miércoles, 12 de marzo de 2014

Tú y yo





En Roma hay una calle estrecha que no tiene nombre. Se escurre entre adoquines y farolas, y el silencio es su testigo. Paso por aquí todos los días, golpeando el pavimento con los tacones, con el ritmo de un caballo que trota y repica sus cascos en la piedra. Solamente tardo cinco minutos en cruzar la calle sin nombre. A veces toco las fachadas de las casas con la yema de los dedos, de manera clandestina. Primero miro a ambos lados y me aseguro de que nadie me vea, luego estiro la mano, sin dejar de caminar, y arrastro los dedos por la pared rasposa. 

Pasa poca gente por aquí, ya sabes. Y entre la gente que pasa, vamos tú y yo, en direcciones siempre opuestas. Siempre te veo y nunca me miras. Vas con el paso caballeresco, con el porte firme y orgulloso. Y miras siempre hacia adelante. Y entonces suenan las campanas de Santa María, sobre nuestras cabezas ajenas, cuando me giro a mirar como te marchas.

Quiero que te pares. Por eso, hoy llego antes y me aposto contra la pared del lado tuyo, la que te ve pasar altivo sin mirarme. Hoy no he rozado la mía, aún no. Me apoyo en un ventanuco de madera, muy sucio, y espero. Soy mala esperando, pero hago un esfuerzo, porque hoy quiero cambiar el curso. Miro las golondrinas, que sobrevuelan los tejadillos, que van y vienen porque ya es casi verano. Y me fijo en las flores que adornan ese balcón de hierro retorcido a modo de filigrana, todas de un rosa pálido casi inerte.

Entonces te oigo llegar, tus zapatos martilleando la alfombra de piedra. Tus brazos siguen el compás del paso, casi militar. Tu cara se esconde entre sombras y no la veo bien. Unos metros más y entonces sí, entonces podré verla. Me sorprende mi propia falta de pudor mientras clavo mi mirada en esos ojos azules que se quieren escapar. Oigo las campanas de Santa María mientras analizo tu semblante frío. Vamos, vamos. Mírame. Y me miras. Son solamente unas décimas de segundo y el mundo se desvanece.

Podríamos hacer esto cada día. Yo te espero y tú te vas, sin decir nada. Solamente págame con algún gesto. Hoy, una mirada. Mañana, una sonrisa. Parece suficiente para comprarme el sueño. Nunca voy a decirte nada, porque soy cobarde, aunque no lo parezca. No voy a explicarte por qué necesito esos gestos, no voy a tratar de hacerte entender por qué me basta con la miseria. Sólo sé que voy a seguir haciendo esto un tiempo, hasta que no me quede un ápice de orgullo. Porque te amo, maldita sea, y no te das cuenta. Pero tú eres como las golondrinas, que se van en invierno para volver en verano, que nunca se quedan. Y yo, yo soy como las flores pálidas, siempre en el balcón, siempre bajo el sol y siempre sola.