domingo, 29 de diciembre de 2013

Niñas Raras. Capítulo siete: Cosas que pasan



Me planté en la puerta de su casa. A veces, cuando tenemos miedo, acudimos a personas a las que normalmente no recurriríamos. Hacemos cosas que de otro modo no nos habríamos planteado. Yo estaba aterrorizada. Y sola. Muy sola desde que él se marchó a Roma después de hacerme creer que podría recuperarle.

Y así, sin saber muy bien por qué, acabé frente a mi madre después de dos años sin hablar con ella. Había estado escuchando muchas cosas acerca de su mala vida.  La mayoría eran verdad. Que mi madre bebía como un cosaco no era ningún secreto. Que fumaba como un carretero, tampoco. Que ya no se respetaba a sí misma era obvio. Dejó de hacerlo el día en que nos abandonó a papá y a mí. El día en que decidió que su autocompasión y su victimismo era más importante que nuestra felicidad. 

No es que fuese mala persona, mi madre. Pero tampoco era buena. Si yo la quería o no supongo que explica por qué me hallaba bajo el dintel de aquella puerta de madera oscura, balbuceando una palabra que hacía tiempo había borrado de mi lenguaje, con las manos en los bolsillos del abrigo rojo y el orgullo extinto.

-Mamá.

Lo dije sin mirar su cara redonda y ajada por los años y el vino, sin atreverme a ver su expresión de sorpresa, sin dejar que el cuerpo me traicionase en algún intento de abrazo, de lágrima o de sonrisa. No sé cuánto tiempo pasó, quizás fuesen tan sólo unos segundos, pero se antojaron largos minutos de incomodidad mutua entre el rellano frío y el vacío de dos almas demasiado semejantes.

La gente del barrio la conoce como la niña María. Dicen de ella que es débil, que sucumbe fácilmente a todas las tentaciones que la vida le coloca en el camino. La gente la mira con desprecio cuando se emborracha en plena mañana y sale tambaleándose del bar, camino a quién sabe dónde. La señalan con el dedo. "Ésa, ésa es la que abandonó a su propia hija". Qué sabrán ellos, pienso yo. Si alguien puede juzgarla soy yo, pero no he venido a eso. Tampoco he venido a fumar la pipa de la paz. Yo ya no tengo cuentas pendientes con mi madre. Qué más da lo que hizo, lo que dijo... Qué importa en qué se ha convertido. No tengo ganas de resolver lo irresoluble. 

La niña María me invita a pasar con un gesto. Entro lentamente, con las manos aún en los bolsillos. Huele a vino y a nicotina y lleva puesto el abrigo dentro de casa. El piso está sucio y hace frío. Supongo que por eso va con el abrigo, aunque puede que haya alguna razón menos lógica que tampoco me interesa saber. Hay ceniceros por todos lados. Siempre ha fumado un montón. Cuando era pequeña, recuerdo que me cogía en brazos sin sacarse el pitillo de la boca y me llegaba todo ese humo maloliente que yo trataba de apartar de mi cara. Siempre asocio el olor del tabaco con mi madre.

Mi madre, extraña manera de llamarla. Se sienta en el sofá sin ninguna elegancia en sus movimientos y me invita a acompañarla dando una palmada al cojín con la mano ancha. Con las piernas medio separadas y los codos apoyados en las rodillas, se enciende un cigarrillo y espera que yo diga algo. No sé si ha sido buena idea venir aquí, pero intuyo que no tardaré en comprobarlo.

-Mamá, ¿cómo estás? -Digo, sin mucho interés, para romper el hielo.

Es obvio que no está bien. Vive sola en un piso que seguramente ha conocido tiempos mejores y está ebria a horas en las que la gente solamente bebe café.

-Bien. Como siempre. -Dice sin mirarme y sin dejar de dar caladas al cigarrillo. 

Qué va a decir. Un día se la comerá su propio orgullo.
 
