martes, 24 de mayo de 2016

Ni estar ni haberse ido

Si dejas de respirar, si dejas de comer, de beber agua, de dormir... mueres. Simple, poético, aterrador, humano. Si dejas de escribir, se mueren tus dedos y una parte de tu espíritu. Si te hago caso, Klara, llevo muerta más de un año. Pero no quiero hacerte caso. Mis letras son mi terapia. Tus letras, mejor dicho. Las uso cuando me muero de verdad, cuando la vida me oprime el pecho con cosas bellas a su manera. Perdóname, Klara, por ser feliz, por no querer tus letras, por vivir de besos. No estoy muerta. Pero puede que Klara sí lo esté. Puede que me apetezca ser Aurora otra vez, la de los dedos de rosa, no la de los dedos muertos.

Siento haber dejado de ser la chica interesante que creíais que era. La que os gustaba tanto, con sus hisorias de fracaso, con sus intensas experiencias. La que vivía por vosotros. Los que aún creen que Aurora es mejor que Klara siguen a mi lado, siguen esperando que Aurora aprenda a escribir cosas interesantes, porque saben que cuando ella es feliz de verdad no quiere escribir. No sabe. Quiere bailar, gritar, reír, soñar y hacer el amor. Sólo con él. 

La literatura nunca me ha querido. Nunca me ha dejado estar a su lado mucho tiempo. Me dice: "Si eres dichosa, escribirás basura". Y es verdad. La pena y la soledad son una puta mina. Klara sabe sentarse con su copa de vino barato y escribir jodidamente bien lo jodidamente mal que se siente. Y escupir poemas de mierda. Y hacer que sientas que la tristeza es hermosa. Y que Klara también lo es. Y que vale la pena ser una caja de complejos con tal de ser libre y hacer lo que a una le salga de las narices. Olé por ella. Y olé por los que os habéis ido con ella. 

Me llamo Aurora y jamás he estado tan cómoda, en mi espacio para dos, con mi copa de vino barato escribiendo con los dedos vivos. Dejad que aprenda a escribir. Igual os acabo gustando yo también.

jueves, 23 de abril de 2015

Qui vol prínceps?






Ja és de nou 23 d'abril. A la meva terra catalana és un dia molt especial. Celebrem la llegenda de Sant Jordi, el cavaller que va salvar la princesa de les urpes del drac, per regalar-li després una rosa nascuda de la sang del propi animal. Per aquesta raó, els homes regalen roses a les dones. Com que també és el dia del llibre, commemorant de manera perfecta (bé, perfecta no: http://www.muyhistoria.es/curiosidades/preguntas-respuestas/ishakespeare-y-cervantes-murieron-el-mismo-dia) les morts de dos enormes monstres de la literatura, Miguel de Cervantes i William Shakespeare, les dones regalem llibres als homes. Com que els temps canvien, ara també es regales llibres a les dones.

Sempre m'ha encantat aquest dia i cada any em queixo i em queixo de que no sigui festiu, perquè es fa complicat trobar temps de passejar pels carrers i avingudes plenes de roses i llibres, i comprar tranquilament, gaudint del bon temps que sempre acostuma a fer en aquesta època de l'any.

Però no vull escriure sobre això. La llegenda de Sant Jordi (i totes les seves versions) la podeu trobar a internet. Les imatges de les Rambles i els escriptors signant llibres les veureu avui al telenotícies.

El que vull fer és una reivindicació. Vull trencar una llança, però no per matar el drac, sinò per salvar-lo. Perquè, en aquests temps, qui vol un príncep o un cavaller? Hamlet era príncep de Dinamarca i, a més de tenir uns quants problemes mentals, mai va fer cas a Ofèlia, qui va acabar suicidant-se. Els prínceps dels contes de fades només apareixien al final de la història, en el moment just de fer un petó a la princesa i arreglar-ho tot. El de la ventafocs era, a més a més, imbècil. Com se la miraria durant el ball que per trobar-la després només va tenir la genial idea d'anar provant la sabata que havia perdut. El de la sireneta la va fer renunciar a casa seva, a la seva família i a la seva condició per amor. Només salvo la Bèstia, que era més terrenal i que, per cert, guardava una rosa que el podria condemnar per sempre. Els prínceps en la vida real, sobra dir-ho, no són pas millor.

Com a exemple de cavaller tenim a Don Quixot, que si bé ens pot produïr una certa tendresa, no l'escolliriem mai com a company vital ni amant. I no oblidem a Lancelot, que va traïr el seu amic, el rei Artús.

Jo no vull prínceps, ni vull cavallers. Jo vull un drac al meu costat, com la Danaerys Targaryen. Bueno, ella en te tres, però jo amb un em conformo. Un que sigui fort per defensar casa, amb foc si escau. Un amb les escates impenetrables, la mirada infinita i unes enormes ales amb les que volar. Perquè, penseu... si de la sang del drac va créixer una rosa (o un roser), és o no una criatura magnífica?

¿Quién quiere príncipes?


Ya es de nuevo 23 de abril. En mi tierra catalana es un dia muy especial. Celebramos la leyenda de Sant Jordi, el caballero que salvó a la princesa de las garras del dragón, regalándole después una rosa surgida de la sangre del propio animal. Por eso, los hombres regalan rosas a las mujeres. Como además es el día del libro, conmemorando de manera perfecta (bueno, perfecta no. Véase: http://www.muyhistoria.es/curiosidades/preguntas-respuestas/ishakespeare-y-cervantes-murieron-el-mismo-dia) las muertes de dos enormes monstruos de la literatura, Miguel de Cervantes y William Shakespeare, las mujeres regalamos libros a los hombres. Como los tiempos cambian, también ahora se regalan libros a las mujeres. 

