viernes, 27 de septiembre de 2013

La niña María (relato escrito en colaboración con Desirée Ruiz)



La niña María se acostaba todas las noches con una dicotomía. Eso, cuando se acostaba. A menudo pensaba, con la copa de vino en la mano, vacía, y el vino en el alma: "Qué cosas tiene la vida, buenas y malas, llena de duales dualidades". Siempre pensaba en la misma metáfora cuando trataba de describir su vida. Pensaba en aquella escalera mecánica, impersonal, fría, gris y pragmática. Se imaginaba a sí misma bajando la escalera, que era de subida. Por eso no avanzaba. Ay, María.

María amaba todo lo que la rodeaba. Y, como era dicotómica por naturaleza, odiaba todo lo que amaba. Salomónica y dogmática, así era María. Refutar era su verbo, irrefutable su adjetivo. No era complicada, como yo. No era sencilla, como nadie.

La niña María bajaba todos los días, al terminar su jornada, al bar de enfrente de su casa. Era un bar español de esos en los que las croquetas luchan a muerte contra la caducidad y la salmonela. De ésos que huelen a brandy y a bayeta mojada. Barra metálica rayada, por supuesto, y losetas casi sin color.

-Ponme una copa de vino blanco, Manuel. Pónmela en aquel vaso bajo, el que tú sabes que me gusta. -Decía salerosa.

Manuel, con su camisa blanca sudada, puños ennegrecidos, uñas largas y barriga saliente como una gárgola, sirvió el vino blanco en el vaso bajo, tal como pedía la niña María. Llenaba el vaso casi hasta el borde, que María no era tonta. 

Ella cogía el vaso lleno con su mano derecha, curtida y bronceada, de uñas de diabla. Lo levantaba justo hasta la altura de su frente y se relamía con la vista del líquido dorado, preciado premio de sus días grises. Bebía despacio, sorbo a sorbo. No es que le diese miedo acabar su copa, pues al terminarla ahí estaría de nuevo Manuel, botella en mano. Tampoco quería disfrutar de cada trago, ni sentir la acidez de la bebida resbalando por la garganta. Cómo encontrar el punto dulce de un vino barato del bar de la esquina. Tras cada sorbo, volvía a posar el vaso sobre la barra. Miraba al frente y pensaba en el número de escalones que había alcanzado aquel día. "Ni uno solo, tal que ayer". No importaba mucho. No era culpa suya, era la puta escalera mecánica, que se empeñaba en hacerla subir, cuando lo que ella quería era bajar. Volvía a centrar su mirada en el vino, empezaba a voltearlo, a marearlo, viendo cómo rozaba los cantos del vaso opaco, sin llegar a derramarse, con una precisión de autómata.

La niña María no saboreaba nada, ni siquiera los besos que alguna vez le daban en su cama. Ella no los pedía, ni los esperaba. Tampoco los impedía. Pero no los disfrutaba. 

María vació su vaso opaco y miró a Manuel, que estaba de espaldas, dándole un buen meneo a la máquina de café exprés. Esperó dos segundos y Manuel se dio la vuelta, como por arte de magia, como si supiese que ella le llamaba, mentalmente, para que no se detuviese el ritual. Tomó la botella del estante junto a la banderita, sin prisa, le sacó de un tirón el corcho y sirvió otra copa a María. La segunda.

Yo la miraba, desde la mesa que había justo al lado de la máquina tragaperras, mientras mi café cortado se iba quedando frío. Repiqueteaba con las uñas sobre la fórmica. No esperaba a nadie y nadie me esperaba. Miraba a María beber su vino de aquel vaso bajo y sucio. Veía su enorme trasero apoyado en el taburete del local, casi desbordándose por los costados. La conocía mejor que ella misma. Sabía lo que pensaba. A menudo me la había cruzado en las escaleras mecánicas.

Me tomé el café y pedí otro sin levantarme de la mesa. Mientras esperaba, la mujer del frutero se acercó a la tragaperras y soltó una moneda. No había terminado de ponerle azúcar al café cuando Manuel ya servía la tercera para María y la mujer del frutero pedía cambio de un billete de veinte en la barra.