-¿Estás bien en este piso? -Pregunto mirando a mi alrededor con un gesto de hastío.
-Sí. Estoy bien. -Hace una pausa y se excusa. -Este piso, bueno, no es que esté mal, es que no limpio mucho. Si me hubieses avisado de que ibas a venir...
-No tengo tu teléfono. -Suelto sarcásticamente.

-Bueno, no tengo teléfono. Tenía, pero me lo han cortado. Pero, bueno, no sé, es igual, supongo. Tampoco me llamaba nadie.

Le da una calada tan grande al pitillo que prácticamente lo consume entero. Echa el humo por la nariz y mira al suelo. También yo miro al suelo sucio, y cuento inconscientemente las manchitas de las baldosas. Esto no está saliendo como yo esperaba.

-Vale. Mira, no he venido aquí a hablar del piso.
-Ya. No sé que quieres, pero si es dinero, ya te he dicho que me han cortado el teléfono, así que...

Levanto la mirada en un gesto dolido, con las cejas arrugadas y el labio superior ligeramente levantado.

-¿Cuándo te he pedido yo dinero? -Espeto, indignada. -No me hagas hablar de quién pide dinero a quién... -Digo mientras gesticulo con las manos y la miro con rechazo.

La niña María apaga la colilla y me mira fijamente.

-Bueno, a ver... ¿a qué has venido? Tengo cosas que hacer, aunque no lo parezca...
-¿Sabes qué? Da igual. -Digo, molesta. -Ya me las apañaré solita. No creo que sea difícil hacerlo mejor que tú, después de todo.

Me levanto del sofá de un brinco, furiosa. Mi madre me mira con los ojos vidriosos, pero no dice nada porque sabe que es verdad. Sabe que ha hecho las cosas mal. Otro asunto es si se arrepiente o no. Supongo que sí, pero su orgullo le impide aceptar sus errores para poder empezar de nuevo. La vanidad le ha traído aquí, al último rincón de su indignidad. 

Ella, que tenía un futuro tan prometedor en el mundo del espectáculo. Ella que cantaba en los bares más selectos de Madrid y embelesaba a los hombres con sus escandalosas curvas y su voz sensual. Ella que enamoró a tantos y terminó casándose con uno al que no amaba, con uno que pagaba las facturas mientras a ella se le consumía el alma. Mi madre, que se quedó embarazada sin desearlo, que trajo al mundo una niña sin estar preparada para asumir su responsabilidad. Mi madre, que siempre nos culpó a mi padre y a mí de su infelicidad, y que se largó una noche a hurtadillas, como una maldita cobarde.
 
No puedo con esto. Me supera. Creí que podría y me equivoqué. La dejo ahí sentada, sobre su gordo culo egoísta, y salgo dando un portazo. ¿Por qué tiene que ser así? Es imposible hablar con ella. Jodida perdedora que sólo mira por sí misma. Estoy tan cabreada que no pienso en usar el ascensor. Bajo las escaleras del edificio pisando cada escalón con fuerza, rebañando la barandilla con la palma de la mano helada. Quién me mandaría venir aquí. La conozco bien y ya me he llevado bastantes bofetones de realidad con ella. 

Se me están nublando los ojos. ¿Por qué quiero llorar? No dejo nada ahí arriba. No la quiero. Y ella no me quiere a mí, no me ha querido nunca. Vale, rectifico. Sí tengo cuentas pendientes con mi madre, pero ella no quiere ni verme. Prefiere regocijarse en su propio charco de desconsuelo y ser una mártir. Me hace sentir mala persona, joder. No la abandoné yo a ella. Alcanzo el principal con tanta mala leche que se me atoran los pensamientos. Se mezcla la rabia con una tristeza que me embarga de pies a cabeza. Suelto la barandilla y me seco la mejilla ardiente con el dorso de la mano. Un escalón me traiciona. No. No puede pasarme esto ahora. 