Siempre me ha encantado este día y todos los años me quejo y me quejo de que no sea festivo, por lo cual es complicado tener tiempo para pasear por las calles y avenidas repletas de rosas y libros, y de comprar tranquilamente, disfrutando del buen tiempo que suele hacer siempre por estas fechas.

Pero no voy a escribir sobre nada de esto. La leyenda de Sant Jordi (en sus miles de versiones) la podéis encontrar en internet. Las imágenes de las Ramblas y los escritores firmando libros aparecen hoy en todos los telediarios.

Lo que quiero hacer es una reivindicación. Quiero romper una lanza, pero no para matar al dragón, sino para salvarlo. Porque, en los tiempos que corren, ¿quién quiere príncipes ni caballeros? Resulta que Hamlet, por ejemplo, era príncipe de Dinamarca y, además de tener unos cuantos problemas mentales, jamás hizo caso alguno a Ofelia, que acabó por suicidarse. También están los príncipes de los cuentos de hadas, que aparecían justo al final de la historia, para darle un beso a la princesa de turno y arreglarlo todo. El de la cenicienta, además, era idiota. Mira si se fijaría poco en ella durante el baile que luego no se le ocurre otra cosa para encontrarla que ir probando zapatos. El de la sirenita hizo que ella renunciara a su hogar, a su familia y a su condición por amor. Solamente salvaría a la Bestia, que era un hombre más terrenal y que, por cierto, escondía una rosa maldita que le podría condenar para siempre. Los príncipes en la vida real no son mejores, sobra decirlo.

En cuanto a los caballeros, tenemos a Don Quijote, que si bien nos produce ternura y nos parece entrañable, dudo nadie lo quisiera como compañero vital ni amante. Y no olvidemos al caballero Lancelot, un traidor como hay pocos, faltando a la honestidad y a la lealtad para con el Rey Arturo, de quien se consideraba fiel amigo.

Yo no quiero príncipes, ni quiero caballeros. Yo quiero a mi lado un dragón, como Danaerys Targaryen. Bueno, ella va con tres pero yo me conformo con uno. Uno que sea fuerte y que sea capaz de defender su casa y su familia a fogonazo limpio si hace falta. Uno con las escamas impenetrables, con la mirada infinita y una enormes alas con las que volar. Porque, pensad, si de la sangre del dragón nació una rosa (o un rosal), ¿se trata o no de una criatura magnífica?

jueves, 16 de abril de 2015

Un día cualquiera




Llovía y hacía frío. Bueno, frío no, pero sí esa rasca propia de los últimos coletazos del invierno, de cuando ya crees que la primavera ha llegado porque así lo marca el calendario pero sabes que aún usarás la chaqueta unas semanas más. Me levanté un poco antes de las nueve. No me encontraba demasiado bien. No era nada físico, sino más bien una sensación de debilidad mental. Llevaba un par de días en una especie de montaña rusa emocional, con momentos de euforia máxima y otros de llorar por cualquier memez. Me preparé un café con leche y me senté delante del ordenador. Había montones de felicitaciones. Coño, si era mi cumpleaños. 

Lo de los cumpleaños es curioso. Cuando eres pequeño siempre te hace una enorme ilusión cumplir años y celebrarlo con tus amigos. Cuando te haces mayor, pues depende. Yo llevaba dos años en el exilio asiático, celebrando, por así decirlo, mi cumpleaños junto con personas que, si bien siempre me mostraron gran afecto, no eran mis amigos en el sentido estricto de la palabra. Tenía ganas de celebrar este aniversario en concreto, por estar de nuevo junto a mi familia, por llegar a una edad tan complicada y porque ahora tengo a mi lado a la persona más maravillosa que jamás haya conocido. No obstante, la celebración con amigos sería unos días más tarde. Aún estábamos a martes.

Después del café, de corregir algunos exámenes y leer las felicitaciones por internet, me duché, comí algo ligero y salí para el trabajo. Me esperaba una tarde larga y yo no estaba de ánimos para poner sonrisa de cumpleaños. Con el paraguas, la carpeta y una caja de pasteles para los compañeros de la academia, llegué a mi puesto de trabajo, con la cara mustia y el pelo un tanto encrespado. La tarde, tal y como estaba previsto, fue un tostón interminable. Cuando salí, eran las nueve y media, la calle estaba oscura y había dejado de llover. Volviendo a casa, hablé por teléfono con algunas personas, amigos y familiares que me habían llamado para felicitarme. Ah, coño. Si es que aún era mi puto cumpleaños. Había más felicitaciones por internet. Traté de responder a todas. 

Bajé del autobús y subí la calle. Pensé que ya estaba, que el día prácticamente había acabado y que, si bien había sido un día de trabajo normal, el sábado podría resarcirme. Subí las escaleras y abrí la puerta. Él me recibió con un cálido beso, pero... ¿vestido de traje? Normalmente me recibe con un beso igual pero mucha menos ropa, pensé. Me pidió que me quedase en la puerta. Con mi chaqueta puesta. Con mi bolso colgando del hombro. Con mi carpeta en la mano. Con mi cara de cansancio. Me pidió también que cerrase los ojos. Uy, uy, uy. Antes de hacerlo, pude atisbar comida y vino sobre la mesa del comedor. Se fue a la habitación. Oí un ruido como de bolsa de plástico. Pensé que me había comprado flores y que al cogerlas había arrugado el papel de celofán. Joder si me equivocaba. Me pidió que abriese los ojos. Frente a mí, un hombre de rodillas. No, un hombre no. El mío. Y en su mano, un donette de chocolate. 

