vuelta. Luego tiene que quitarse los pantalones y lo hace con la misma delicadeza con que se desprendió de su camisa. Coloca los pantalones doblados sobre otra silla. Le gustaría poder bajar la cabeza y mirarse las piernas. Los muslos torneados, ligeramente musculosos, las pantorrillas perfectamente depiladas, la piel suave y uniforme. No tiene cicatrices, ni verrugas, ni lunares. Todo él está envuelto en un pedazo de seda perfecta y luminosa. 

Le piden que vuelva a vestirse y le dicen que le llamarán. Se viste con cuidado, sin prisa, sabe que cada minuto que pase ahí dentro aumenta las posibilidades de conseguir el trabajo. Cuando termina, sale con la cabeza alta. Fuera aún hay algunos como él, esperando mostrar el torso berniniano.

Dos días pasan hasta que recibe la esperada llamada. La sesión fotográfica será el próximo jueves a las ocho. Por descontado, él ya conoce los preparativos a los que debe someterse. Una dieta de carnes magras y verdura, litros y litros de agua, cremas, mascarillas, depilación... Lo ha hecho más veces, conoce bien el precio de ser perfecto.

El miércoles por la tarde, de camino a casa desde el gimnasio, cruza el parque. No suele hacerlo porque en el parque no hay tiendas ni escaparates, pero la calle principal está cortada por obras y éste es el camino más corto hasta su apartamento. Camina más deprisa de lo normal, pues no hay nada que le distraiga en su caminar, al menos así es hasta que alcanza el lago. Junto al puente más pequeño, hay un chico sentado en un banco, leyendo un libro. No sabe por qué se ha fijado en él. Tiene el pelo castaño y ondulado, con algunas canas. Los ojos son azules, pero usa gafas para leer, con lo que no puede verlos bien. Va vestido de manera común, con una cazadora de piel, pantalones de pana en color beis y unos zapatos marrones. No hay motivo para detenerse ante él. 

El chico debe tener treinta y tantos, y sonríe mientras lee. Y, cuando sonríe, se le enmarcan la boca y los ojos con pequeñas arruguitas. Tiene unas manos bonitas y masculinas. Aunque está sentado en una postura algo encorvada, se le adivina un cuerpo atractivo. De todos modos, está muy lejos de ser perfecto.

Cuando pasa por delante del chico que lee, su distracción le cuesta un tropiezo. Cae de bruces delante del chico imperfecto, que se levanta del banco para ayudarle. Le sujeta por el brazo y le pregunta, mientras él se incorpora, si se encuentra bien. Le abruma la vergüenza y no sabe qué decir. Asiente con la cabeza y trata de no mirar a su benefactor. En un instante, los ojos le desobedecen y se alzan a comprobar la sonrisa que se dibuja en su cara, y el brillo de los ojos azules tras las gafas. Es curioso que vea los ojos en lugar de buscar su propio reflejo en los cristales graduados. Aún nota la mano del desconocido sujetándole el brazo. Se suelta y se sacude la tierra de los pantalones. Le da las gracias muy bajito, sin poder apartar la mirada de él. Y ve cómo se sienta de nuevo en el banco, cómo agarra el libro, cruza las piernas y vuelve a su lectura, con los ojos puestos en las páginas y las manos acariciando la tosca encuadernación. 

Al llegar a casa, se mira en el espejo de la entrada, el ovalado de marcos en plata, y se descubre un rasguño en la mejilla izquierda. No sebe ser mayor que una cereza pero a él le parece tan grande como una manzana. Mañana es la sesión de fotos y se ve como un jarrón roto, como un lienzo arañado. Por descontado que con un poco de maquillaje y algunos retoques no se verá, pero él sabe que está ahí, su imperfección temporal, su defecto repentino. Por un momento, piensa en el desconocido del parque. ¿Cómo lo hará él? ¿Cómo podrá vivir sabiendo que no es perfecto?


sábado, 19 de abril de 2014

Niñas Raras. Capítulo once: Las niñas de mi vida




Me gusta como es ella. Siempre ha sido una mujer muy dulce y cariñosa. No es de las que se enfadan fácilmente, o te hacen reproches cada dos por tres. Además, es muy comprensiva. Siempre me escucha y apoya todas mis decisiones, por estúpidas que puedan parecer. Tiene esa mirada inocente y cándida que a veces me vuelve loco, porque yo sé leer lo que esa mirada esconde, y me encanta recitarlo.