Ruedo hasta el portal como un saco de sentimientos rotos. Me duelen las costillas, pero me duele más el alma. No puedo mover la pierna izquierda. Todo se oscurece. No sé cuánto rato pasa. Entreabro los ojos y veo una cara borrosa. Trato de enfocar y no lo consigo. Oigo fuera una sirena. Alguien me pasa un brazo por detrás de la cabeza y me pregunta si estoy bien y yo sólo acierto a contestar:

-Mi niño...


jueves, 19 de diciembre de 2013

Los patriotas sin bandera





En el año 2001 fui por primera vez a Grecia. Sólo tres días antes de que saliese mi vuelo con destino a Atenas, las Torres Gemelas se estrellaban contra el asfalto de Nueva York. Olympic Airways me llamó para saber si quería cancelar mi vuelo dada la histeria general y el pánico global que había sembrado el ataque. Llevaba un año planeando el viaje y decidí que, si tenía que pasarme algo malo, prefería estar disfrutando de mis vacaciones en lugar de estar encerrada en mi casa.

¿Por qué tanto empeño en ir a Grecia? Yo estudié griego antiguo durante algún tiempo, traduje como pude textos de Jenofonte, de Eurípides, de Aristófanes... aprendí a amar la cultura helena, su mitología, su historia. No son unos cualquiera, los griegos, por mucho que los alemanes lo intenten. Pioneros en las artes y en las ciencias, nunca osaban separarlas. Las matemáticas o la astronomía no son nada sin la filosofía.

Debemos a los griegos el concepto, tan pervertido ya, de democracia. Hablamos griego a diario. Hasta este punto, ya has leído unas cuantas palabras en griego (pánico, histeria, filosofía, astronomía, matemáticas, helena...). Además, Grecia es un país mediterráneo, como el nuestro, repleto de pueblos de pescadores en los que se come de maravilla y donde la gente es hospitalaria y apacible.

Recuerdo lo emocionante que fue la primera vez que subí al Partenón, después de haber visto tantas fotos en clase de historia del arte, de haber leído tanto sobre su historia... Y recuerdo pasear por el Plaka, el barrio antiguo que lo rodea. Y sentarme junto al templo de Hefesto, viendo el ágora y pensando que por allí mismo han pasado grandes filósofos y artistas...



Después, he vuelto a Grecia dos veces más. Parece mentira que en un país tan pequeño haya tanto que ver. Miles de islas preciosas, por ejemplo. Entre las cosas que guardo en la memoria, noches de estrellas y cantos de cigarra en la isla de Ulises, Ítaca. Pero no solamente hay playas, en Grecia. Delfos, Epidauro, Micenas, Olimpia, Corinto, Esparta, Argos, Nauplia... Cada pequeño lugar esconde una historia milenaria, a veces mítica, a veces real.



¿Y a qué viene todo esto? Veréis, es que leo y leo como Grecia se va a la mierda. Veo como el barrio de Metaxourgeio por el que una vez paseé alegremente, es la arena donde los ciudadanos luchan contra el sistema como pueden. Veo como la Plaza Syndagma se llena de botes de humo y pelotas de goma. Veo como mi amigo Giorgos cierra su maravillosa posada en Nauplia, en la que me alojé cada vez que visité su hermoso país, porque le ahoga la crisis y los turistas no quieren ir a una Grecia hambrienta, a una Grecia en paro, a una Grecia sin esperanzas. Y me da pena. Mucha.




Y pienso... yo no soy griega. ¿Qué más me da? Pues me da. Porque España es otra Grecia sin rumbo y porque, como ya sabéis, no soy amante de las banderas, ni de los himnos ni de las fronteras. Pero amo la tierra y la cultura. Que no veáis una bandera de España ni una senyera colgada en mi balcón no significa que no eche de menos la Cala d'Aiguafreda, o la Puerta del Sol, o la Plaça del Diamant, o el Albaicín. No implica que no disfrute de una paella y de los churros con chocolate. Quizás me equivoque, pero creo que eso es justamente ser patriota. ¡Vaya, otra palabra griega!