Ya habíamos hablado de esto, del día que en casa viese donettes y de cuál sería su significado. Sencillamente, jamás habría pensado que aquel día común llegaría a ser el día de los donettes. Lo que me dijo me lo reservaré. Solamente os diré que, obviamente, dije que sí. Que me comí el donette y que, con la boca llena de chocolate y los ojos llenos de lágrimas, él volvió a pedírmelo, esta vez con un anillo en la mano, y que le volví a decir que sí como buenamente pude.

¿Puede un día común converstirse en un día mágico más allá de las películas románticas? El veinticuatro de marzo del dos mil quince es la prueba de ello. Y el anillo que llevo en el dedo me lo recuerda todos los días. 

miércoles, 3 de septiembre de 2014

Situación sentimental: Es complicado



LA CONFIANZA (ESO QUE DICEN QUE DA ASCO...)
 
A Ana le resultaba vergonzoso reconocerlo, pero finalmente tuvo la necesidad de confesarlo. En alguna ocasión (no diremos cuántas ocasiones fueron, en realidad) había violado la intimidad de su pareja. No, no es que él se dejase abierto el chat de facebook despreocupadamente cuando iba al baño. Ella había conseguido, en parte gracias a la intuición femenina y en parte por haber descargado cierto software espía, averiguar las claves que él usaba en el mundo virtual y así acceder a conversaciones privadas y correos electrónicos en los que, por ejemplo, él se comunicaba con otras mujeres. No se sentía orgullosa de haberlo hecho, ni siquiera a pesar de haber descubierto cosas que sospechaba.

Pregunta sin respuesta: Si haciendo trampas pillas a un mentiroso... ¿estás en posesión de autoridad moral para pedir explicaciones?

Moraleja: Pregunta abiertamente. Si te la pega y confiesa, tira por la ventana todas sus figuritas de Star Wars (vale con otros objetos de colección "valiosos"). Si sabes que te la pega pero no confiesa, decide si vale la pena estar con alguien en quien no confías (que encima colecciona muñecos). 

LA MATERNIDAD (Y LA PATERNIDAD, DIGO YO...)

Marta se fue al extranjero. Lo hizo por él, porque le quería. No es que él se lo hubiese pedido pero es bien sabido que la distancia hace las relaciones (aún más) complicadas. No le costó integrarse en su nuevo país, a pesar de las diferencias culturales y la lejanía de la familia. Encontró trabajo y se fue a vivir con él y el hijo de éste, que por aquel entonces tenía ocho años. Luego se quedó embarazada. Hizo de madre del hijo de él y de la hija de ambos. No pasó mucho tiempo y se separaron. Aunque lo lógico hubiese sido que él se hiciese cargo de su hijo, no tuvo problema alguno en conceder la custodia del hijo de su primera mujer a su segunda mujer (no me preguntéis dónde narices está la primera). Así, Marta volvió a España con dos niños. Un día le pregunté por qué había tomado esa decisión. Ella contestó que hizo lo que tenía que hacer, que era lo mejor para los niños. Luego añadí "¿Así que le abandonó su madre y luego su padre?" y ella dijo "Yo soy su madre".

Pregunta sin respuesta: ¿Por qué hay gente que tiene hijos sin desear tenerlos?

Moraleja: Tu madre es esa mujer que te peinaba para ir al colegio, que te preparaba la merienda, que te ayudaba con los deberes y que, de vez en cuando, te castigaba por hacer las cosas mal. En ocasiones, resulta que también es la mujer que te parió. Pero sólo en ocasiones.

LA RUTINA

A Eva le encanta su vida. Se levanta cada mañana, generalmente de buen humor. Se ducha, desayuna y hace todas las cosas que hace la gente normal por las mañanas. Luego va a trabajar. Si sumamos las horas que dedica a trabajar a las que dedica a dormir, ir y volver del trabajo, aseo personal, cocinar, limpiar y comer, creo que nos quedarían unas dos horas libres al día. Normalmente se las pasa con Toni, su pareja. Aún no quieren hijos pero les gustaría tenerlos en el futuro. Necesitan un poco más de tiempo libre para poder formar una familia. De momento disfrutan de sus pocas horas juntos. Entre semana ven la televisión y charlan durante la cena. El fin de semana es mejor porque tienen más horas libres. Así que van al cine, de compras, a cenar fuera... y más o menos hacen las mismas cosas todas las semanas. Y son muy felices. No tienen la sensación de necesitar nada más. Bea estuvo así cuatro años con su pareja. El quinto decidió que su vida era aburrida y dejó a Miguel.

Pregunta sin respuesta: ¿Es mala o buena la rutina?

Moraleja: A mi perro le gusta mucho dormir, se pasa el día durmiendo y sólo se levanta para comer (o para echarse en un rincón distinto de la casa). Cuando sale a pasear quiere volver a casa a los diez minutos. No habla mucho pero yo diría que es feliz. Si yo fuese mi perro, habría hecho ya un túnel con una cuchara para huir y no regresar jamás.

EL SEXO

Cristina tiene sexo cuatro veces por semana. Creo que la media nacional, que está basada en las mentiras de los ciudadanos, está en dos o tres. Cristina está, pues, por encima de la media. A finales de año ha echado entre cuarenta y ocho y noventa y seis polvos más que el ciudadano medio. Suele llegar siempre al orgasmo porque Luís se lo trabaja mucho. Es de esos hombres que necesitan que su pareja también disfrute. Así que él se pone al tema y, cuando se ha asegurado de que ella se ha corrido, aquí paz y después gloria. Como llevan mucho tiempo juntos, se conocen bien y, aunque se haya perdido el misterio, se han ganado otras cosas. Laura está soltera y tiene sexo cuando puede. Es exigente y no se va a la cama con cualquiera y, claro, así cuesta llegar a la media nacional (por baja que sea). A pesar de sus exigencias, no siempre da con lo que busca y alterna noches de sexo desmedido y fabuloso con otras de "trágame tierra". Para las últimas, lo mejor es poner pies en Polvorosa y nunca mirar atrás. Nunca.

