sábado, 15 de marzo de 2014

El hombre de mantequilla



La carretera se extendía más allá de lo que alcanzaban a ver sus ojos. Conducía un Pontiac gris del 69 que lucía un encerado tan impecable que el polvo del camino sólo podía resbalar por su superficie, para perderse después en el aire arenoso de la llanura de pastizales. Con una mano, sacó de su bolsillo un paquete de Marlboro y lo acercó a su boca, para después sujetar un cigarrillo con los labios. Devolvió el paquete al bolsillo y sacó el mechero. Se encendió el pitillo mientras sonaba "Love in the Hot Afternoon" del gran Gene Watson, y pensó en la calle Bourbon, que tan atrás quedaba ya.

Se acordó de Ava y de cómo paseaba calle abajo cada día, al volver del instituto, con sus libros apretados contra el pecho. Y qué pechos tenía. Era imposible no fijarse en aquellos dos pechos grandes y firmes, que se balanceaban bajo la ropa como dos bolsas de agua redondas y perfectas. Alguna vez se la había encontrado en la tienda de Joe, comprando cosas para la casa. Siempre traía una lista que le había hecho su madre. Cuando ella le veía, siempre saludaba tímidamente, bajando un poco la cabeza, pero sonriendo. Y él quería mirarla a la cara, pero se le iban los ojos y tenía que hacer esfuerzos para controlarse, sobretodo en verano, cuando Nueva Orleans se convertía en un auténtico horno húmedo en el que la ropa se pegaba al cuerpo como se pegan las moscas a la mierda.

Se preguntó qué estaría haciendo Ava en ese momento. Seguramente estaría en clase, que es donde le correspondía estar. Él, sin embargo, no estaba nunca donde le correspondía. Siempre estaba en el lugar equivocado. Y por ese hábito suyo de meterse en camisa de once varas, ahora conducía por el medio oeste, con los ojos entrecerrados a pesar de las gafas de sol, y el cigarrillo consumiéndose en los labios.

Se había subido al coche hacía unas dieciséis horas y aún no había parado a descansar. Sólo había parado un par de veces a poner gasolina y a comprar tabaco. Lo cierto es que no estaba cansado. Bueno, estaba cansado de la vida, pero no de conducir. Lo malo es que la carretera era recta casi todo el tiempo, y conducir así era muy aburrido. A los lados no había nada. No había casas, ni puentes, ni bosques, ni nada. Solamente llanos resecos que se extendían hasta el horizonte. El jodido horizonte era como la felicidad, que por mucho que camines resulta imposible de alcanzar. O así lo veía él.

Tendría que parar pronto a descansar, pero no podía entretenerse. El hombre de mantequilla empezaba a oler en el maletero. La gente no sabe que, cuando acuchillas a alguien, te ensucias de grasa. En las películas siempre aparece mucha sangre, litros y litros que lo tiñen todo de un rojo intenso. Cuando clavó aquel cuchillo embotado en las tripas de Elijah, sin embargo, había una capa de grasa de unos seis centímetros bajo la piel. Recuerda haberla tocado con un dedo y parecía una gelatina de un color amarillo pálido, o de un blanco amarillento.  Jodido gordo seboso, era como un saco de manteca maloliente.

Al caer la noche, se bajó del coche, cerca del kilómetro doscientos quince, y decidió que aquel era un sitio tan bueno como cualquier otro para enterrar al hombre de mantequilla. Por allí no pasaba nadie, pero igualmente se daría prisa en cavar un hoyo lo suficientemente profundo como para sepultar aquel cuerpo orondo que tanto trabajo le había costado enfundar en una bolsa de basura para luego meterlo en el maletero. 

Sacó la pala del asiento trasero y empezó a cavar. Pensó en cómo había llegado hasta allí. Las mujeres del sur son especiales. Son encantadoras y retorcidas a un tiempo. El clima les hace ser como los cocodrilos que habitan los oscuros pantanos, peligrosas porque no las ves venir y cuando las ves ya es demasiado tarde. Son damas y son hechiceras, son leales y traidoras. Pero son, sobretodo, capaces de conseguir que un hombre pierda el juicio y cave un hoyo para enterrar la prueba de su amor por ellas. Por suerte a ese gordo nadie lo echaría de menos, o eso pensó mientras la tierra iba tapando el negro plástico de la bolsa de basura. 

A unos cien kilómetros, decidió parar a descansar en un motel que parecía bastante digno. La chica de recepción, una joven de pelo pajizo y ojos verdes, le entregó una llave amablemente, sin saber de él ni sus circunstancias. No obstante, era observadora. Hizo mención a su acento sureño. Él no dijo nada. Cogió la llave y fue a la habitación. Se sacó las botas con los pies, empujando del talón hacia abajo, y se estiró en la pequeña cama con un cigarro entre los labios. Pensó en el hombre de mantequilla, ahora el hombre de arena, alimentando la llanura parda con su cuerpo adiposo. 

Antes de caer rendido por el sueño, dedicó unos minutos a ese amor en la tarde calurosa, el amor de la calle Bourbon, el amor pantanoso, que caminaba siempre ajeno a la realidad de los hombres débiles.