1. Patriotismo: sentimiento que tiene un ser humano por la tierra natal o adoptiva a la que se siente ligado por unos determinados valores, cultura, historia y afectos. 

2. Chovinismo:  creencia narcisista, próxima a la paranoia y la mitomanía, de que lo propio del país o región al que uno pertenece es lo mejor en cualquier aspecto.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

La Navidad de Mr. Scrooge




Por segunda vez, voy a perderme las fiestas navideñas. Y sí, las voy a echar de menos. Jamás pensé que diría esto, teniendo en cuenta que yo era de las que, al llegar el quince de diciembre, deseaba con todas mis fuerzas que fuese quince de enero. 

Cuando empecé a estudiar en la universidad, trabajaba en una compañía aérea, así que me perdía las fiestas porque me tocaba trabajar el día de Navidad, el de Año Nuevo... Un tiempo después trabajé en una tienda, bueno, trabajé en varias tiendas. Y ahí fue cuando empecé a odiar de verdad la Navidad, que entonces suponía jornadas interminables, poco tiempo libre para celebrar nada y, lo peor de todo, la campaña de rebajas que empezaba justo después de las fiestas. Luego empecé a dar clases y, por fin, volví a tener vacaciones de Navidad, como cuando era pequeña. Por desgracia, nunca fui funcionaria, y trabajé la mayor parte del tiempo en la escuela privada, con lo que tener diez días libres suponía cobrar diez días menos a fin de mes. 

Ahora vivo en un país en el que Navidad es como un ficus, nadie le hace ni puto caso. No es su fiesta, no son cristianos ni lo han sido nunca. Tienen sus propias fiestas en épocas del año extrañas, cosas del calendario lunar... El caso es que, por una razón u otra, las Navidades me esquivan todos los años. Tengo una relación de amor-odio con el cumpleaños de Jesús.

Este año en el que el mundo no se ha terminado, aunque la civilización parece que está en el camino, habrá muchos que deseen, como yo, que sea quince de enero, o mejor aún, de junio. Habrá muchos que no podrán comprar tantas tabletas de turrón como para que duren hasta mayo. Habrá muchos que no puedan regalar a sus hijos lo que indica explícitamente la carta a los Reyes Magos. Habrá muchos que no tendrán ganas de cantar lo de los peces borrachos -¿o sedientos?-, ni de tocar la zambomba, ni de hacer cagar al tió, porque, hay muchos que ni siquiera saben dónde pasarán la Navidad, ni en qué circunstancias.

Yo sé dónde la pasaré. Estaré en mi pequeño piso de mi pequeña ciudad china, viendo "Qué bello es vivir" mientras me tomo un Rioja a la salud de los míos que, por suerte, aún tienen para comer turrón, aunque sea de marca blanca. Ojalá estuviese con ellos, sin importar lo que haya en la mesa, sin importar si ese jodido gordo de la barba se pasa por el barrio o no, sin importar más que el hecho de estar juntos, que, al fin y al cabo, de eso va la Navidad, por mucho que nos quieran vender la moto los de Freixenet.

Estas son las Navidades de la crisis, un tanto amargas, un tanto frías. Son las Navidades de Mr. Scrooge. Hasta la Navidad nos la han recortado. Sí, joder, esos señores que nos "representan", malas copias de un Grinch realmente malvado.

Al señor Scrooge no le gustaba la Navidad. Le parecía una época hipócrita en la que la gente malgastaba su dinero y su tiempo. No tenía a nadie que le amara. Luego llegaron sus fantasmas y terminaron por convencerle de que la Navidad no tiene por qué ser así, que si nadie le amaba, podía amar él a los demás. Si yo puedo celebrar mi navidad en China, sin mi familia, sin turrón de Suchard ni mi tradicional borrachera de cava, es que no está todo perdido. 

