miércoles, 26 de septiembre de 2012

Érase una vez.... Europa desgarrada


En la mitología griega, nutrida de historias fascinantes, el egocéntrico Zeus estaba enamorado de la exótica Europa y decidió seducirla (y después violarla, claro está). Para ello, se transformó en un toro blanco y se mezcló con las manadas de su padre. Mientras Europa recogía flores cerca de la playa, vio al hermoso toro y lo acarició sus costados y, viendo que era manso, montó sobre él. Zeus aprovechó la oportunidad y corrió al mar, nadando con Europa a sus espaldas hasta la isla de Creta, donde la hizo reina.

En el mundo real, mucho menos fantástico, aunque no por ello menos interesante, Europa es un pequeño continente repleto de cultura, lenguas, historia y tradiciones. Un mosaico de civilizaciones con pasados que se entrecruzan, con más o menos violencia, y que se complementan como piezas del puzzle humanístico que constituyen. Durante siglos, los pueblos de Europa han atacado y se han defendido, han luchado por honor, por avaricia, por riquezas, por las ideas...dando como resultado una serie de rencores latentes que persisten en el tiempo a pesar de los pesares.

Con el tiempo, llegaron a la conclusión de que, para hacer frente a oposiciones, retos o amenazas mayores, ora vestidos de barras y estrellas, ora blandiendo la hoz, no quedaba otra que la unión, que como bien reza el dicho, hace la fuerza. Craso error fundamentar esta unión en lo puramente monetario, en la  desaparición de aranceles y en la libertad mercantil. Peor aún tratar de negar la evidencia: las gentes de Europa siguen sin estar unidas, porque nunca lo han estado. Por más aceite que viertas en las aguas, jamás se mezclará con las mismas. Son elementos demasiado diferentes.

En la actualidad, la pequeña Europa se ve sacudida por las desgracias, humanas y económicas, que, en lugar de levantar a los pueblos en comunión contra el verdadero enemigo, el invisible, el titiritero implacable que maneja sus ajadas marionetas, sesgan los frágiles remiendos de un tejido desgastado, que se va desgarrando cada vez más deprisa. Todos remando en diferentes direcciones y dándose la espalda.

Las guerras de antaño, esas que acabaron con tantas vidas, tenían cara, ojos, bigote. Hoy en día, no es sencillo poner cara al adversario, porque se viste de colores, se transforma y nos sigue engañando. Pero una cosa está clara. Ese enemigo escurridizo y todopoderoso no se llama Francia, ni España, ni Irlanda. Se puede dotar de identidad a una nación negándosela a sus gentes y se pueden coser los retales con hilo de pescar, pero no por ello dejaremos de estar menos rotos.