Pregunta sin respuesta: ¿Sexo con amor o sexo sin amor? (si dais una respuesta a esto estáis condicionados por 1.vuestra soltería reciente 2.vuestra soltería clínica 3.vuestro estado de enamoramiento reciente 4.vuestro estado de enamoramiento perpetuo.

Moraleja: El sexo mola (mucho). Y ya.

EL AMOR

Paula decía que no volvería a enamorarse. Que estaba harta de los hombres porque son todos unos capullos insensibles y egoístas. Ay, Paula... ¿no quieres caldo? Cuando lo tienes todo tan controlado viene la vida y derrumba tus murallas. Ella creía que él estaba de paso, que no se parecían. Ella pensaba que él la veía del mismo modo. Ella estaba convencida, maldita sea, de que nadie sería capaz de arrancar esa capa de frivolidad con la que se había estado protegiendo. Ahora lee mensajes de amor, escribe mensajes de amor, canta canciones de amor... ¡por los dioses! si hasta usa emoticonos con corazones y besos... Os diría que Paula está perdida, pero tranquilos, me ha dicho que no quiere que la encuentren.

Pregunta sin respuesta: ¿Por qué la vida es más chula cuando te enamoras? (si dais una respuesta a esto estáis condicionados por 1. la reciente enfermedad de Paula que no se cura con pastillas 2.vuestra alergia congénita al amor).

Moraleja: La vida es siempre más lista que tú y se ríe en tu cara, para bien o para mal. Si es para mal, levántate, supéralo y ríete tú de ella. Si es para bien, haz como Paula y usa emoticonos con corazones y besos.



domingo, 17 de agosto de 2014

Niñas Raras. Capítulo Doce: Todo



Un día, ella se sentó en la pequeña silla de madera, junto a las flores de calabaza, con un cuaderno sobre su regazo y un bolígrafo azul de esos que vienen con un botoncito arriba que, al apretarse, deja salir la punta plateada. Se sentó dejando caer un mechón de pelo sobre la frente despejada y encorvó un poco la espalda, aunque sabía que no debía hacerlo. Su madre se lo había repetido hasta la saciedad.

Sin darse cuenta, la niña feliz se sacudió de encima el mohín de los días mundanos porque sentía que tenía la imperiosa necesidad de cincelar su júbilo. Y de compartirlo. Y se puso a ello bajo el vuelo de las golondrinas que aún no se habían ido, porque todavía quedaba esa parte del verano, la tardía, la que se va llevando las horas de luz con el paso de los días.

Sobre el papel suave de las páginas de aquel cuaderno, hizo resbalar la punta del bolígrafo azul y escribió una única palabra: "Todo". Luego se quedó un buen rato pensando. Calculó la dificultad que suponía explicar algo tan complicado y se dio cuenta de una cosa. No le resultaba sencillo hacer bolillos con palabras hermosas, porque con ellas no pueden hacerse nudos. Viajan solas. Viaja solo el amor y viaja sola la esperanza. Y, aunque a veces se encuentren, viajan solos la alegría y el embrujo. Por sí mismos significan cosas, llenan el papel de significado sin más artificio que el de su propio nombre.

Es mucho más fácil tejer con penas, que ya vienen torcidas y dobladas. Además, encajan armoniosamente la desdicha, el dolor y el sufrimiento, el vacío y la frialdad. No hace falta hacer grandes esfuerzos para escupir los nudos deshechos del alma rota. Salen a borbotones, a través de la garganta rasposa, y pudren el aliento con su amargo sabor.

Ella pensó en el pasado, en los días en los que, como la niña María, había sido una niña triste, una niña amarga, y supo que jamás podría olvidar aquellos días grises, y pensó que quizás algún día volverían y que debería estar preparada para ello. Sin embargo, lo cierto es que pensó poco en aquello, porque en ese momento solamente podía pensar en el sol y en la luna, y en cómo transcurría el tiempo cuando uno es feliz. Las horas amargas suelen ser largas y eso deja tiempo al alma para pensar, para lamentarse, para desahogarse a ratos. El tiempo transcurre demasiado deprisa cuando no hay dolor, se solapan las horas y se mezclan los momentos y el poco tiempo que nos queda nos lo pasamos viendo la película una y otra vez.

El motivo de su felicidad era el niño de ojos vivarachos y hoyuelos en las mejillas, que traía con cada día un buen puñado de cosas buenas que ella atesoraba como quien guarda postales o monedas en cajitas del recuerdo. Entre las cosas que recibía, ella apreciaba especialmente las palabras que no se dicen, porque todo el mundo sabe que, en realidad, son las que más cuentan. 

Se decían muchas palabras el niño de los hoyuelos y la niña feliz. Hablaban constantemente. A veces hablaban de cosas insustanciales, y se reían. Otras veces hablaban de sentimientos. Y sonreían. Sin embargo, a pesar de la cantidad de palabras que se decían todos los días, cuando no usaban los labios para besarse, había otras muchas cosas que no decían. No es que les faltase franqueza a la hora de expresarse, y tampoco era culpa de la timidez. Se sentían cómodos el uno con el otro. Pareciera que hubiesen estado juntos siempre. Lo que sucedía era que, simplemente, no encontraban palabras lo suficientemente poderosas como para describir algunas de las sensaciones que de tanto en cuando les embargaban. Entonces debían hacer uso de otros recursos. Lo más increíble es que ese lenguaje sin palabras, inventado, no entrañaba secreto alguno para ellos, pues lo entendían a la perfección.

