sábado, 8 de junio de 2013

El dieciséis de la calle Lamarck


- Ha llamado Cristian. Le he dicho que no estabas.
- ¿Y por qué le has dicho eso?
- Estabas en la ducha. De todos modos no te podías poner al teléfono... ¿Qué diferencia hay?
- Estar en la ducha no significa no estar. Si le hubieses dicho que estaba en la ducha, él habría entendido que era cuestión de minutos que yo volviese a estar disponible.
- ¿Disponible?
- Sí, para coger el teléfono y hablar con él. 
- Bueno, si quiere algo ya volverá a llamar. No es el fin del mundo.
- No lo entiendes. Ahora tengo que llamarle yo, porque él sabe que tú me has dado el recado, así que ahora él esperará que yo le llame.
- Pues llámalo. ¿Dónde está el drama? ¿Y por qué es tan importante?
- No es que sea importante, joder. No entiendes nada.
- No me toques los huevos. Si tienes que llamar, llama. Y si no, la próxima vez que suene el teléfono mientras te duchas, sales y lo atiendes.
- Déjame sola, voy a llamar.

Siempre igual. Maldita sea. Nunca hacía nada a derechas, al menos bajo su criterio. Mírala, ahí, con la toalla anudada sobre el pecho y el pelo empapado, chorreando sobre el parqué de roble, riéndose como una puta mientras hablaba con él. 

Fue a la cocina y preparó café. Mientras enroscaba las dos partes de la cafetera, pensó en su vida. No había muchas vueltas que darle, en realidad. Siempre la había amado, desde que eran pequeños. La había consolado cuando se había despellejado las rodillas. La había defendido de los abusones en el colegio. Habían jugado juntos, compartiendo fantasías, aventuras que solamente ellos entendían. Le encantaban sus pecas, aunque ella las odiaba, a él siempre le había parecido que tenían un atractivo muy sexual. 

El café estaba listo. Olía de maravilla. Se sirvió en una taza grande de loza y volvió a asomarse al umbral de la puerta de la cocina. Joder, seguía hablando con ese tío. ¿Por qué lo hacía? Sabía que aquello le ponía de los nervios, que no podía controlar sus celos cuando otro tío hablaba con ella o se la follaba con la mirada. Y aun así, ella siempre encontraba algún modo de ponerle a prueba. Lo hacía para fastidiarle. Plantada junto al teléfono, enroscaba el dedo en el cable de espiral. Se acariciaba las pantorrillas con la planta de los pies, se tocaba el cuello, seguramente imaginando que era él quien lo hacía. Era una guarra.

Le entraron ganas de ir hasta ella, de arrancarle el auricular de las manos, de destrozar la toalla y de follársela allí mismo, como antes, cuando a ella le gustaba que él hiciese ese tipo de cosas. Cómo habían disfrutado, escondiéndose de los mayores cuando eran pequeños, para tocarse y hacer todo tipo de cosas sucias. Y luego, años más tarde, en la noche, sin hacer ruido, se habían devorado en asaltos clandestinos. 

Ahora, sin embargo, sólo la veía de vez en cuando, y siempre por iniciativa de ella, cuando no tenía con quien desahogar sus más bajos instintos y llamaba pidiéndole que fuese a su piso, en el dieciséis de la calle Lamarck. Pero al acabar, ella siempre se sentía mal, culpable. No podía entenderlo, joder. Antes nunca les pasaba eso a ninguno de los dos. A él seguía sin sucederle. No veía nada malo en lo que hacían, ¿acaso no era el sexo una simple diversión? ¿No podían divertirse juntos, como habían hecho de niños, sin preocuparse por las consecuencias y sin sentirse mal?

Por fin escuchó como ella colgaba el teléfono. Se sintió aliviado en parte. Ella volvió a su cuarto para vestirse. Al cabo de unos minutos, salió vestida con unos vaqueros y un suéter rosa. Aún tenía el cabello húmedo. Entró en la cocina y se sirvió una taza de café. Él seguía allí, sentado, inmóvil.

- Tenemos que dejar de hacer esto.-dijo ella sin apartar la vista de la cafetera.
- Siempre dices lo mismo, pero luego me vuelves a llamar. Ya estoy harto.
- Esta vez hablo en serio. Deberías entender que nada de lo que hacemos está bien, que para todo, incluso para el sexo, hay límites.

Se levantó de un salto, presa de la furia y la indignación. 

 - ¿Y qué importa? -gritó.- ¿Ahora me hablas de límites? Por favor, si vas acostándote con todos, ¿qué diferencia hay?

Se acercó a ella y la miró fijamente, con los ojos húmedos. Ella retrocedió un paso, dándose en la espalda con la puerta del frigorífico. Joder, aquello se les había ido de las manos. 

Ella se lo quitó de encima. Lo miró con lástima, casi se podría decir que con desprecio. Odiaba cuando ella hacía eso, se sentía minúsculo, a pesar de ser dos cabezas más alto.


 - No te pases. Sabes perfectamente de qué hablo. Lo que no puedo entender es que encima te dé igual, que no veas nada malsano en todo esto... ¿Qué pensarían papá y mamá si supieran que...?

Joder, ni siquiera era capaz de terminar la puta frase. La volvió a mirar, esta vez con frustración y con dolor, y le dijo, acercándose mucho a su cara, con los dientes apretados y el alma contenida:
 
- Me da igual.