María seguía con su ritual. Con la mente distraída, se preguntaba el por qué de todo. Pensaba en la jodida escalera. Llevaba un tiempo montada en ella. Años. Puede que siglos. Nunca llegaba a ningún sitio. Tampoco sabía si es que existía algún sitio al que llegar. A lo mejor, las cosas ya estaban bien como estaban, con sus noches de amor y odio. Con sus días de bar y vino. El mundo está lleno de cosas raras, sólo hace falta asomar la cabeza por la ventana. ¿Para qué ver más? Sigamos con el vino.

Terminé mi segundo café. Me levanté y me puse el abrigo. Fuera hacía un frío de mil demonios. En la calle aún había luces de Navidad colgando entre las farolas. ¿Cuándo pensaban descolgarlas? La mujer del frutero seguía buscando tríos de ciruelas y campanas a golpe de moneda y cancioncillas ruidosas de casino barato. El trasero de María de desbordó del todo del taburete metálico. Ella también se marchaba.

La niña María salía del bar contenta y subía a su casa. Se fumaba un paquete entero de tabaco negro. Y pensaba. Y cuando pensaba era malo, pero cuando pensaba de verdad era peor todavía. No sabía si había algo que la hiciese feliz. Todo a su alrededor le producía absoluta infelicidad, incluso las cosas que la hacían feliz, como el vino. Estar sola, sin ella saberlo, se había convertido en su mayor felicidad. 

Tumbada en su sofá de ante azul oscuro, algo roñoso pero cálido, echaba algo de menos, unas manos que la recorriesen, un aliento que saborear. No es que no lo tuviese, pero digamos que las manos que la recorrían y el aliento que la envolvía a veces no eran la medicina que ella deseaba, y además duraba poco. Echaba de menos el sexo sin contratos, el cuerpo de un hombre caliente, de un animal que la hiciese mujer a embestidas y jadeos.

Sí, la niña María había probado el compartir su vida con alguien. Hacía tiempo. No mucho. El suficiente como para que la añoranza se apoderase de ella tras la tercera copa de vino. La niña María se cansó de ser amada en el modo como la amaban. Se cansó de que la desearan, después de todo. Del deseo obligado, del deseo sin mirarse a la cara. De la rutina del no tener nada que decirse. Del mirar sin ver y del oír sin escuchar. La niña María tenía pánico de convertirse en lo que era.

jueves, 26 de septiembre de 2013

Naranjas de la China: Ser mujer en China



Nací en China y soy mujer. Mi nombre no importa. Soy bonita. Tengo el pelo largo y negro y los ojos oscuros y brillantes. Siempre he sido buena estudiante, porque mis padres han insistido mucho en que los libros eran lo más importante. En la escuela tenía muchas amigas y, aunque fuera de ella apenas nos veíamos, compartíamos muchas horas diarias juntas. 

En el instituto, tener amigos era más difícil. Todos los días empezábamos a las siete y terminabamos a las diez de la noche. Solamente parábamos un par de horas a mediodía y otra hora por la tarde para cenar. Muchos sábados y domingos también debíamos ir a clase. Era una rutina durísima. Madrugar, ir a clase, comer, volver a clase, cenar, volver a clase, marcharse a casa muy tarde. Y vuelta a empezar. Así pasé mi adolescencia. Nada de ir al cine o a pasear con los amigos. Nada de novios, como las chicas occidentales. Solamente matemáticas, lengua, química... Los profesores decían que era muy buena estudiante, que se me daban bien las lenguas. También decían que se me daban bien las matemáticas, "a pesar de ser una chica".

La vida se volvió más fácil cuando fui a la universidad. Había menos presión, porque el objetivo ya estaba conseguido. Ir a una buena universidad es lo único que preocupa a los adolescentes chinos. La competencia es feroz y sólo los mejores lo consiguen. Esto es un país comunista. Aquí poco importa que tus padres tengan mucho dinero. Eso cobra importancia después, con el tiempo. 

En la facultad todo es más fácil. Estudias lo que quieres y el ritmo es más tranquilo. Los profesores no te dan tanto la paliza y te dejan más a tu aire. Mis padres no me dejaban a mi aire, a pesar de que había ganado algo de libertad tras haberme mudado a la residencia de la facultad. Seguían insistiendo en que estudiase. 