La niña feliz no sabía bien cómo plasmar este tipo de cosas en su bloc de notas, porque no estaba acostumbrada a hacerlo. A menudo recurría al cuaderno para deshacerse de aquello que atenazaba su alma. Pero ahora no se sentía así. Tenía la sensación de que, de alguna manera, no sabría describir sus sentimientos felices sin parecer demasiado cursi. No era sencillo.

Volvió al título y se sintió decidida. Pensó que "Todo" era un buen título. Al fin y al cabo, "Todo" era lo que él le daba. Todo lo que ella no había tenido en mucho tiempo. Le vino a la memoria la primera vez que bailaron juntos, aquella noche que iba a ser tan solo una velada entre amigos. Luego recordó la noche del vino. La temperatura era bastante agradable a pesar de estar ya a mediados de julio. Corría una agradable brisa campera que traía consigo el olor de la vid y de las noches de verano. Todo el mundo sabe cómo huelen las noches de verano en el Mediterráneo. Suelen ser una mezcla de buganvilla y jazmines, de sal y tierra que armoniza con el canto de las cigarras.

Él sostenía en la mano derecha una gran copa de vino tinto que emitía, con el movimiento, reflejos de metálico bermellón. Ella agarraba la suya bien fuerte, con la mano izquierda, dejando reposar sobre la vidriosa superficie de la misma las yemas de sus dedos temblorosos. Con la otra mano, se aferraba con relativa fuerza a la barandilla fría que les separaba de la noche en los viñedos.

La conversación fluía sin problemas y los pocos silencios que se permitieron no fueron incómodos. Al contrario, las pausas eran regalos que se agradecían a besos con sabor a tinto tibio. Él le hablaba de cosas que ella ya sabía, de cosas que debía aprender, de cosas. Ella escuchaba las palabras que salían de su boca y de vez en cuando compartía sus propias cosas con él. Y así, la noche se sucedió entre gestos y palabras y miradas. Y ella supo que aquello acabaría, en algún momento, hecho palabras en aquel cuaderno. Se reservó para sí los secretos de las paredes de piedra, pero nunca los olvidaría.

Cuando hubo escrito sobre las noches de bailes a la orilla del mar, de copas de vino entre los viñedos, de fuego, de cuerpos sudorosos, de mañanas entre sábanas de gominola, de paseos... se dio cuenta de cuán acertado era aquel título. Pensó que si un día se terminaban las noches o las mañanas, el título seguiría siendo bueno. Porque poco o mucho, el tiempo no era suficiente como para abarcar tanto. Todo. Y entonces sonrió. Y luego se deshizo entre sus propias palabras.


domingo, 20 de julio de 2014

Metasueños



Me gusta tenderme en la cama boca abajo, con la cabeza ligeramente ladeada sobre la almohada fresca y los brazos dibujando un trapecio alrededor de la misma. Me gusta sentir tus dedos recorriendo mi espalda desnuda, desde la nuca hasta la zona lumbar, en la que termina una suavidad que da paso a otra de curvas descaradas. Cuando acercas la cabeza a mi cuello y siento tu aliento a través de los mechones despeinados, me nublo del todo.

Quiero abrir los ojos pero me cuesta, me pesan los párpados llenos de besos. Quiero mover el alma, pero no se deja tocar. Escucho respirar la tuya, lo suficientemente cerca como para saber que estoy aquí. Sé que estoy soñando, porque alguien entra en la habitación y me da igual que me vea desnuda, con el pecho apretado contra las sábanas y las piernas a las siete y veinticinco. 

Tú dices algo sin importancia, por lo que dejo las palabras pasar de largo mientras sigo absorta en mi burbuja onírica. Yo no sé si respondo algo, porque hace ya rato que mi lengua no obedece a mi cerebro ebrio de verano. Ella dice que quiere solamente bailar en tu boca, y no voy a ser yo quien se lo impida. 

Al fin logro abrir los ojos y despertar, por decir algo, de ese sueño de sábanas tibias. Tu brazo reposa sobre la curva de mi cintura y tu mano se hunde en el poco espacio libre entre mis pechos. Respiras en mi pelo alborotado y te siento desnudo contra mi espalda. No estoy, como en mi sueño, tendida boca abajo en la cama templada. Estoy mirando la ventana con los ojos casi cerrados.

Puedo sentir la suavidad y el calor, el subir y bajar de los pulmones dormidos, el aliento en la coronilla y un pie que se ha colado entre los míos. Quizá sea un sueño. Puede que no esté aquí tampoco. Dudo porque me gusta estirarme boca abajo, en mi cama vacía y fresca, donde a veces ruedo como una suerte de rodillo articulado, porque no hay obstáculos que me lo impidan.

Ahora sí, abro los ojos con relativa dificultad, pero los abro. Y veo cómo entra el sol por entre los agujerillos de la persiana. Y escucho a la gente que va y viene por la calle vestida de domingo. Y estoy tumbada boca abajo, con la cabeza ligeramente ladeada sobre la almohada fresca, y los brazos dibujando un trapecio alrededor de la misma. Y tu mano, tus dedos, dibujando mi espalda, que se estremece, y entonces sí, entonces sé que estoy soñando.

La buena de Blue




Llovía a mares en Bangkok. Era uno de esos días pegajosos, húmedos y extenuantes del mes de septiembre. Con aquel vestido amarillo limón que afilaba sus pezones, Blue bajaba la calle Khao San con la elegancia de una sibilante cobra, ajena al diluvio. Su mirada, oscura como el carbón, se perdía entre la multitud que la ignoraba. Colgando de su mano izquierda, un minúsculo bolso marrón que se tambaleaba al son de sus escuálidas caderas. En los pies, unas sandalias rojas de tacones imposibles cuyas tiras de piel sostenían unos pequeños pies tambaleantes, aunque ciertamente firmes. El agua hacía resbalar su cabello. Unos mechones descendían la frente lisa, dejando caer gotas sobre su exquisita nariz, otros perseguían las curvas de su espalda, como si del hueco entre sus omóplatos se hubiese formado un cañón que aquel río de pelo negro y liso debía recorrer. Una senda que terminaba justo en el punto en que el vestido amarillo volvía a cubrir su piel color cúrcuma, desafiando a la decencia para señalar sus formas femeninas. 