La conocí a través de un amigo común. Todo surgió de un modo muy natural. Martín nos presentó en aquella cena en la que celebrábamos su cumpleaños. Cuando la vi, lo primero que pensé es que era bastante guapa. Llevaba el cabello rubio cortado a ras de mandíbula, liso y brillante. Los ojillos se entornaban vivarachos siempre que sonreía y aparecían entonces un par de hoyuelos encantadores en las mejillas. Además, ella se reía mucho, y siempre me han gustado las chicas que parecen felices.

Hablé con ella un largo rato. La conversación giró en torno a cosas sin importancia, hablamos de las películas que nos gustaban, de lo divertida que era la fiesta, y cosas así. Me agradó comprobar que teníamos gustos bastante parecidos y que ella parecía estar muy interesada en todo lo que yo tuviese que decir. Me escuchaba con una lata de cerveza en la mano y los ojos bien abiertos. De vez en cuando soltaba alguna carcajada, echando la cabeza hacia atrás ligeramente, en un gesto que se me antojaba poco natural pero que dejaba ver bien su cuello, largo y blanco.

Por aquella época yo trabajaba para el cuerpo de policía y, sin pretender ser presumido, lucía un cuerpo bien moldeado que volvía locas a muchas mujeres. Ella también tenía un cuerpo bonito. Era bastante delgada, con las piernas largas y el trasero firme. No era demasiado curvilínea, pero tenía buen tipo. Me gustó todo de ella desde el primer momento en que la vi, junto a la ventana, bebiendo a sorbos de su vaso mientras movía ligeramente las caderas al ritmo de la música.

Mentiría si digo que sé cómo terminamos siendo pareja formal. Yo, por aquel entonces, era un alma libre. Me gustaba estar con chicas, claro, pero sin comprometerme de ninguna manera. Disfrutaba charlando con mujeres, tomando algo con ellas, bailando, riendo... Si se daba la ocasión de tener sexo con ellas, mejor que mejor. Pero aunque terminase acostándome con ellas, o incluso repitiendo, nunca dejaba que la cosa fuese más allá. No es que me diese miedo comprometerme. Había tenido algunas relaciones más o  menos largas pero siempre terminaban igual por culpa de la rutina y la falta de pasión. Sin embargo, ella me enredó de tal manera que, casi sin darme cuenta, estábamos viviendo juntos y compartiendo hasta el champú.

No debíamos llevar más de un año juntos cuando perdí mi empleo como agente de policía. Una noche, mi compañero y yo detuvimos a un hombre acusado de robar con violencia en una joyería. Tenía antecedentes y se comportó de manera muy agresiva. Se resistió tanto como pudo cuando le detuvimos, e incluso nos agredió, por lo que puede que nos pusiésemos un poco duros con él y eso acabó costándonos un expediente interno y, poco tiempo después, cuando la prensa se hizo eco del caso del "hombre brutalmente maltratado por la policía local", el puesto de trabajo.

Por suerte, su padre me consiguió un trabajo en su empresa, una agencia inmobiliaria cerca de casa. Obviamente yo no tenía ni idea de cómo funciona el mundo inmobiliario, pero me puse las pilas y aprendí lo necesario en un tiempo récord. Como me iba bien en el trabajo y me sentía feliz con ella, en seguida me acostumbré a la vida juntos. Nunca nos ha faltado de nada, es más, creo que tenemos muchas más cosas de las que nadie pueda llegar a necesitar, así que dudo que ninguno de los dos pudiese quejarse.

Lo de las aventuras vino más tarde, cuando empecé a darme cuenta de que la vida cómoda es, a menudo, muy aburrida. Voy al gimnasio y conozco mujeres jóvenes que me tiran los trastos y no puedo evitar dejarme llevar. No es que las mujeres que conozco sean más guapas o más interesantes que ella, simplemente son otras mujeres distintas y el flirteo desata siempre esa sensación de que todo es posible, de lo incierto, que suele ser tentador por estar prohibido. Te produce en el estómago una especie de cosquilleo que tiene que ver con lo excitante de lo que podría suceder pero aún no ha sucedido.