Yo me empecé a fijar en un chico de clase que me gustaba. A veces íbamos al centro comercial con otros compañeros, nos comíamos una hamburguesa y hablábamos de nuestras cosas. Nunca hubo nada más que miradas y sonrisas. Alguna vez me cogió de la mano. Eso es todo. En China, el contacto físico no es algo que surja de manera natural. Se guardan las distancias durante mucho tiempo hasta que se conoce bien a la otra persona. 

No sabría decir si llegué a enamorarme de él. No sé bien lo que es el amor. Solamente puedo decir que llegó un momento en el que me pasaba el día pensando en él y que me ponía muy nerviosa cada vez que él estaba cerca. Por suerte o por desgracia, dejamos de vernos en cuanto terminamos la carrera. Él regresó a su ciudad, que se encontraba a trescientos kilómetros de la mía. Para entonces, yo tenía ya veintidós años. 

Encontré un trabajo en una escuela elemental. Me gustan los niños, así que era el trabajo perfecto. Yo les enseñaba a escribir y ellos me pagaban con juegos y sonrisas. El sueldo no era ninguna maravilla, pero yo había vuelto a vivir con mis padres, así que tampoco es que necesitase más dinero. Aquella época fue buena, yo iba cada día a la escuela, hacía mi trabajo, regresaba a casa y mi madre me tenía lista la cena. Algunos fines de semana, iba a ver a una amiga que vivía en una ciudad cercana, íbamos de compras y a pasear. No me importaban demasiado los chicos y ya no pensaba tanto en mi antiguo compañero de facultad. Así estuve dos años, hasta los veinticuatro.

Entonces, mis padres se empezaron a poner nerviosos. O me casaba pronto o se me pasaría el arroz. Como yo no tenía novio -y la verdad, no me importaba- ellos se esforzaron en encontrar a alguien para mí. Unos amigos suyos tenían un hijo soltero que también debía casarse cuanto antes. Tenía veinticinco años y trabajaba en una fábrica de productos plásticos. Una noche, mis padres me dijeron que me presentarían formalmente al hijo de sus amigos. Yo no dije nada, asentí y volví a mi cena.

Recuerdo el día que nos conocimos. Pensé que no era guapo, que no me gustaba. Obviamente, no lo dije. Además, era más bajito que yo y empezaba a tener barriga. Pero, como daba igual lo que yo pensase, empezamos a salir. Lo habitual era dar paseos de la mano. De vez en cuando, si nadie nos veía, me daba un beso en los labios. A mí no me gustaba, pero eso era lo de menos.

Estuvimos dos meses saliendo. No hubo sexo. Eso es cosa de las mujeres occidentales. La mayor parte de las mujeres chinas esperan a estar casadas o, al menos, comprometidas. De todos modos, yo no quería tener sexo con él. Ni sabía. A veces notaba que él se ponía extraño después de darme un beso, que su cuerpo reaccionaba de manera... rara.

Mis padres y los suyos organizaron una cena. El propósito era formalizar nuestra relación con un compromiso. No nos preguntaron. Simplemente lo hicieron y a nosotros nos tuvo que parecer bien. Antes, mis padres se habían asegurado de que él tenía un piso y dinero ahorrado para comprarme las joyas de la boda. Su piso no era una maravilla, así que tuvo que comprometerse a arreglarlo y redecorarlo a mi gusto. Me compró unos pendientes de diamantes y una gargantilla a juego. También me compró pulseras y el anillo de pedida. Tuvo que dedicar los ahorros de su vida -y un enorme préstamo bancario- en alhajas para su prometida, y su tiempo en reformar la que sería nuestra casa.

Ahora, ya comprometidos, teníamos vía libre para acostarnos juntos. Generalmente, él se colocaba encima, me besaba, me tocaba y me hacía el amor -o algo parecido- en un tiempo récord. Yo lo vivía con relativa indiferencia. Jamás he tenido un orgasmo, ni sé lo que es, así que tampoco sabía pedirlo y, francamente, dudo que él hubiese sabido dármelo. 

Fueron también nuestros padres quienes decidieron la fecha de la boda, que se celebraría en unos pocos meses, en el Día Nacional de China. Luego, mis padres insistieron en que dejase mi empleo, pues debía dedicarme por entero a los preparativos de la boda. Y así, entre flores, música, vestidos, tartas nupciales y fotos, pasaron aquellos meses.