Blue se apartó el cabello de la cara con la mano derecha, sobre cuyo dorso se dibujaban los típicos códigos que todas las princesas de Khao San lucían. En rojo, la "thī̀mā", el código de pertenencia. En verde, el "plāy thāng",  el de destino. Al llegar al cruce del mercado, miró a su derecha instintivamente. Entonces vio a Decha, con sus enormes manos metidas en los bolsillos de sus pantalones camel, mirándola desde la entrada del club Phailin con aquellos ojillos viciosos y un cigarrillo en los labios. Jodido gordo asqueroso. 

Recordaba con claridad la primera vez que vio a Decha, el día en que éste fue a visitar a sus padres a Krit cuando ella tenía sólo once años. Mientras su padre contaba el dinero, Decha se deshacía de los mosquitos golpeándose la piel con la palma de la mano, sucia y sudorosa. Luego había subido a Blue a su coche. En el coche olía a tabaco. Antes de arrancar, Decha sacó la tatuadora y marcó a Blue. Ahora era suya.

Le hizo un gesto con la cabeza para que se acercase. Ella se subió el tirante izquierdo del vestido amarillo, que caía constantemente sobre su hombro. Cada día estaba más delgada, pero aún era bonita. Era como un jarrón Ming que se hubiese caído al suelo y del que alguien hubiese recuperado los pedazos para pegarlos más tarde. Rota, pero hermosa. Miró con desprecio a Decha, aunque sabía que eso era aún peor. Sabía que aquello era para él una provocación. Solamente había una cosa peor que satisfacer a aquellos repulsivos occidentales de piel requemada por el sol de Tailandia, y esa cosa era satisfacer a Decha. A Blue le hubiese gustado decir que la primera vez fue la peor, pero no era cierto. La primera vez fue asqueroso, eso era cierto. Con aquel cuerpo enorme y blando que le había aplastado las costillas en cada embestida, aquella boca que apestaba siempre a humo, aquellos brazos que no sabía cómo contener. Y los gemidos, como de un asno, o quizás como de un cerdo en matanza, cuando se corrió dentro de ella. No obstante, las hubo mucho peores. Aquella vez en que a él le dio por liarse a puñetazos con su diminuta cara, por ejemplo. Le había saltado dos dientes y luego tuvo que ir al hospital con Pequeña Flor, para que le cosiesen el labio. Y luego estaba aquella otra ocasión en que tuvo que vérselas con los amigos de Decha, acorralada por lobos que la devoraron sin clemencia. Aquello sí fue horrible, un cuento de nunca acabar que le impidió caminar durante más de una semana y que, eso sí, supuso el fin de sus preocupaciones por quedarse embarazada.

Con el paso firme pero lento, Blue se acercó a Decha y bajó la mirada. Estaba empapada, con el vestido amarillo pegado a su cuerpo como una segunda piel, dejando entrever sus pechos, su espalda, sus piernas, su culo. Todo ello propiedad de Decha, por supuesto. Él tiró el cigarrillo y  alcanzó a Blue por la barbilla para besarle violentamente, metiendo su lengua sucia entre los labios de ella. Luego desplazó su mano gigantesca hasta la nuca y la agarró por el pelo, fuertemente. Ella tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás un instante, en un gesto reflejo por no quedarse calva. Entonces, Decha la arrastró adentro. 

Blue iba dejando un reguero de agua a su paso por entre las mesas altas que inundaban el local. Al fondo había unos sillones tapizados con una especie de terciopelo azul. Junto a ellos, una puerta acolchada. Decha llevó a Blue al otro lado de la puerta. En el club, la gente seguía a lo suyo. Unos americanos metían billetes en las bragas de una muchacha que bailaba. Un joven japonés vestido con un traje de ejecutivo lamía los pechos de una chica de mirada extraviada y alma seca. Pasó media hora hasta que la puerta volvió a abrirse. Blue atravesó el umbral, con su bolso marrón y su vestido amarillo. No llevaba zapatos. Se encaminó descalza hacia la salida. No cruzó palabra con nadie. No miró al japonés lascivo. No juzgó la lujuria en los ojos de los americanos. Puso un pie fuera, en la mojada y sucia calle. Ya no llovía, al menos fuera de su cabeza. Cruzó al otro lado, sin mirar, y paró un tuk tuk

Tras la puerta acolchada, tirado en la cama, Decha se arrancó el tacón de la garganta, que ahora sangraba a borbotones. Bajó la mirada un instante, tocándose el pecho con la barbilla en un intento por no desangrarse. Vio su cuerpo rotundo, mórbido, con su pene flácido recostado sobre el muslo derecho, pegajoso por el esperma. Tembló un momento, se sacudió sobre las sábanas mugrientas en un último aliento, mientras Blue bajaba la calle sentada en el tuk tuk, con las manos sobre el regazo, viendo como la "thī̀mā" de color rojo se iba desvaneciendo.

martes, 20 de mayo de 2014

Naranjas de la China: Souvenirs de China



Dicen que cuando se cierra una puerta, se abre una ventana. No siempre estoy de acuerdo con esta afirmación, pero sí creo que para que lleguen cosas nuevas, hace falta decir adiós a algunas otras. Tiramos la ropa vieja que no usamos o que se nos ha quedado pequeña. Hay a quien se le queda grande pero no es algo de lo que yo pueda presumir... Hacemos limpieza y nos deshacemos de documentos que ya no nos sirven, de trastos inútiles o de cosas que nunca quisimos pero que, por miedo, por compromiso o por tozudez, hemos conservado. Supongo que todos hacemos hueco en nuestros armarios, en nuestras casas y en nuestras vidas de vez en cuando. Bueno, a excepción de esos viejos con síndrome de Diógenes...