Generalmente, sin embargo, la cosa no va más allá de las palabras, alguna conversación más o menos picante, alguna sonrisa insinuante... A veces termino teniendo sueños húmedos y fantasías que terminan empañando los azulejos de la ducha. Creo que esto es algo que le pasa a cualquier hombre de mi edad, tenga pareja o no la tenga. Normalmente es suficiente para mí saber que estas mujeres me desean y que, si yo quisiera, podría tener sexo con cualquiera de ellas, como, cuando y donde yo desease. Saber esto ya me excita muchísimo y me produce una satisfacción que normalmente alivio solo.

Un día se me cruzó una amiga de mi mujer. No estamos casados, pero dada nuestra vida cotidiana, no creo que esto importe demasiado. El caso es que yo ya me había fijado en su amiga antes, hacía mucho, cuando salía con aquel tipo, pero nunca había sucedido nada, porque aunque la tensión sexual era fuerte, ambos teníamos pareja. Sucede, no obstante, que la atracción es como una goma que puedes tensar solamente hasta cierto punto, porque si no, termina rompiéndose. Nosotros tensamos la goma más de lo debido, así que un día sucedió lo que habíamos tratado de evitar, o quizás no. Solamente sucedió una vez. Fue hace unas pocas semanas y luego ella se sentía fatal porque había traicionado a su amiga. Yo pienso que se equivocaba y que solamente hubiese sido  traición si ella se hubiese enterado. Yo estaba bastante tranquilo hasta que me dijo que Marta había caido por las escaleras en el edificio en el que vive su madre y que el golpe que se dio le había provocado un aborto. Yo sabía de su estado, pero ella no. Pensé que lo descubriría en el hospital, que Marta lo destaparía todo y diría que estaba allí por mi culpa. No me dio lástima de ella, a pesar de lo demacrado de su aspecto. En realidad fue un alivio saber que todo seguiría tal y como estaba. Ya no pensaba cometer aquel error nunca más.

Lo de la niña sin principios es otro asunto. No puedo dejar de pensar en ella, en su cuerpo de curvas peligrosas y en su melena oscura. No me la quito de la cabeza ni un minuto. No estoy enamorado de ella ni creo que pudiese estarlo nunca. No nos parecemos en nada, salvo en una cosa. Somos tal para cual cuando se trata de sexo. Es la única que sabe volverme loco, la única que me lo permite todo, absolutamente todo. Y está prohibida. Y por eso me fascina. Pero tengo que dejar de verla, y de hablar con ella. Creo que se está enamorando de mí.


martes, 15 de abril de 2014

Citizens of the World


I am a citizen of the world. I was born here, but I dream there. I belong, but I am free. My flag is colourful, my anthem is the music of the wind.

I am a citizen of the world. This is my land, and so it's yours. If they raise a wall, I'll build a bridge. If they close the door, I'll find the key.

I am a citizen of the world. I come and go, just like the sea. I find friends everywhere I go, and so you'll find a friend in me.

I am a citizen of the world. I love the land, without a name. I treasure memories instead of gold. Luck follows me wherever I go.

We are citizens of the world. We share the air, we share the land, we share the sea. We were born here, but we dream there. We belong but we are free. Our flag is colourful, our anthem is the music of the wind. This is our land, and so it's yours.

If they raise a wall, we'll build a bridge. If they close the door, we'll find the key. We come and go, just like the sea. We find friends everywhere we go. We love the land, without a name. We treasure memories instead of gold.

Luck follows us wherever we go, because we are citizens of the world.

sábado, 29 de marzo de 2014

El libro es mejor




Los que me conocéis ya sabéis de mi pasión por los libros (un poco menos desde que Candy Crush ha entrado en mi vida). Los que me conocéis bien sabéis que el cine es otra de mis grandes pasiones (sobretodo el pirateado). En realidad, literatura y cine vienen a ser lo mismo: narrativa. Lo único que diferencia a estas dos disciplinas narrativas es el medio, que no es poca cosa, porque el medio define los recursos narrativos y lo que nos permite hacer la pluma puede no ser posible en la pantalla, y viceversa.

Como en China hago poca vida social, leo mucho (menos cuando juego al Candy...) y, aunque voy poco al cine porque es complicado que estrenen películas en inglés, veo muchas en casa (pirateadas...). De hecho, es un plan casi perfecto. Comida basura, cerveza y una buena película (o tres malas películas, así... para compensar...). En invierno, suelo cambiar la cerveza por café, pero no siempre...