Desde China, felices fiestas a todos, a mi familia, a mis amigos, a mis amantes y a los benditos fantasmas del señor Scrooge.

martes, 10 de diciembre de 2013

Algo viejo, algo azul


 
Llevo puesto un vestido de trescientos euros y me pesa la cabeza. La peluquera se ha pasado dos horas levantando una especie de moño imposible con mis pelos lacios. Con paciencia, muchas horquillas y dos aerosoles de laca extra fuerte, el nido de cigüeña que llevo sobre mi cabeza debería aguantar hasta la semana que viene, aunque yo sé que se desmontará en cuanto suene la primera sevillana y mi tío me saque a bailarla.

En el minúsculo bolso he metido unos parches para las ampollas que a buen seguro me harán estos malditos tacones. También llevo el delineador de ojos y el móvil. Con lo que me gustan a mí los bolsos grandes donde llevar montones de cosas inútiles entre las que nunca encuentro lo que busco...

Delante de mí, pasean los camareros con bandejas de cosas suculentas que no debería probar a no ser que quiera que la cremallera del vestido reviente ante la atónita mirada de familiares y completos desconocidos. No siempre son dos categorías distintas. Estiro el brazo para coger una de esas salchichas pequeñitas rodeadas de bacon. Están muy vistas, sí, pero siguen siendo un clásico en las bodas. Sujeto con la otra mano una copa de vino blanco espumoso muy frío. Me resisto a tomar asiento, este vestido es demasiado estrecho, tengo las tetas tan levantadas que no me veo los pies. Me apoyo en una escultura junto a la escalinata, intentando pasar tan desapercibida como sea posible, a pesar de mi peinado y de mi escote.

La gente come y habla sin descanso. A la tía Raquel la han sentado en una sillita porque está mareada, dice. Lo que lleva es la cogorza de su vida. Yo también suelo marearme mucho los viernes y sábados por la noche, no te fastidia. Mientras mi madre la abanica con un menú, la tía Raquel maldice el calor. Ya se sabe que en abril, Galicia es como el mismo Sáhara.

Voy a tomarme otra copa de vino. ¿Y el camarero? Lo encuentro flirteando con Eva. ¿O es al revés? Qué más da, en cualquier caso, el tipo no está a lo que tiene que estar. No quiero separarme de la escalinata, porque sé lo que pasará en cuanto me acerque al bufé. ¿Todavía se dice eso de "¡Jefe!"? No, creo que no. Bueno, mi padre lo dice, pero claro, si vamos a tomar a mi padre como modelo lingüístico evolutivo acabaremos por aceptar que "Pregúntale a tu madre" es lo último en neologismos.

Opto, pues, por una especie de chasquido que, en un principio, me queda un poco suave, por lo que debo repetir el ruidito varias veces para conseguir que el camarero aparte la vista del canalillo de Eva y me mire, con gesto de fastidio. Le señalo mi copa vacía para que me traiga otra. Como tarda una centuria, me como medio plato de jamón ibérico, llevando cada fina loncha a la boca a golpe de lengua. Mi copa ya está aquí. Doy gracias a San Albariño por poder seguir emborrachándome y sigo con el jamón.

Desde detrás, alguien me toca el hombro en una serie de insistentes golpecitos que me sacan de quicio. Me doy la vuelta con la boca llena de jamón. Mi madre me dice que ya toca ir a hacerse la foto con los novios. Uy, sí, qué momento. Me trago la bola de carne que se ha hecho en mi boca y noto como baja por mi garganta con cierta dificultad. No creo que el jamón ibérico deba degustarse así. Vacío la copa de un trago para ayudar a bajar ese bolo alimenticio que me atora el esófago mientras mi madre me arrastra del brazo a través de la gente. 

