jueves, 17 de enero de 2013

Cosas del Whatsapp


Año 1998. Debo llamar a casa y avisar a mi madre de que "me quedo a dormir en casa de una amiga". Busco una cabina de teléfono, de esas de color azul y verde, con paneles laterales de cristal. Las que tenían puerta de acordeón ya escasean. Deslizo una moneda de veinte duros por la ranura. Al terminar la conversación, sobran sesenta y ocho pesetas pero, por alguna razón, la puta cabina decide que son suyas.

Año 2000. Mi novio y yo hemos quedado en la entrada del cine pero aún no ha llegado. Como soy la persona más impaciente del mundo, saco del bolso mi teléfono móvil, un Alcatel que pesa siete kilos y medio, con una pantalla minúscula en blanco y negro. Es un arma de destrucción masiva. Hay que pulsar tres veces la misma tecla para escribir la puta eñe. Envío un SMS (mensaje de texto) que me cuesta veintiséis pesetas. Mi novio se pasa el mensaje por el forro de los... y llega media hora tarde.

Año 2003. Estoy buscando empleo. Encuentro una oferta para trabajar de dependienta en una tienda oscura y deprimente que huele a vino añejo. Hay un número de teléfono. Alcanzo mi Nokia de color fúcsia, tiene una antena que seguro envía mensajes al espacio exterior. Llamo para concertar una entrevista. Dos minutos y medio de conversación me cuestan doscientas treinta y dos pesetas... perdón, ya no hay pesetas, nos la han metido doblada. La llamada me cuesta dos euros.

Año 2005. Mi Motorola es tan pequeño que tengo que pulsar las teclas con un boli. Puedo elegir entre trescientos tonos polifónicos.

Año 2008. Mi nuevo Motorola es plegable y hace fotos, pero las llamadas y los SMSs siguen costando un riñón y medio.

Año 2010. Mi LG es rosa y tiene una pantalla táctil que hace que la batería dure menos que un polvo con mi novio.  Conectarme a internet desde el móvil me cuesta una tarde entera explicando las declinaciones latinas.

Año 2012. Por primera vez, cambiar de teléfono móvil no me cuesta dinero. Descubro que, por veinte euros al mes, puedo meter mano a mi Samsung todo lo que me apetezca. Descubro que puedo hacer de Facebook una extensión de mi cuerpo. Descubro que la gente puede tocarte los ovarios a las tres de la madrugada gracias al WhatsApp, y que yo puedo hacer lo mismo. Ya no hace falta condensar la vida en un SMS. Puedo malgastar un mensaje escribiendo "Jajajaja", "Ah, ¿si?", "Holaaaaa" o ":)".

He descubierto que no todo el mundo ríe igual en el WhatsApp. Hay gente que escribe "Jijijiji" (mentes débiles), "Muahahaha" (van de malos), "Jojojojo" (¿Santa Claus?), "jurjurjur" (solamente conozco a una persona que hace esto, la verdad). La gente es rara, pero la aplicación se las trae. ¿Alguien ha usado alguna vez el icono de la pila verde, el de la corneta o el del busca? Además, eso de saber cuándo alguien ha visto tu último mensaje y ver que no te contesta... 

Ahora que WhatsApp será de pago, alguna otra aplicación ocupará su lugar y, del mismo modo que nadie echa de menos las cabinas de teléfono, los SMSs o los móviles del jurásico, nadie lo añorará. Por cierto, estamos en 2013, mi HTC es chino, necesita ayuda para desbloquear Facebook (la ayuda cuesta seis euros al mes) y tiene una pantalla enorme que me permite usar Skype en las mejores condiciones. La batería dura lo que la vida de una mosca de la fruta. Lo miro cada cinco minutos a ver si tengo un mensaje de WhatsApp tuyo.



domingo, 13 de enero de 2013

A fistful of well-known feelings


I would like to say it has been a long time, 
but it hasn't. 
The same flavours fill my senses, 
only they come 
from a different source. 

I still remember you, 
sleeping in my bed, next to me. 
I couldn't sleep,
I couldn't believe 
you had just made love to me, 
so intensely, 
so close together, 
you were breathing in my face. 

If I close my eyes, 
I can still see you
and hear you. 
I remember how you asked me to come closer
so that you could hold me in your arms, 
in the middle of the night, 
half asleep.

I can still smell you, 
I remember the taste of your neck, 
your ears and your shoulders. 
You made me fall, I was so into you... 
but you were mean, 
cruel to me. 

You destroyed my hope, played me, used me... 
Sometimes I try to understand 
how could someone like you 
treat me like that. 
You were my worst bet. 

However, I know that was a karmic punishment.
I played the same game with someone else, 
someone who loved me 
despite my selfishness. 
You cheated me 
just like I cheated him. 