Dicen que el cine se ha quedado sin ideas, que ya está todo inventado. Dicen que por eso nos hartamos a ver como se reinterpretan los clásicos (remakes), y que también por la falta de innovación se estrenan montones de secuelas, precuelas, y "spin-offs". No basta con adaptar un famoso cómic de superhéroes al cine. Si la cosa da dinero, haremos una película nueva por cada uno de esos personajes. Si sigue dando dinero, haremos la segunda parte, o vestiremos a Lobezno de flamenca. Lo que haga falta para forrarse.

El caso es que, a veces, bueno, muchas veces, lo que vemos en la gran pantalla tiene de original poco o nada. Resulta que muchas de las películas que se estrenan todos los días en el cine son adaptaciones de novelas. Es por eso (o quizás no) que crecen como setas en los foros de cine los pseudo-intelectualoides dispuestos a afirmar que... "El libro es mejor". Eso sí, no esperéis que ninguno de estos jerks sin vida más allá de su cuenta de twitter os dé argumentos dignos de sostener esa afirmación.

Si bien es cierto que, en numerosas ocasiones, la adaptación de una novela al cine resulta siendo un desastre... no siempre es mejor el libro. Para ilustrar mi opinión, que, como bien sabéis, suele acercarse muchas veces a la verdad universal, he escogido algunas películas que creo superan a la obra escrita. No lo leáis si no habéis visto las películas, contiene algunos spoilers...avisados quedáis.

1. El Padrino Parte I (basada en la novela homónima de Mario Puzo que es, además, el guionista de la película). Probablemente una de las mejores películas que jamás se hayan filmado. Si no estás de acuerdo, no mereces vivir. Leí la novela hace unos diez años y me gustó bastante. ¿Por qué me gusta más la película? Por Marlon Brando y Robert Duvall (en absolutamente TODAS las escenas), la cabeza del caballo, la paliza a Carlo Rizzi, la muerte de Sonny, las escenas rodadas en Sicilia, la transformación de Michael Corleone y, por supuesto, la maravillosa música de Nino Rota. Nota para el libro: 8 / Nota para la película: 9.5

2. Blade Runner (basada en la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? del maestro Philip K. Dick). Basada...por decir algo. La verdad es que leí esta novela durante mi época de devoradora de libros de ciencia-ficción y me dejó, sin ser mala, bastante insatisfecha. ¿Por qué me gusta la película? Principalmente, porque no tiene mucho que ver con el libro. Si añadimos a Harrison Ford, replicantes en una metrópolis de neón con vida propia, la escena de la lucha con Pris y Roy y ese final...ese final que ha dado tanto que hablar... pues nos queda una obra de arte. Aquí también hago mención a la música, de Vangelis, tan maravillosa como esta increíble película. Nota para el libro: 6 / Nota para la película: 8.5

3. La trilogía de El Señor de los Anillos (basada en la trilogía homónima de J.R.R. Tolkien). Aquí algunos me machacarán, pero soy de las que cree que la película de Jackson se merienda a la obra escrita. Leí la trilogía dos veces, siendo una adolescente y después de estrenarse La Comunidad del Anillo (para recordar cosas que había olvidado). ¿Por qué me gusta más la película? La pregunta debería ser... ¿Por qué necesitaba Tolkien veinticinco páginas para describir un bosque? ¿Por qué había que escribir las canciones de los hobbits? ¿Por qué los personajes femeninos en el libro son mujeres florero? Sin restarle mérito a Tolkien, que creó un mundo de la nada, con sus lenguas y sus culturas, me quedo con la narrativa menos farragosa de Jackson. Añado a Ian McKellen y a Viggo Mortensen y repito el argumento de la banda sonora. Nota para el libro: 8 / Nota para la película: 9.5

4. Memorias de África (basada en la novela La granja africana de Isak Dinesen, pseudónimo utilizado por la propia baronesa Blixen). Hay varias cosas que me fascinan de esta película: la ambientación colonial, los paisajes, el guión y la banda sonora. La novela, que leí un verano hará unos 8 o 9 años, ofrece la maravillosa historia de Karen explicada por ella misma, sin todo lo que hace grande a la película. ¿Por qué me gusta más la película? Porque, si la historia de la baronesa ya es de por sí fascinante para un alma viajera como la mía, acompañada de los parajes de Kenya, Meryl Streep, Robert Redford y la música de John Barry, es una maravilla. Nota para el libro: 6.5 / Nota para la película: 9