El día de la boda fue bonito. Yo estaba feliz, a pesar de no haber elegido ni a mi futuro marido, ni la fecha, ni siquiera el vestido o el color de las flores. Me sentía hermosa como una reina. 

Fuimos de luna de miel a Hainan. Pasamos una semana en la playa pero no tomamos el sol. Eso es cosa de occidentales. Yo llevaba un bañador rosa y un sombrero para protegerme del sol. Dimos paseos por la orilla cogidos de la mano. Tuvimos sexo común.

En diciembre, me enteré de que estaba embarazada. Nunca habíamos puesto medios para evitarlo, él siempre se corría fuera. Una vez casados, empezó a hacerlo dentro. No era una sorpresa, pero sí una gran noticia para la familia. Mis padres no cabían en sí de gozo. Su hija, que hacía un año era una solterona sin futuro, ahora sería madre, que es lo máximo a lo que puede aspirar una mujer. 

Durante mi embarazo, no me dejaron hacer prácticamente nada. Mi madre y mi suegra escogieron los muebles y la ropa para el futuro bebé. Como no sabíamos si sería niño o niña, había cosas de todos los colores. No se puede conocer el sexo del bebé antes de que nazca. Muchas niñas terminan en abortos provocados.

Tuve mi bebé en agosto del año siguiente. Felizmente, era un niño. Un niño sano y precioso. Yo sólo quería cogerlo y estrecharlo entre mis brazos, oler aquella piel suave. Pero ahora empezaría elZuo Yue Zi” que literalmente significa “sentada todo el mes”. 

Así pues, en China, las mujeres llevan una vida un tanto especial tras el parto. No pueden salir de casa durante un mes, no pueden ducharse hasta pasadas dos o tres semanas. Deben comer exclusivamente lo que les haya dicho el médico. No pueden ver la televisión, ni utilizar ordenadores u otros aparatos. Deben llevar un calzado especial e ir todo el día en pijama. Las sábanas de la cama no deben cambiarse, aunque el bebé se haya meado o haya vomitado en ellas. Lo único bueno del "Zuo Yue Zi" es que no tenía que limpiar ni cocinar.

Lo pasé mal. Tenía el pelo sucio, sólo podía lavarme el cuerpo con un paño. Estaba cansada de estar todo el día en casa. Hacía calor y yo quería salir a pasear. Mi suegra me tenía todo el día vigilada. "No hagas esto", "Come lo otro".

Para el bebé, las cosas no eran mejores. Debía dormir siempre boca arriba. Si se movía, lo volvían a colocar en aquella posición. Apenas me dejaban estar con él, sólo para darle el pecho y para dormir. El resto del tiempo estaba en brazos de mi suegra o de mi madre. No es común ponerle pañales a un bebé tan pequeño. Había que limpiarle a menudo. Junto a la cama, siempre tenía un ramillete de esparto para "espantar a los malos espíritus".

Cuando se cumplió la baja por maternidad, mi marido y yo abrimos un negocio, una tienda de ropa en el centro. Tanto estudiar para acabar vendiendo camisetas. Se supone que soy feliz. Debo serlo. Tengo lo que cualquier mujer china desea: un marido, un empleo y un hijo. Cada día me levanto a las siete. A las ocho abro la tienda. Mi madre cuida de mi pequeño mientras trabajo. Mi marido sigue saliendo a pasear conmigo de la mano. Se supone que soy feliz.

domingo, 22 de septiembre de 2013

CON LO TUYO Y CON LO MIO... (por Desirée Ruiz y Klara Montag)



Las cosas de Sophie


"Todo esto lo escribo desde la desazón y la desesperanza de saberte, de existirte, y de no tenerte. De antenas, y de azoteas y de polución roja en nuestros tejados tan cercanos. Ya, sino digo que no. A todo digo que sí, desde que nos cruzamos.
 
Hace tiempo, demasiado tiempo, que me pongo a pensar en mis veintipocos contigo, y en números redondos llevo toda la vida queriéndote. He dicho números redondos.
 
Creo que no es amor, creo que es adicción a tu piel, a tu olor, a tu sofá, a tus espejos, y a tus secretos. Y si es amor... hagamos como que no.
 