Siempre supe que mi prima se casaría vestida como una tarta de nata. Yo la veía enfundada en una nube de tul decorado con lazos, rosas y brocados. La veía como una especie de piñata gigantesca de color blanco. Así era en mi memoria y así era en la realidad. Me gusta imaginar que debajo de esa yurta vivía una familia de mongoles al completo. El novio se agarra al brazo de mi prima, que es como un tronco, sin saber que ahora es parte de esta familia que se aviene sólo a ratos. La abuela Sofía se sujeta a éste, mientras que el abuelo Miguel hace lo que puede para que se le vea detrás de tanto volante. El fotógrafo saca varias por si las moscas. Hace lo que puede con el material del que dispone, y no hablo de la cámara.

Es mi turno. Me acerco a ellos mientras me subo el vestido para tapar un poco el mostrador. Luego me lo bajo un poco para tapar las piernas. Odio las bodas en primavera, nunca estoy bronceada. Mi prima da un leve empujón al novio para que me haga sitio entre ellos dos. Luego, me aprisionan por ambos lados. Tengo miedo de que debajo de las faldas de mi prima salga Samara Morgan. Vamos, chaval, saca ya la foto. Un par de clicks y soy libre de nuevo. ¿Y mi copa de vino? 

Alguien ha dejado una botella abierta sobre una de las mesas del bufé. Es mi oportunidad. Si no la rescato, se le escapará el gas. Es un acto de solidaridad, no de alcoholismo. Camino con cierta rectitud hasta ella, pero me cortan el paso. La tía Mónica quiere saber por qué he venido "otra vez" sin pareja, quiere saber por qué estoy soltera "aún", quiere saber por qué no me he casado "todavía". Oh, joder. ¿Y a ti qué coño te importa? No le digo eso, claro. Sería peor el remedio que la enfermedad. Le digo que soy lesbiana y sonrío. Sigo caminando hasta el vino mientras mi tía me mira con una expresión que destila intolerancia sin edulcorantes. Por el rabillo del ojo veo como arruga el labio superior. Quizás por eso no me ha preguntado por qué he venido sin mi novia. O quizás no. Cojo la botella y una copa limpia.

Mierda, la prima Eva me ha robado mi lugar junto a la escalinata. No tenía bastante con distraer a mi copero. Busco un lugar seguro donde entrar en coma etílico. ¡Bingo! Árbol libre a las tres. Voy para allá. Desde mi árbol brindo por los novios, brindo por las bodas, brindo por las salchichitas con bacon. Brindo hasta que se acaba el vino y me siento tan mareada como la tía Raquel. Es el calor, el calor tropical del norte de España. Ahora sí, ya estoy suficientemente ebria como para bailar contigo un agarrao, como para seguir bebiendo, como para soportar a mi tía Mónica, que dice que se me pasa el arroz. Yo no cocino, tía Mónica. Yo soy la borracha de las bodas, la que siempre va sola, la que nunca se viste de tarta de nata. ¡Que vivan los novios!

viernes, 6 de diciembre de 2013

Niñas Raras. Capítulo seis: La niña fría




Mi pelo es largo y rubio. A veces me gustaría que fuese incluso más largo, como el de la princesa Rapunzel, la de los cuentos. Así podría ser rescatada de mi palacio de hielo por alguna clase de príncipe que no se quedara en tibio. A menudo me veo como un alma encerrada. No hay barrotes ni cadenas, pero veo el mundo desde mi refugio. Por fuera, ojos color chocolate y piernas fuertes. Por dentro, un témpano frágil a punto de derretirse al mínimo aliento.

A mi lado duerme el niño compañero. Él es mi paraguas en los días de tormenta. Él es todo el calor que me falta. Un abrazo suyo es suficiente para templar mi ventisca. No obstante, veo su mirada amable y pienso en toda aventura que nos falta. Imagino que así es como terminan por ser siempre las cosas. La pasión es una presa que revienta, pero en algún punto el agua termina por encauzarse. No digo que no sea feliz con los pies en el arroyo, pero a veces ansío un salto.