5. Parque Jurásico (basada en la novela del mismo nombre, escrita por Michael Crichton). Leí esta novela después de ver la película de Spielberg. ¿Por qué me gusta más la película? Lo cierto es que hay pocos cambios, pero claro, ¿quién quiere que le describan un tiranosaurio pudiendo verlo en la pantalla? Además, estamos hablando de Spielberg, y eso son palabras mayores (aunque destrozase La Guerra de los Mundos...). Quizás sea porque leí el libro después de haber visto la película, pero me quedo con la última. De nuevo, la banda sonora, buenísima. Nota para el libro: 6.5 / Nota para la película: 8

6. La naranja mecánica (basada en la novela homónima de Anthony Burgess). La novela es maravillosa y vale la pena leerla si no lo habéis hecho. ¿Por qué me gusta más la película? Por los incomparables planos de Kubrick, la crudeza de las escenas rodadas, mucho menos desarrolladas que en el libro, y la estética de la película en general. Nota para el libro: 6.5 / Nota para la película: 8.5

7. El Resplandor (basada en la novela homónima de Stephen King). Se han hecho muchas versiones de novelas de King, casi todas malísimas. Claro que, como fan suya, difícil es que me gusten más que sus libros. Sin embargo, ÉSTA es la excepción. ¿Por qué me gusta más la película? Será porque, de nuevo, hablamos de Kubrick y de sus planos y perspectivas, o será por un genial Jack Nicholson, pero me quedo con la peli. Nota para el libro: 7.5 / Nota para la película: 8.5

Por cierto, después de posponerlo mucho tiempo, he visto El Juego de Ender. Es mejor el libro.

domingo, 16 de marzo de 2014

Niñas Raras. Capítulo diez: Medicina para la tristeza



Cada vez era más complicado estar sola. Tenía que escuchar continuamente mis pensamientos. La cerveza resbalaba por la garganta dejando un regusto amargo, como la vida. Ya no era posible corregir los errores del pasado y cambiar el rumbo parecía cada vez más difícil. Tenía la certeza de no estar haciendo las cosas bien. No cabía duda de que el camino por el que me arrastraba no me llevaría sino a un mal final. O a muchos males intermedios, que casi era peor. Vivía dentro de mi cuerpo, pero me veía desde fuera. 

A las siete llamé a la niña fría para salir esa noche a tomar una copa. El alcohol es la medicina de los que no tienen cura, el veneno de los inmunes a las circunstancias, el camino retorcido de los que son incapaces de mantener el temple. Aquel día necesitaba sin duda una relativamente alta dosis de realidad.

La niña fría propuso vernos a las nueve en un bar de Lavapiés. Lo llevaba un sevillano que se hacía llamar El Geranio. Curioso nombre para un tipo más bien poco florido, enjuto y tirando a chepudo, con los ojos saltones de un sapo, y de talante malhumorado. De no haber sido por su marcado acento, nadie hubiese jurado que aquel tipo era andaluz.

Pedimos una ración de tortilla y unos vinos. La camarera, una niña pálida de sonrisa impuesta, soltó los vasos sobre la mesa sin delicadeza alguna, haciéndolos resbalar por la superficie húmeda de aquella mesa de bar de barrio. Al menos el vino era bueno, de esos que se quedan pegados al paladar y van soltando notas dulces mientras hablas.

-No pasa nada. -Me dijo la niña fría. -No es culpa tuya que el tío sea un capullo.
-Sí que es culpa mía...porque él me llama y yo voy ¿sabes? Y yo sé que estoy haciendo las cosas mal. Bueno, mal no, fatal, porque lo que debería hacer es respetarme a mí misma, ¿entiendes? -Ella asintió, y le dio un sorbo al vaso de vino. -Él llama y yo siempre, siempre le hago caso... Lo que tendría que hacer es, no sé, esperar.
-¿Esperar a qué? ¿A quién?
-No sé. A quien quiera venir. A quien quiera quedarse.
-Hay mucha gente que se moriría por estar contigo y lo sabes.
-Yo no quiero a mucha gente. Le quiero a él.