I beg the universe for forgiveness. 
I also hope karma will ask you to pay for your debts... 
I loved you. 
Maybe I still do. 
I hate you.

Goodbye.






jueves, 10 de enero de 2013

Primavera adelantada

Llegas con el otoño. Cuando todo se desnuda de pasado, tú me vistes de color. No te importa quedarte aquí en invierno, a pesar del frío, a pesar de que vivamos dos realidades distintas que aún no se entrecruzan. ¿Eres real? Sin duda lo eres. Miro por la ventana, hay escarcha en los cristales. Sin embargo, este es un invierno cálido y lleno de alegría, de ilusiones que pronto se harán realidad. Ahora me veo en el espejo y mis ojos sonríen. Hace mucho que no me embargaba la alegría. Hace más de treinta y dos años que no me pasaba algo así. Leo tu nombre y, de nuevo, el vértigo en el pecho. Espérame en este invierno para que podamos adelantar la primavera.

Te regalo mis alas

Te regalo mis alas, no las quiero
ni las necesito
para alcanzar la libertad.
Ahora vuelo sola,
liberada de tu carga.

Te las doy sin mirarte,
porque si te miro
ya no te las doy.

No me sirvieron para volar
ni me abrieron las puertas
de tus paraísos.
Son como tus ojos,
mentirosos.

Son como cadenas tibias
que oxidan mi alma,
que cargan mi espalda.

Cógelas, pues son tuyas,
no quiero acabar como Ícaro,
víctima de un Dédalo infame.

Te regalo mis alas, no las quiero.
Dáselas a quien no entienda
que nada de lo que pedí me diste.





miércoles, 9 de enero de 2013

Sobre la comida


A los chinos les encanta comer. A los españoles les encanta comer. Lo que en principio debiera ser un acto instintivo para la propia supervivencia se convierte, en los dos ejemplos expuestos, en uno de los pilares de la propia expresión cultural, así como de la reafirmación social. En cristiano, no quedamos a comer con los amigos solamente porque tengamos hambre, ni comemos con la familia o los jefes simplemente porque haya que llenar el buche. Utilizamos la comida como un importante canalizador de actividades sociales y profesionales.

Como mi madre y mi abuela han sido cocineras de profesión durante muchos años, la comida y todo el ritual que la rodea es importantísimo en mi familia. No solamente existe el desayuno, el almuerzo y la cena, sino que, con el paso de los años, se han ido incorporando nuevos e innovadores encuentros gastronómicos en casa. Véase: el segundo desayuno. Sí, el segundo desayuno, ése que se hace una hora o dos después del primero, especialmente si uno está desempleado, de vacaciones o disfrutando de un aburrido domingo. La elaboración es sencilla. Uno se levanta del sofá, donde lleva apoltronado hora y media mientras se digiere el primer desayuno, abre la despensa y elige entre "cheetos" rancios y de dudosa textura, melindres duros como piedras o un trozo de turrón de las navidades de hace tres años que resulta ser de yema tostada con nueces y wasabi (a lo que uno se pregunta por qué mamá sigue comprándolo año tras año).

En los días festivos, después del almuerzo, en casa de mis padres se saca el dominó, el bingo, las cartas o el Monopoly. Curiosamente, todos estos juegos van acompañados de tazas de café, copas de brandy y chucherías. Nadie quiere que te comas las casas del Monopoly si te has quedado con hambre. Entre esta sobremesa y la cena existe lo que yo llamo la pre-cena, que consiste en un asalto premeditado a la nevera a eso de las siete de la tarde, en busca de lonchas de embutido, queso, yogures, fruta o pepinillos en vinagre. Muchas veces los yogures y los pepinillos resultan ser un buen equipo, de ahí que a los griegos les encante el Tsatsiki.

Además, por si la cena no hubiese sido lo suficientemente contundente, mi hermano inventó hace años la post-cena, que se lleva a cabo alrededor de la una de la madrugada y de la que hay variantes: bocadillo de choped nadando en ketchup, una barra de cuarto mojada en cola-cao o quince mandarinas devoradas a dos carrillos.

En China, curiosamente y a pesar de la distancia, conocen todos estos ágapes y algunos más. Comen de día, de noche, en casa, en las tiendas, por la calle, mientras trabajan, mientras conducen, mientras duermen... Dedican horas y horas a comer cada día y lo hacen sin parar a descansar ni un minuto. ¿Cómo es que los chinos están tan delgados? ¡Cómo no van a estarlo, si no paran quietos! Digieren la comida antes de tragársela. Digieren lo indigerible y en cantidades indescriptibles. Las calles están abarrotadas de puestos de pinchitos, empanadillas, fideos, fruta... que no paran de cocinar en ningún momento, siempre rodeados de chinos ávidos de tofu frito (no sabéis lo mal que huele esto) o de pinchos de pollo. Los tratos comerciales y profesionales se cierran siempre con comida. Se regala comida en las festividades importantes: pasteles en otoño, manzanas en Navidad... y además se come absolutamente todo, no importa que sea animal, vegetal, hongo... a nadie se le ocurre tirar a la basura las cáscaras de las naranjas si sirven para hacer té, o las partes verdes de los ajos tiernos si se pueden usar como aderezo.

