domingo, 16 de junio de 2013

A golpes


Si podía con aquello, podría con cualquier cosa. No quería fintar a la vida, aun viéndola venir, quería enfrentarla. Al menos así, si la derrota lo encontraba, podría presumir de haberla desafiado primero. Nunca había sido un cobarde y no iba a empezar a serlo ahora. Después de todo, ya no le quedaba mucho más que perder. Laura se había marchado hacía ya dos días, dejando tras de sí el silencio y un par de camisetas para lavar.

Todavía le quedaban unos minutos antes de salir. Carter le había soltado el rollo de siempre, un sermón que supuestamente debía motivarle. Le había dicho que estaba listo para aquello y que hiciese lo que sabía hacer. Que tuviese cuidado con el croché de Alvarado, porque así habían caído muchos antes que él. Jodido irlandés imbécil, como si eso importase. Aquel capullo pensaba que la única razón por la que iba a pelear con un coleccionista de nocauts eran los trescientos dólares que pensaba pagarle. Pero claro, qué mierda iba a saber él, si hacía siglos que ni pisaba una lona ni sentía aquel calor en el espinazo, aquella falta de control bajo control. Al final, lo único que importaba era el instinto. Si podías sentir el sabor de la sangre en la boca, aún estabas vivo.

Se miró los nudillos vendados. Luego alzó la vista para volver a mirar el reloj. El tiempo era maleable como un chicle que se estira, se encoge, recupera la forma. Un minuto arriba, una eternidad en el hoyo. Su minuto más largo, el de hacía tres noches, cuando la vio desnuda de cintura para abajo y enroscada como una serpiente, mientras la embestían contra la pared. Cualquiera hubiese imaginado una escena de violencia, de ésas a las que estaba tan acostumbrado. La cara de ella, sin embargo, no se leía de tal modo, con las manos ávidas y la columna descoyuntándose a cada ida y venida. Aún oía los gemidos sordos, glotales, y el sonido de su cuerpo impactar rítmicamente en los ladrillos de la casa que ambos habían comprado cuando no perder los dientes en un combate era su única preocupación.

Carter entró, interrumpiendo sus pensamientos.

- Venga, joder, que te están esperando.

Se puso el protector y los guantes. Se calzó la bata gris y salió al pasillo de luz tintineante, como el de un tanatorio o una carnicería, que bien podría haber sido la mezcla de aquel cóctel del que vivía. Alvarado llevaba un calzón rojo sobre la piel aceituna y tenía la mirada del cazador. No le daba miedo, ni siquiera estaba seguro de respetarlo. Mala cosa. No querer cazar te convierte siempre en presa. 

En el cuadrilátero no se aplicaban las reglas de la vida, pero había reglas. No escuchó al árbitro abrir la veda, pero no le hizo falta, los ojos de Alvarado eran suficiente para saber que el baile empezaba. El tanteo duró poco, el primer swing le pilló desprevenido. Tampoco fue capaz de adivinar el siguiente, ni de prever un solo gancho. ¿Qué coño le sucedía? Escuchó de lejos la campana. Se sentó en la esquina, Carter le cerraba cortes al tiempo que voceaba órdenes que no comprendía. ¿Qué le pasaba al viejo y por qué hablaba en aquel idioma que era incapaz de entender? 

Hora del segundo acto. Vamos, joder. Mira al maldito portorriqueño, se está riendo de ti en tu cara. Mira cómo salta cual bailarina delante de tus narices rotas. Vamos, dale. Clávale un directo a ese fanfarrón. 

Alvarado sacudió la cabeza. Se sacudió el dolor. Lo miró con rabia desde detrás del guante izquierdo. Luego ya no hubo lucha. Allí solamente había un contendiente, el del calzón rojo fuego, que soltaba su repertorio de golpes como una danza coreografiada, mientras el mundo se desvanecía. Primero, con la pérdida del oído derecho. Luego, con dos dientes que bailaban dentro del protector. Y el ojo derecho, que se iba cerrando. Ni la campana podría salvarle ya del desastre.

¿Por qué le había hecho aquello? Desde sus años de instituto, habían estado juntos, felices de compartir vida y sueños. ¿Era por el sexo? Nunca se había quejado, es más, siempre había asegurado disfrutar mucho. ¿Por qué, entonces?

Otro uppercut, Laura contra la pared de ladrillo, Alvarado machacándole el hígado, otra campana. 

¿Por qué no tirar la toalla? Mira lo que está haciendo contigo, te está matando. 

No, ya estaba muerto por dentro, ya no era cazador, ni luchador, se había convertido en un puto saco.

Volvió a levantarse, presa de su extenuación, dio dos pasos. Alvarado se dejó ir con furia. Sintió crujir cada hueso de su mandíbula como piezas de un rosario que se desprenden al cortar el hilo. Pudo notar como los tendones de la mejilla se desgarraban como ropa vieja. Notó la sangre resbalar hasta el mentón y gotear desde ahí al abismo. Luego, un pitido agudo en el oído, un dolor punzante que atravesaba el cráneo de lado a lado. Se le fue la cabeza, se le fue el espíritu. Laura contra la pared de ladrillos y la lona contra la cara.