domingo, 29 de diciembre de 2013

Niñas Raras. Capítulo siete: Cosas que pasan



Me planté en la puerta de su casa. A veces, cuando tenemos miedo, acudimos a personas a las que normalmente no recurriríamos. Hacemos cosas que de otro modo no nos habríamos planteado. Yo estaba aterrorizada. Y sola. Muy sola desde que él se marchó a Roma después de hacerme creer que podría recuperarle.

Y así, sin saber muy bien por qué, acabé frente a mi madre después de dos años sin hablar con ella. Había estado escuchando muchas cosas acerca de su mala vida.  La mayoría eran verdad. Que mi madre bebía como un cosaco no era ningún secreto. Que fumaba como un carretero, tampoco. Que ya no se respetaba a sí misma era obvio. Dejó de hacerlo el día en que nos abandonó a papá y a mí. El día en que decidió que su autocompasión y su victimismo era más importante que nuestra felicidad. 

No es que fuese mala persona, mi madre. Pero tampoco era buena. Si yo la quería o no supongo que explica por qué me hallaba bajo el dintel de aquella puerta de madera oscura, balbuceando una palabra que hacía tiempo había borrado de mi lenguaje, con las manos en los bolsillos del abrigo rojo y el orgullo extinto.

-Mamá.

Lo dije sin mirar su cara redonda y ajada por los años y el vino, sin atreverme a ver su expresión de sorpresa, sin dejar que el cuerpo me traicionase en algún intento de abrazo, de lágrima o de sonrisa. No sé cuánto tiempo pasó, quizás fuesen tan sólo unos segundos, pero se antojaron largos minutos de incomodidad mutua entre el rellano frío y el vacío de dos almas demasiado semejantes.

La gente del barrio la conoce como la niña María. Dicen de ella que es débil, que sucumbe fácilmente a todas las tentaciones que la vida le coloca en el camino. La gente la mira con desprecio cuando se emborracha en plena mañana y sale tambaleándose del bar, camino a quién sabe dónde. La señalan con el dedo. "Ésa, ésa es la que abandonó a su propia hija". Qué sabrán ellos, pienso yo. Si alguien puede juzgarla soy yo, pero no he venido a eso. Tampoco he venido a fumar la pipa de la paz. Yo ya no tengo cuentas pendientes con mi madre. Qué más da lo que hizo, lo que dijo... Qué importa en qué se ha convertido. No tengo ganas de resolver lo irresoluble. 

La niña María me invita a pasar con un gesto. Entro lentamente, con las manos aún en los bolsillos. Huele a vino y a nicotina y lleva puesto el abrigo dentro de casa. El piso está sucio y hace frío. Supongo que por eso va con el abrigo, aunque puede que haya alguna razón menos lógica que tampoco me interesa saber. Hay ceniceros por todos lados. Siempre ha fumado un montón. Cuando era pequeña, recuerdo que me cogía en brazos sin sacarse el pitillo de la boca y me llegaba todo ese humo maloliente que yo trataba de apartar de mi cara. Siempre asocio el olor del tabaco con mi madre.

Mi madre, extraña manera de llamarla. Se sienta en el sofá sin ninguna elegancia en sus movimientos y me invita a acompañarla dando una palmada al cojín con la mano ancha. Con las piernas medio separadas y los codos apoyados en las rodillas, se enciende un cigarrillo y espera que yo diga algo. No sé si ha sido buena idea venir aquí, pero intuyo que no tardaré en comprobarlo.

-Mamá, ¿cómo estás? -Digo, sin mucho interés, para romper el hielo.

Es obvio que no está bien. Vive sola en un piso que seguramente ha conocido tiempos mejores y está ebria a horas en las que la gente solamente bebe café.

-Bien. Como siempre. -Dice sin mirarme y sin dejar de dar caladas al cigarrillo. 

Qué va a decir. Un día se la comerá su propio orgullo.
 
-¿Estás bien en este piso? -Pregunto mirando a mi alrededor con un gesto de hastío.
-Sí. Estoy bien. -Hace una pausa y se excusa. -Este piso, bueno, no es que esté mal, es que no limpio mucho. Si me hubieses avisado de que ibas a venir...
-No tengo tu teléfono. -Suelto sarcásticamente.