Ahora, me dices que ésta es la buena, la de verdad,que ahora ya no hay fantasmas, que todo está curado. Pero sabemos que es mentira. Que sí. Que lo sé. Sabemos que te vas a girar y vas a volver a caer. Da igual el castigo.
 
Estoy enamorada de ti. ¿He dicho antes que no era amor? El pasado no importa. Esto es así desde el principio. Desde antes de todo. En números redondos.
 
Quererte es lo más parecido a estar sola.

Tú a tu edad y yo a la mía y nos veamos donde nos vemos.  A estas alturas si no nos queremos... debemos de dejar de follarnos, ¿no crees? Seguramente. Ya veremos.

Ya no hay caras tristes en el asfalto, ni nada, ni carreras, ni secretos, ni cenas, ni altibajos, ni idas en carroza, ni besos en los baños, no.. de eso ya no.
 
A tu edad y a la mía, si eso ya no está, ya no queda nada. Ya no hay verde. 

En esta carta hay tantas incoherencias como en tus besos, como en tus palabras.

Si quieres nos podemos tocar un rato, por aquello del relax, que ya es tarde y siempre nos ha costado mucho conciliar el sueño...."


Las cosas de Daniel



"¿Qué es lo que haces? Veo tu silueta en la ventana. Bueno, a lo mejor no eres tú, pero eso es lo de menos. 

¿Quién eres ahora? ¿Has cambiado? Sí pero no. Ya lo sé. Como todos. No deberías tomar tanto café. Mira lo que pasa... las tantas de la madrugada y tu ahí, despierta. Ya. Yo también estoy despierto, pero no es por el café, aunque hoy me he tomado tres. 

Venga, gírate, quiero verte bien. ¿Qué dices? ¿Que no eres tú? Bueno, maldita sea, ya te he dicho que eso no importaba. Haz el esfuerzo. Hazlo por mí. Yo haré lo que me pidas, aunque puede que entonces necesite más café.  

Qué más da. Esta noche ya la doy por perdida. Igual que la de ayer, cuando creí verte entre la gente. Yo te saludé y tú pusiste cara de sorprendida. Vale, no eras tú, pero podemos obviarlo. Hoy también podemos. 

Déjame ver tu pelo y tu cara. Asómate. Estoy aquí. No, maldita sea, no hagas eso, no cierres las cortinas. No me hagas volver a la cama si tú ya no vas a estar.  Está bien. 

Sí. He vuelto a pensar en ti mientras me masturbaba. No es lo mismo, lo sé. Nada es comparable a tu seda y a tu miel. Supongo que me perdonas. Sabes que lo haré de nuevo. 

Buenas noches. Mañana volveremos a vernos, tú y yo, donde quiera que me apetezca imaginarte."

  * Escrito en colaboración con Desirée Ruiz

domingo, 8 de septiembre de 2013

Shelly pornostar





- Cómete los cereales, Marta. No te lo pienso repetir.
- No tengo hambre...
- Me da igual que no tengas hambre. Tienes que desayunar y vamos a llegar tarde. No me hagas enfadar. Termina de desayunar de una vez y lávate los dientes, hazme el favor.

La mirada azul de Marta se perdía en el constante ir y venir de la cuchara dentro del tazón de desayuno de loza. Tenía demasiado sueño como para comer nada. Fuera aún era de noche, hacía frío y ella quería seguir acostada en su cama blanda, entre aquellas sábanas rosas que olían a fresa y a golosinas.

No debían haber pasado más de cinco minutos cuando, de pronto, le retiraron el tazón de delante y la arrastraron al baño. Se vio a sí misma en el espejo, con el cepillo de dientes en una mano. Se cepilló los dientes lentamente, sin energía, mientras su madre se recogía el cabello en una coleta. Nunca se maquillaba, su madre. No era como las otras madres de la escuela, que tomaban café juntas después de dejar a sus compañeros en la puerta del colegio. Ella siempre se marchaba muy deprisa porque tenía que trabajar. Trabajaba todo el día para que a ella no le faltase de nada. Marta era una niña, pero era consciente de esto.

- Marta, por favor, date prisa. Todos los días igual... No vas a quedarte más a ver la tele hasta tan tarde. Luego no hay quien tire de ti por las mañanas. 