Así pues, la comida, al igual que el sexo, puede ser la satisfacción de una necesidad física, el placer de saborear algo exquisito o la oportunidad de conocer mejor a alguien. 



domingo, 6 de enero de 2013

Naranjas de la China: Beijing y la Gran Muralla china

Poco antes de venir a vivir y a trabajar a China, mi maravillosa Diana (que es como una hermana que la vida me ha querido regalar) y yo hicimos un mapa de la prosperidad. ¿Que qué es eso? Bien, pues se trata de una especie de "collage" en el que uno plasma sus deseos, ambiciones y objetivos futuros, tanto en el ámbito personal, como en el social, el intelectual o el profesional. Es una manera como cualquier otra de automotivarse, de empujarse a uno mismo hacia la consecución de los logros propios. Y a mí me funcionó. Muchas de las ambiciones y sueños que  decoraban mi  mapa de la prosperidad ya se han hecho realidad, gracias a mis propios esfuerzos por no defraudarme  más a mí misma. Lo más curioso es que, en el mismo centro de mi composición de imágenes y frases motivadoras había una foto de China, y más concretamente, de la plaza de Tian'anmen que, para los que no lo sepan, es uno de los emblemas de Beijing (o Pekín). ¿Y a santo de qué viene todo este rollo? Pues resulta que, justo dos días antes de acabar el año 2012, que en general ha sido maravilloso (siempre hay excepciones con ojos bonitos), estaba paseando por esa maravillosa ciudad que es la capital de este increíble país en el que vivo.

No obstante, el viaje hasta allí no fue un camino de rosas, precisamente. Mi residencia se encuentra en Wuwei, provincia de Anhui, que está como a unos mil doscientos kilómetros de Beijing. Además, en Wuwei no tenemos aeropuerto ni estación de tren, lo cual dificulta mucho los desplazamientos. El sábado 29 de diciembre por la mañana tomé un autobús que me llevaría hasta Hefei, capital de esta provincia. Se trata de un trayecto de más de tres horas por carreteras llenas de baches, en un vehículo sin calefacción lleno de chinos que fuman, escupen en bolsas de plástico y hablan por el móvil a tal volumen que a uno le hace pensar si de veras lo necesitan. La temperatura ese día era de alrededor de ocho grados bajo cero y estaba nevando con intensidad. Podéis imaginar lo cómodo de la situación... Sin embargo, lo peor fue que, al llegar a Hefei, había un caos tremendo en la carretera, y nos costó más de media hora entrar en la estación de autobuses. Al bajar del vehículo, los taxistas se peleaban por llevar a los pasajeros a sus respectivos destinos. Uno de ellos agarró mi pequeña maleta mientras me chillaba como un loco, un chino muy loco. No entendí nada, aunque supongo que me estaría diciendo, con la educación que caracteriza  a este pueblo, algo así como: "Disculpe amable señorita, ¿la acerco al aeropuerto?" ¡Qué coño! Seguramente diría: "Va que tengo ahí el taxi y como tienes pinta de extranjera gilipollas te saco cien yuans en una carrerita de nada". El caso es que yo tenía muchísima prisa porque mi vuelo salía en menos de una hora, así que me fui con aquel amable señor en su taxi sin licencia hasta el aeropuerto de Hefei. Cuando llegué, ya estaban embarcando mi vuelo y me fue de un pelo perderlo, pero por suerte no fue así.

Llegamos a Beijing en un par de horas. Desde el aeropuerto, tomé el metro hasta Wangfuxing, que es la zona comercial, en el centro de la ciudad. La temperatura a las cuatro de la tarde era de doce grados bajo cero, aunque al menos no nevaba, el cielo estaba completamente despejado. Al salir del metro, tomé un taxi para ir hasta mi hotel. Probablemente di con el taxista más incompetente de toda Asia porque dimos más vueltas que una noria y el tipo no daba con la dirección. Me puse tan jodidamente nerviosa que le pedí que parase y me fui caminando y maldiciendo en cristiano hasta que vi el hotel, en la misma calle por la que habíamos pasado como cien millones de veces. 