-Bueno, no tengo teléfono. Tenía, pero me lo han cortado. Pero, bueno, no sé, es igual, supongo. Tampoco me llamaba nadie.

Le da una calada tan grande al pitillo que prácticamente lo consume entero. Echa el humo por la nariz y mira al suelo. También yo miro al suelo sucio, y cuento inconscientemente las manchitas de las baldosas. Esto no está saliendo como yo esperaba.

-Vale. Mira, no he venido aquí a hablar del piso.
-Ya. No sé que quieres, pero si es dinero, ya te he dicho que me han cortado el teléfono, así que...

Levanto la mirada en un gesto dolido, con las cejas arrugadas y el labio superior ligeramente levantado.

-¿Cuándo te he pedido yo dinero? -Espeto, indignada. -No me hagas hablar de quién pide dinero a quién... -Digo mientras gesticulo con las manos y la miro con rechazo.

La niña María apaga la colilla y me mira fijamente.

-Bueno, a ver... ¿a qué has venido? Tengo cosas que hacer, aunque no lo parezca...
-¿Sabes qué? Da igual. -Digo, molesta. -Ya me las apañaré solita. No creo que sea difícil hacerlo mejor que tú, después de todo.

Me levanto del sofá de un brinco, furiosa. Mi madre me mira con los ojos vidriosos, pero no dice nada porque sabe que es verdad. Sabe que ha hecho las cosas mal. Otro asunto es si se arrepiente o no. Supongo que sí, pero su orgullo le impide aceptar sus errores para poder empezar de nuevo. La vanidad le ha traído aquí, al último rincón de su indignidad. 

Ella, que tenía un futuro tan prometedor en el mundo del espectáculo. Ella que cantaba en los bares más selectos de Madrid y embelesaba a los hombres con sus escandalosas curvas y su voz sensual. Ella que enamoró a tantos y terminó casándose con uno al que no amaba, con uno que pagaba las facturas mientras a ella se le consumía el alma. Mi madre, que se quedó embarazada sin desearlo, que trajo al mundo una niña sin estar preparada para asumir su responsabilidad. Mi madre, que siempre nos culpó a mi padre y a mí de su infelicidad, y que se largó una noche a hurtadillas, como una maldita cobarde.
 
No puedo con esto. Me supera. Creí que podría y me equivoqué. La dejo ahí sentada, sobre su gordo culo egoísta, y salgo dando un portazo. ¿Por qué tiene que ser así? Es imposible hablar con ella. Jodida perdedora que sólo mira por sí misma. Estoy tan cabreada que no pienso en usar el ascensor. Bajo las escaleras del edificio pisando cada escalón con fuerza, rebañando la barandilla con la palma de la mano helada. Quién me mandaría venir aquí. La conozco bien y ya me he llevado bastantes bofetones de realidad con ella. 

Se me están nublando los ojos. ¿Por qué quiero llorar? No dejo nada ahí arriba. No la quiero. Y ella no me quiere a mí, no me ha querido nunca. Vale, rectifico. Sí tengo cuentas pendientes con mi madre, pero ella no quiere ni verme. Prefiere regocijarse en su propio charco de desconsuelo y ser una mártir. Me hace sentir mala persona, joder. No la abandoné yo a ella. Alcanzo el principal con tanta mala leche que se me atoran los pensamientos. Se mezcla la rabia con una tristeza que me embarga de pies a cabeza. Suelto la barandilla y me seco la mejilla ardiente con el dorso de la mano. Un escalón me traiciona. No. No puede pasarme esto ahora. 

Ruedo hasta el portal como un saco de sentimientos rotos. Me duelen las costillas, pero me duele más el alma. No puedo mover la pierna izquierda. Todo se oscurece. No sé cuánto rato pasa. Entreabro los ojos y veo una cara borrosa. Trato de enfocar y no lo consigo. Oigo fuera una sirena. Alguien me pasa un brazo por detrás de la cabeza y me pregunta si estoy bien y yo sólo acierto a contestar:

-Mi niño...