Escupió la pasta de dientes y fue al dormitorio a ponerse la cazadora, aquélla de color azul oscuro que le había regalado su abuela por Navidad. Cogió la mochila, que estaba tirada en el suelo debajo del escritorio blanco.  Su madre le ayudó a ponérsela y poco menos que la arrastró a la puerta de la entrada mientras iba apagando luces y cerrando puertas a su paso.

En el coche siempre le entraban más ganas de dormir, aunque no le daba tiempo, porque la escuela estaba a tan sólo diez minutos de casa. Además, su madre siempre ponía la radio demasiado alta. Qué sueño tenía. Lo último que le apetecía era empezar aquel miércoles oscuro escuchando a la señora Fay hablar de sus ecuaciones de primer grado. No le gustaban nada las matemáticas y tampoco le gustaban las mañanas, así que la combinación era de lo menos apetecible.

- Venga, -dijo su madre- luego vendré a buscarte y te llevaré a merendar. Ahora tira a clase. Corre que te cierran las puertas. 

Marta sintió el ruidoso beso de su madre en la mejilla, así como el frío fuera del coche, la noche matinal y la pereza más absoluta. Luego vio el vehículo alejarse y se dio la vuelta para entrar en clase, pues no le quedaba otra alternativa.

...

Se hacía llamar Shelly. Tenía el pelo largo y rubio, pero natural. Los ojos eran preciosos, aunque con aquel cuerpo escultural, digno de una diosa griega, pocos la miraban a los ojos. Era algo pecosa y, a pesar de sus treinta y dos años y de sus pechos operados, conservaba un aspecto casi adolescente.

Marc Cooper la había llamado la semana anterior para que fuese a firmar los papeles del nuevo trabajo. Cada vez trabajaba más y cobraba menos. Había mucha demanda de mujeres de su edad, especialmente en su género, pero las de veinte seguían llevándose el primer premio. Necesitaba el dinero para pagar el alquiler, las facturas, la comida y la educación de su hija. Firmó el nuevo contrato y fue a hacerse las pruebas médicas. Si todo iba bien, el rodaje empezaría en diez días. Ya había rodado más de doscientas películas, muchas de ellas con la misma productora, y conocía a casi todos los actores con los que compartiría planos. Quien más y quien menos ya había eyaculado en algún lugar de su cuerpo en alguna ocasión.

El ginecólogo le tomó muestras de flujo vaginal, de sangre y de orina. Le palpó los senos y examinó su interior con un espéculo. El instrumento estaba tan frío que, al introducirse en su vagina, le provocó una contracción involuntaria. La exploración fue bastante rápida. El médico le dijo que le enviaría los resultados en dos días.

...

Todos hablan de Shelly Lamour. Es un tema candente y aparece en los periódicos. Su fama es mundial, ha rodado muchas películas en Europa, con los grandes del género. La reina del porno duro, del fetish, del sexo anal. En la última convención, celebrada en Los Angeles, fue premiada por su trabajo en la película Big Gang Bang

...

- Siéntese, por favor.
- Pensaba que me enviaría los análisis a casa. 
- Me temo que la cosa es demasiado seria como para poder explicarle por teléfono.

El doctor se sentó, carraspeó y cogió los papeles que había sobre la mesa. Shelly se sentó, nerviosa.

...

Todo el mundo habla de Shelly por televisión. Algunos se sorprenden y otros no. Algunos culpan a la industria del cine porno. Otros culpan a la propia Shelly. Hay quien cree que sus padres no supieron darle una buena educación. Se habla de SIDA. Un médico alerta por la radio de los peligros del sexo anal. Un predicador de Omaha asegura que es un castigo divino, que Dios no permite la promiscuidad ni los vicios. Que la sodomía es un pecado horrible. Que Shelly está en el infierno.

...

A Marta no le gustan las matemáticas. Le gustan las manualidades. Le gusta correr en el recreo con sus amigos. Le gusta la música. Su madre trabaja duro para que ella tenga de todo. Su abuela también se preocupa por ella. Y ella quiere mucho a su abuela, y a su madre. 

... 

Marta ya no es Marta. Esta madrugada ha muerto de sífilis en un hospital de Santa Rosa a la edad de treinta y cinco. A su hija sí le gustan las matemáticas.