Por esta y otras razones, ha llegado la hora de cerrar una etapa. Se terminó la aventura china (ooooooooooooohhh). Después de casi dos años, catorce ciudades -y algunos pueblos pequeños-, El Año del Dragón, El Año de la Serpiente, El Año del Caballo, dos no-navidades, decenas de miles de kilómetros (sí, decenas de miles...), ¿millones? de mensajes de whatsapp intercontinentales, docenas de conversaciones en Skype, cientos de alumnos conocidos, montones de gente genuina y hospitalaria, toneladas de arroz y fideos y unas cuantas anécdotas que explicar a los nietos de otros... es hora de regresar a Europa. Puedo sentirlo.
Es hora de cerrar una etapa llena de cosas maravillosas para hacer sitio a lo que está por venir, sea lo que sea. Me toca hacer balance, como cantaban Los Rodríguez, Para no olvidar. Si no tienes tiempo, deja esto para otro rato, porque va a ser largo.

Con mi billete de avión recién impreso, veo tan cerca el regreso, que debo hacer un esfuerzo para recordar todas las cosas buenas que me llevo. El cansancio y la morriña son traicioneros y nos hacen ver solamente la cara negativa de las cosas. No quiero caer en esa trampa, así que trataré de hacer balance de manera objetiva y teniendo siempre en cuenta que esta tierra extraña -bonito eufemismo- me ha acogido durante este tiempo, cuando mi propia tierra me negaba una oportunidad.

Souvenirs "defectuosos" que, de todos modos, no cambiaría (porque de todo se aprende, ¿no?):

1. No echaré de menos los ruidos constantes, las bocinas de los coches a todas horas del día y de la noche, los fuegos artificiales para celebrar cualquier cosa (cumpleaños, bodas, inauguraciones, defunciones, nacimientos, goles del Betis...), los vecinos que taladran las paredes el domingo a las siete de la mañana -para dejar de hacer ruido cuando te has levantado-, los vecinos que gritan en la escalera, en el ascensor... No echaré de menos los berridos de la gente al teléfono (Wei??????!!!!!!), por la calle, en el hospital... No echaré de menos dormir con tapones siete de cada seis días.

2. No extrañaré la suciedad omnipresente, la basura tirada en cualquier parte, las madres que dejan a sus niños mear y cagar en cualquier parte -literalmente-, la gente que come o bebe en la calle y tira papeles y plásticos, botellas... al suelo. No extrañaré el hedor de los urinarios (bueno, no extrañaré los urinarios), ni la mierda que se pega en las fachadas de los edificios a causa de la polución.

3. No voy a echar en falta la censura ni el convencionalismo. No añoraré navegar por internet sin tener que pagar una VPN. No echaré de menos censurar mi propia conversación, evitando temas polémicos (religión, política, sexo, drogas, rock 'n roll...).

4. Podré vivir sin la comida china, que me destroza el estómago y los intestinos. Mi tracto digestivo agradecerá el regreso del pan, del jamón, de las verduras crudas, de las salsas no picantes, del aceite de oliva, del queso y los yogures de verdad. No echaré de menos los refritos, ni el picante que hace que al día siguiente cagues fuego, ni la comida que estriñe, ni el agua hervida, ni la cerveza "aguachirri", ni el licor de arroz que dejaría tieso a un elefante, ni los aceites reutilizados, ni los huevos verdes o negros, ni las cosas-raras-que-no-sé-qué-son... ni los cien mil vinagres que no son de módena. Va, voy a ser buena y salvo los mooncakes y el hot-pot...

5. Seré feliz sin tener que volver a entrar a un banco chino, sin tener que esperar tres horas para hacer un ingreso, sin tener que firmar veinte veces para sacar cien yuans y sin tener que pedir permiso al universo y al mismísimo Buda para hacer una transferencia internacional.

6. La vida será más fácil sin la improvisación constante de los chinos, sin su tediosa burocracia y su escaso uso de la lógica y el sentido común en general (¿esoquéhloqueéh?).

Souvenirs "con clase" (de los que quedan tatuados en el alma):

1. Lo que se siente al entrar en un templo budista que no está lleno de turistas, y escuchar los mantras de boca de los propios monjes, mientras hueles el incienso.



2. Los edificios inigualables de Shanghai y Hong Kong. Las vistas de estas ciudades increíbles desde algunos de los rascacielos más altos del mundo.



3. Los canales milenarios y La Gran Muralla. Indescriptible.

4. Que tus alumnos te respeten e incluso ¡te quieran! De esto no hay mucho en Europa...



5. Las personas con aura que te encuentras por el camino (Fabián, Cristina, Maiker, Steve, Josh, Jozephine, Camilo, Anna, Lisa, Esson, Ignacio, Marco, Víctor, Mili, Rick, Jessica, MaryAnn, Jeannine, Jean, Gene, Chen, Jocelyn, Bob, Antoine, Ceci, Jing, Bernardo... y seguro que me olvido a más de uno...). Gente que viene, que va y que se queda. Amo a la gente que mueve su culo por el mundo. Son casi siempre almas increíbles.