Se hizo un corto silencio y vaciamos los vasos. Hice un ademán a la camarera pálida para que nos pusiese otra ronda. Mientras, pinché con un palillo un trozo de tortilla y me lo llevé a la boca, con la realidad metida en el cráneo. "Le quiero a él", me repetía.

-He visto tu exposición. -Dije.

Esperé su respuesta un par de segundos, pero ella no dijo nada. Imaginé que esperaba que yo diese más detalles acerca de mi opinión.

-Me gusta la foto de la señora gorda. Esa que va tan repintada, ¿Sabes cuál digo? -Añadí.
-Sí, sé cuál dices.
-Es una foto fantástica.

En su cara se reflejó un gesto de fastidio.

-A todo el mundo le gusta la foto de María. ¿Sabes por qué? Porque es un ser humano triste, y la tristeza vende. Todos conocen a María, la ven tambalearse por el barrio y sienten lástima de ella. Luego ven una foto suya y dicen que es arte. -Se metió en la boca un pincho de tortilla, con aire casi ofendido. -Solamente es una foto. La foto de una mujer con una vida a las espaldas. Pero vende.

Yo escuchaba sin saber bien qué decir. No conocía a la Niña María.

-María es incompleta. Quiso ser y no fue. Rozó la felicidad para que luego se le escapase de los dedos. Eso le puede pasar a cualquiera, ¿sabes? Su problema no es ese. 

La camarera trajo dos vinos más mientras yo escuchaba hablar a la niña fría.

-¿Cuál es su problema? -Pregunté.
-Su problema es haberse dejado arrastrar por la desdicha. La felicidad es esquiva, pero hay que buscarla en todas partes. Y ella dejó de buscar. No hagas lo mismo. No quiero hacerte nunca una foto como esa.

Que se me comparase con la niña María me causaba, por una parte, una sensación de rechazo. No pienso terminar siendo otra mujer con sobrepeso y las cejas maquilladas que se pasa la mañana en un bar bebiendo como un cosaco y fumando como una cafetera. Por otra parte, me causaba vergüenza y preocupación. ¿Había renunciado también yo a la felicidad? No lo creía, pero sin duda me daba miedo llegar a hacerlo.

-¿Sabes? -Prosiguió la niña fría, sin dejar de comer. -Deberías acercarte a la gente que te quiere y te respeta. A las personas que te convienen.
-Las personas que me convienen no me gustan. -Repuse. -Y las personas que me gustan no me convienen.
-Pues, cariño, qué quieres que te diga... La primera vez que tomas una mala decisión, cometes un error. La segunda vez, no tienes excusa.


Terminamos los vinos y salimos de allí. El Geranio nos echó una mirada seria desde la barra, donde secaba vasos con un paño que no parecía estar demasiado limpio.

No muy lejos de allí, había un bar famoso por sus ginebras y por ofrecer música en directo de jueves a domingo. Estaba a rebosar. Sobre el pequeño escenario, el niño soñador tocaba la guitarra y cantaba "One". El pelo castaño y lacio le caía sobre la frente, y se mordía el labio inferior en las partes en las que no tenía que cantar. Sin ser Johnny Cash, tenía una voz bastante profunda y magnética. 

La niña fría y yo pedimos sendos vodkas con Sprite y buscamos un rincón en el que acomodarnos. Metí el dedo índice en la copa y mezclé los líquidos transparentes. Luego me chupé el dedo mientras miraba al niño soñador rasgar la guitarra. 

Miré a mi compañera. Definitivamente era fría. Era como un carámbano fino a punto de partirse. Yo sabía que sufría, pero ella nunca decía nada. Ella me escuchaba, analizaba mis palabras, me daba su consejo. Hacía todo esto sin pensar que, quizás, también ella debería dejarse aconsejar. Me hubiese gustado tomarle una foto en aquel momento, con los labios en la copa y la mirada en el infinito, con el alma fuera del cuerpo.

Luego pensé en sus palabras. Pensé en mi condena. ¿Por qué no podía yo amar a quien me conviniese? ¿Por qué querer siempre lo que no se puede tener, lo que hace daño, o lo que escuece en las heridas? 

Ella había dicho que la tristeza vendía. Yo añadiría que algunas personas somos, hasta cierto punto, adictas a la tristeza, que necesitamos sentirnos víctimas de la vida para poder llorar, para poder beber, para poder contarlo. Yo sabía que cada vez que veía al niño con principios, él arrancaba de mí otro poco de dignidad. Sabía que en cuanto él salía por la puerta, yo me sentía morir, y en parte me gustaba esa sensación, porque así podía luego compadecerme de mí misma. 