Me di una ducha y salí a pasear, a eso de las seis de la tarde, o de la noche, según se mire, por las heladas calles de la ordenada y limpia ciudad de Pekín. Sorprendentemente, o quizás no, ésta no se parece en nada a la caótica y excitante Shanghai. De hecho, perfectamente podría pasar por una ciudad europea o americana si no fuese por los caracteres chinos que lucen los letreros de neón. Se trata de una ciudad más abierta, sin tantos rascacielos, sin tantas callejuelas estrechas, más limpia y con más parques y plazas. No sabría explicarlo bien, pero en mi opinión, Shanghai es una ciudad mucho más "china" que Beijing. Di una vuelta por Wangfuxing y bajé hasta Tian'anmen, pero hacía demasiado frío, así que deshice lo andado y me fui a cenar. Después de cenar me acerqué al mercado de la seda, que es un lugar maravilloso, y a eso de las once volví al hotel. Al día siguiente quería levantarme pronto para ir a Badaling a ver la Gran Muralla.

El domingo me levanté a las siete, me duché y bajé a desayunar. Había tres formas de ir a Badaling:

1. Tomar el tren desde la estación del norte de Beijing. Es la mejor opción, pero hacía semanas que había intentado comprar un billete y estaban agotados, así que mi gozo en un pozo...

2. Tomar un autobús desde la puerta de Deshengmen. Es la opción más barata, aunque no tan interesante ni cómoda como el tren.

3. Ir en taxi. Se trata de una opción carísima y arriesgada, además de que puede ser ilegal.

Pues bien, como la primera opción estaba descartada, me decidí por la segunda. Fui en metro hasta Deshengmen y me di de bruces con la realidad. Ni uno solo de los muchos autobuses que iban y venían quería llevarme a Badaling. Una chica china me vio tan desesperada que me ayudó a hablar con los conductores de los autobuses. La explicación que daban era que, debido al mal tiempo, había placas de hielo en las carreteras, lo cual hacía imposible llegar. La traducción: "No nos sale a cuenta si no llenamos el autobús". Genial. 

Lo peor era que al día siguiente me marchaba de Beijing, y además la razón principal por la que había ido era justamente ver la muralla. Después de casi dos horas tratando de subirme a un autobús, me di por vencida y me encaminé hacia el metro de nuevo. No había autobús y yo sola no podía pagar un taxi. Pero... cosas de la vida, del destino o de la suerte, en mi camino al metro me crucé con dos chicas extranjeras y me decidí a usar el último cartucho que me quedaba. Se trataba de dos chicas canadienses que trabajan en Corea del sur y estaban de vacaciones. Les pregunté si iban a Badaling y me dijeron que sí, así que les expliqué mi intento fallido y les propuse ir en taxi y pagarlo entre las tres. Sería más caro que el autobús, pero era asequible. Les pareció bien, así que caminamos juntas a la estación, donde se nos unieron dos chicas más que venían de Noruega. Después de negociar precios con varios taxistas (haciendo uso de mi chino de entre Cuenca y Valladolid), Lisa, Liz, June, Elizabeth y yo estábamos comprimidas en un taxi ilegal que, saltándose los peajes, nos llevaría a la muralla por cien yuans cada una (unos doce euros).

El trayecto duró cuarenta y cinco minutos y debo reconocer que el placer de salir de aquella lata de sardinas fue incluso mayor que el de encontrarme de morros con una de las siete maravillas del mundo. La muralla, rodeada de montes nevados. Qué preciosidad. Caminamos por la muralla durante unas dos horas mientras nuestro chófer esperaba al margen de la carretera. Había valido la pena, cada kilómetro, cada bache, cada grado bajo cero.

Al volver a la ciudad, las chicas noruegas se despidieron y Liz, Lisa y yo fuimos a comer "dumplings" (esos saquitos al vapor rellenos de carne, verduras...). Ellas tenían entradas para la ópera china por la tarde, pero quedamos en vernos esa noche para ir al mercado de la comida y comprobar si había valor para comer insectos y otras exquisiteces de esas que dan ganas de vomitar. Solamente hubo valor para degustar caballito de mar frito, que sabe a pescado y es fácilmente digerible. Las crisálidas, los ciempiés y las cucarachas... para quien los quiera (seguro que mi amigo Víctor no les haría asco). Luego fuimos de compras y a tomar una copa (bueno, tres) juntas. Ellas se quedarían dos días más en la gran ciudad, pero yo debía coger el tren al día siguiente, el 31 de diciembre, para ir a pasar el fin de año con mis amigos de Zhengzhou, pero eso es otra historia. Siempre digo que lo mejor de viajar sola es que haces amigos a la fuerza.

La mañana siguiente madrugué para ir a la Ciudad Prohibida antes de tomar mi tren. Hacía un frío horroroso pero la tempranía me permitió sacar fotos del palacio sin demasiados turistas de por medio. A las doce cogí el metro hasta la estación de Beijing oeste, que es colosal, infinitamente más grande que muchos aeropuertos internacionales europeos. 

Por cierto, ya tengo mi mapa de la prosperidad para el año 2013, pero no diré lo que hay en el centro por si acaso es cierto que los deseos que se cuentan no se cumplen...