6. La estatua de Bruce Lee en la Avenida de las Estrellas en Hong Kong.

7. El Año Nuevo chino en los casinos de Macau con gente estupenda.

8. Pasear por la hermosa Suzhou en tuk-tuk.



10. Las sonrisas (a veces feas, pero sonrisas al fin y al cabo) de la gente que te ve como a Copito de Nieve, el gorila blanco que es diferente. Su hospitalidad infinita y su curioso (pero existente) sentido del humor.


Souvenirs "rarunos" que no se pueden olvidar:

1. Sentirme como Penélope Cruz en el súper o en las tiendas, cuando todos te señalan (e incluso te hacen fotos). Curioso el momento en el que haces como los famosetes y te pones las gafas de sol dentro de los locales, para tapar los ojos laowai y pasar desapercibido (y además, no funciona).

2. Quedarme un buen rato mirando una partida de Mahjong sin entender una mierda y acabar comprándome uno para "aprender"...



3. El sabor a cangrejo crujiente de un escorpión frito.

4. Los letreros "perdidos en la traducción". Ahí va una muestra...



5. El té con whisky en las discotecas mientras juegas una partida de dados haciendo gala de tu nivel de mandarín y demostrando que te sabes los números del uno al seis (yi, er, san... ¿cómo era?).

6. Un Madrid-Barça en chino a las tres de la madrugada. Creo que me habría gustado más si hubiese ganado el Madrid...

7. Meter los pies en el Mar del Sur de China después de haberme pasado siete meses sin pisar una playa.

8. Ir a la peluquería y al Spa, ver cómo las chinas se fríen el pelo para no llevarlo liso y hacerme las uñas por cuatro euros (aunque aún mejor hacerme las uñas gratis en el restaurante después de cenar...).



9. Vestirme de china tradicional y hacerme fotos con una flauta travesera china, una tabla de surf con cuerdas, una bandurria-ukelele y un pay-pay. Impagable.



10. Ir a una boda china y no entender absolutamente nada de lo que sucede a tu alrededor, poner cara de "qué bien me lo estoy pasando", y beber más de la cuenta para olvidar que estás en una boda china.

11. Que todo el mundo te diga lo guapa que eres y lo grandes que son tus ojos (¿perdón?). Que todo el mundo te diga que la chica que pesa diez kilos menos que tú está gorda, pero tú no, porque tú tienes curvas (¿perdón?). Que todo el mundo te pregunte por qué no llevas gafas pero sí gafas de sol, por qué llegas en septiembre y eres negra pero en enero eres blanca, por qué te parece raro que cueste encontrar tampones en los súper, por qué no comes tortuga o testículos de toro, por qué esperas a que el agua hirviendo se enfríe en lugar de bebértela de primeras y abrasarte la lengua como hacen ellos... 

12. Un restaurante catalán de pollos a l'ast en Macau, un edificio con mi nombre en Shanghai, una tienda con ¿mi nombre? en Zhengzhou, un "Starfucks" en Beijing...






"La vida es como una caja de bombones y nunca sabes cuál te va a tocar". A mí me tocó uno con sabor a gamba agridulce y seguramente tardaré mucho en olvidar su sabor. ¿A qué sabrá el próximo que tome? No lo sé, pero ya estoy impaciente por mover mi culo a otras latitudes... y por contar las historias que ahora sólo puedo imaginar.

sábado, 26 de abril de 2014

Los hombres de mi vida




Conocí un hombre inteligente. Tenía en su mirada el atractivo de las personas que conocen, pero quieren conocer. Era una mente brillante tras unos ojos avellana que se achicaban cuando yo le hacía sonreír. Era el doble sentido que sólo algunos entienden, las palabras bien dibujadas que enamoran a los poetas. De él aprendí que el corazón es un músculo fuerte que se rompe con las yemas de los dedos, y lo larga que puede ser una noche de dos horas, mortecina por la presencia de la infinita soledad.

Conocí un hombre bueno. En su mirada azul, el cielo palidecía. Llevaba a cuestas la carga de la indecisión, el miedo a tener lo que no se quiere y a querer lo que no se tiene. Vendía un abrazo cálido en la noche, como un envoltorio de seda suave que rodeaba mis sueños. Las palabras sinceras brotaban de sus labios tibios, y a veces me derrotaban. De él aprendí que la eternidad es efímera y que el amor es un estado temporal que perfila un sentimiento permanente.

Conocí un hombre hermoso. Su silueta se dibujaba en la parte oscura de mi mente, cuando me abandonaba a los instintos. Su silueta me abandonaba, dejando oscura mi mente, cuando los instintos me azotaban. En su hermosura había cobardía triste, inseguridad segura y una piedra lanzada por una mano escondida. De él aprendí que lo hermoso puede ser frío, que la belleza puede ser venenosa y que el diablo usa muchos disfraces para arrastrarnos a un infierno de insípido sabor.

Conocí un hombre generoso que daba más de lo que poseía. Un alma blanca que se dejaba manejar, como una barca. Tenía la sonrisa honesta del que ama de verdad, sin saber que no es amado. Me llevaba y me traía por el mundo, liviana. Me acompañaba en los momentos grises de no saber qué se quiere. Apoyaba mi propia falsedad. De él aprendí que hay cosas malas en mí, que tengo un lunar en el alma que ya nunca desaparecerá.

Conocí un hombre caballeroso. Era todo buenas palabras y mejores gestos. Era todo buen humor, sonrisas, inteligencia. Tenía todo lo que alguien pudiese desear conseguir. Era el padre de los hijos que quizás nunca tenga, el hombre de la casa que quizás nunca compre. Era la puerta del coche abierta para salir, el respeto casi extinto de la sociedad amorosa. De él aprendí que no se puede amar por voluntad propia, que no se puede elegir el camino y que a veces dejamos pasar el tren porque preferimos ir caminando y tropezar con las piedras del camino.