El niño soñador terminó de cantar. La gente del local dejó las copas y aplaudió. También la niña fría lo hizo. Yo no solté mi copa. Me quedé mirando fijamente como sonreía agradecido, con los ojillos entrecerrados y un aire modesto, mientras hacía leves reverencias al público y me pregunté si la medicina para la tristeza era también la fórmula secreta de la felicidad.


sábado, 15 de marzo de 2014

El hombre de mantequilla



La carretera se extendía más allá de lo que alcanzaban a ver sus ojos. Conducía un Pontiac gris del 69 que lucía un encerado tan impecable que el polvo del camino sólo podía resbalar por su superficie, para perderse después en el aire arenoso de la llanura de pastizales. Con una mano, sacó de su bolsillo un paquete de Marlboro y lo acercó a su boca, para después sujetar un cigarrillo con los labios. Devolvió el paquete al bolsillo y sacó el mechero. Se encendió el pitillo mientras sonaba "Love in the Hot Afternoon" del gran Gene Watson, y pensó en la calle Bourbon, que tan atrás quedaba ya.

Se acordó de Ava y de cómo paseaba calle abajo cada día, al volver del instituto, con sus libros apretados contra el pecho. Y qué pechos tenía. Era imposible no fijarse en aquellos dos pechos grandes y firmes, que se balanceaban bajo la ropa como dos bolsas de agua redondas y perfectas. Alguna vez se la había encontrado en la tienda de Joe, comprando cosas para la casa. Siempre traía una lista que le había hecho su madre. Cuando ella le veía, siempre saludaba tímidamente, bajando un poco la cabeza, pero sonriendo. Y él quería mirarla a la cara, pero se le iban los ojos y tenía que hacer esfuerzos para controlarse, sobretodo en verano, cuando Nueva Orleans se convertía en un auténtico horno húmedo en el que la ropa se pegaba al cuerpo como se pegan las moscas a la mierda.

Se preguntó qué estaría haciendo Ava en ese momento. Seguramente estaría en clase, que es donde le correspondía estar. Él, sin embargo, no estaba nunca donde le correspondía. Siempre estaba en el lugar equivocado. Y por ese hábito suyo de meterse en camisa de once varas, ahora conducía por el medio oeste, con los ojos entrecerrados a pesar de las gafas de sol, y el cigarrillo consumiéndose en los labios.

Se había subido al coche hacía unas dieciséis horas y aún no había parado a descansar. Sólo había parado un par de veces a poner gasolina y a comprar tabaco. Lo cierto es que no estaba cansado. Bueno, estaba cansado de la vida, pero no de conducir. Lo malo es que la carretera era recta casi todo el tiempo, y conducir así era muy aburrido. A los lados no había nada. No había casas, ni puentes, ni bosques, ni nada. Solamente llanos resecos que se extendían hasta el horizonte. El jodido horizonte era como la felicidad, que por mucho que camines resulta imposible de alcanzar. O así lo veía él.

Tendría que parar pronto a descansar, pero no podía entretenerse. El hombre de mantequilla empezaba a oler en el maletero. La gente no sabe que, cuando acuchillas a alguien, te ensucias de grasa. En las películas siempre aparece mucha sangre, litros y litros que lo tiñen todo de un rojo intenso. Cuando clavó aquel cuchillo embotado en las tripas de Elijah, sin embargo, había una capa de grasa de unos seis centímetros bajo la piel. Recuerda haberla tocado con un dedo y parecía una gelatina de un color amarillo pálido, o de un blanco amarillento.  Jodido gordo seboso, era como un saco de manteca maloliente.

Al caer la noche, se bajó del coche, cerca del kilómetro doscientos quince, y decidió que aquel era un sitio tan bueno como cualquier otro para enterrar al hombre de mantequilla. Por allí no pasaba nadie, pero igualmente se daría prisa en cavar un hoyo lo suficientemente profundo como para sepultar aquel cuerpo orondo que tanto trabajo le había costado enfundar en una bolsa de basura para luego meterlo en el maletero. 

Sacó la pala del asiento trasero y empezó a cavar. Pensó en cómo había llegado hasta allí. Las mujeres del sur son especiales. Son encantadoras y retorcidas a un tiempo. El clima les hace ser como los cocodrilos que habitan los oscuros pantanos, peligrosas porque no las ves venir y cuando las ves ya es demasiado tarde. Son damas y son hechiceras, son leales y traidoras. Pero son, sobretodo, capaces de conseguir que un hombre pierda el juicio y cave un hoyo para enterrar la prueba de su amor por ellas. Por suerte a ese gordo nadie lo echaría de menos, o eso pensó mientras la tierra iba tapando el negro plástico de la bolsa de basura. 

A unos cien kilómetros, decidió parar a descansar en un motel que parecía bastante digno. La chica de recepción, una joven de pelo pajizo y ojos verdes, le entregó una llave amablemente, sin saber de él ni sus circunstancias. No obstante, era observadora. Hizo mención a su acento sureño. Él no dijo nada. Cogió la llave y fue a la habitación. Se sacó las botas con los pies, empujando del talón hacia abajo, y se estiró en la pequeña cama con un cigarro entre los labios. Pensó en el hombre de mantequilla, ahora el hombre de arena, alimentando la llanura parda con su cuerpo adiposo. 

Antes de caer rendido por el sueño, dedicó unos minutos a ese amor en la tarde calurosa, el amor de la calle Bourbon, el amor pantanoso, que caminaba siempre ajeno a la realidad de los hombres débiles.




miércoles, 12 de marzo de 2014

Tú y yo





En Roma hay una calle estrecha que no tiene nombre. Se escurre entre adoquines y farolas, y el silencio es su testigo. Paso por aquí todos los días, golpeando el pavimento con los tacones, con el ritmo de un caballo que trota y repica sus cascos en la piedra. Solamente tardo cinco minutos en cruzar la calle sin nombre. A veces toco las fachadas de las casas con la yema de los dedos, de manera clandestina. Primero miro a ambos lados y me aseguro de que nadie me vea, luego estiro la mano, sin dejar de caminar, y arrastro los dedos por la pared rasposa. 

Pasa poca gente por aquí, ya sabes. Y entre la gente que pasa, vamos tú y yo, en direcciones siempre opuestas. Siempre te veo y nunca me miras. Vas con el paso caballeresco, con el porte firme y orgulloso. Y miras siempre hacia adelante. Y entonces suenan las campanas de Santa María, sobre nuestras cabezas ajenas, cuando me giro a mirar como te marchas.

Quiero que te pares. Por eso, hoy llego antes y me aposto contra la pared del lado tuyo, la que te ve pasar altivo sin mirarme. Hoy no he rozado la mía, aún no. Me apoyo en un ventanuco de madera, muy sucio, y espero. Soy mala esperando, pero hago un esfuerzo, porque hoy quiero cambiar el curso. Miro las golondrinas, que sobrevuelan los tejadillos, que van y vienen porque ya es casi verano. Y me fijo en las flores que adornan ese balcón de hierro retorcido a modo de filigrana, todas de un rosa pálido casi inerte.

Entonces te oigo llegar, tus zapatos martilleando la alfombra de piedra. Tus brazos siguen el compás del paso, casi militar. Tu cara se esconde entre sombras y no la veo bien. Unos metros más y entonces sí, entonces podré verla. Me sorprende mi propia falta de pudor mientras clavo mi mirada en esos ojos azules que se quieren escapar. Oigo las campanas de Santa María mientras analizo tu semblante frío. Vamos, vamos. Mírame. Y me miras. Son solamente unas décimas de segundo y el mundo se desvanece.

Podríamos hacer esto cada día. Yo te espero y tú te vas, sin decir nada. Solamente págame con algún gesto. Hoy, una mirada. Mañana, una sonrisa. Parece suficiente para comprarme el sueño. Nunca voy a decirte nada, porque soy cobarde, aunque no lo parezca. No voy a explicarte por qué necesito esos gestos, no voy a tratar de hacerte entender por qué me basta con la miseria. Sólo sé que voy a seguir haciendo esto un tiempo, hasta que no me quede un ápice de orgullo. Porque te amo, maldita sea, y no te das cuenta. Pero tú eres como las golondrinas, que se van en invierno para volver en verano, que nunca se quedan. Y yo, yo soy como las flores pálidas, siempre en el balcón, siempre bajo el sol y siempre sola.