El niño compañero me conoce bien. Sabe que me hago pequeña a veces. Sabe que, en ocasiones, soy un carámbano transparente, incrustado en mi propia frialdad. En casa, siendo una niña, la pequeña de la familia, me enseñaron a ser fuerte como la piedra, y resistente. Me criaron para ser una superviviente y se les olvidó enseñarme a llorar. Permanecía en la sombra, aislada del amor que toda familia debe ser capaz de darte. Como un niño que se cae y se despelleja las rodillas jugando en el parque, también yo sufría mis propias caídas. Entonces me levantaba. Eso sí me lo enseñaron.

Mi padre falleció hace unos meses. No sabría describir bien ese golpe. Puede que él fuese la única persona capaz de amar y comprender del todo mi transida alma. En mis brazos, él se terminaba. Detrás de mí, mi hermana veía su figura tan claramente como me veía a mí. Con la voz seca, me dijo:

-Estoy viendo a papá, Sara.
-No digas eso. Me pones nerviosa.
-Yo solamente lo digo.
-Siempre estás con lo mismo, no tiene gracia y lo sabes.
-Yo solamente lo digo. -Repitió, marcando cada palabra en su gesto irritado.

Mi hermana. Ojalá pudiese llamarla de otro modo. Yo pensaba que las hermanas eran amigas con las que crecías. Que tener una hermana mayor significaba que ella te cepillaría el pelo mientras le contabas tus miedos y le hacías preguntas sobre los chicos. La mía no es así. Es un alma ilegible. La niña sin emociones. No acostumbro a hablar de ella. No voy a hacerlo ahora. No sabría.

En mi casa, siempre me han visto débil, frágil. Me han inculcado la dureza en el carácter, pero han obviado mis sentimientos, que no se pueden barrer bajo la alfombra. De todos modos, han hecho un buen trabajo, o eso creo. Fuera de casa, la gente me ve fría, pero tan de hielo soy que a veces me derrito. Me maquillo los ojos de color gris humo y me creo a salvo, tras mi coraza gélida, de las heridas que pueda causarme la vida.

Hoy me he despertado con el alma templada. Fuera hace sol, pero en esta época del año, raro es que el sol caliente mis huesos helados. Me he puesto la sudadera gris, está vieja pero sigue siendo mi preferida. Con una taza de café en la mano, me he asomado a la ventana y he visto la vida pasar. Luego ha venido Lucas a interrumpir mis pensamientos. Lucas es mi mejor amigo. Es de color pardo y tiene los ojos verdes. A menudo se pasea con esa dignidad tan propia de los de su especie, con la cabeza alta y el paso ligero, blando y esponjoso. Me gustan los gatos, siempre he creído que en ellos viven almas atrapadas. Son inteligentes, pero no como los perros. Los perros siempre buscan compañía, necesitan del amor de otros, son dependientes. Los gatos, en cambio, pueden amarte desde la más absoluta indiferencia. No necesitan de tu compañía, aunque la valoren. A veces, cuando me siento a tejer frente a la ventana pequeña, la que está junto al radiador, Lucas me mira fijamente, como si de un momento a otro fuese a hablar. Yo le devuelvo la mirada y espero un segundo, pero nunca dice nada.

El niño compañero se levanta media hora más tarde y me da un beso suave en la coronilla, mientras me abraza desde detrás.

-Buenos días, rubia.

Yo sonrío con calidez inusitada.

-¿A qué hora es la exposición? -Me pregunta.

-Es a las doce. Será mejor que me ponga las pilas.
-¿Es en el centro cultural?
-Sí.
-¿Quieres bajar a desayunar antes? Me parece que casi no queda nada en la nevera. -Sugiere.

-Vale, pero voy a ducharme primero. 

Le doy un beso al niño y me encamino a la ducha.

A las doce menos cuarto, entramos en el centro cultural. Me saluda Marisa, la responsable de la exposición, que se nos acerca muy sonriente y cordial.

-Sara, lo tuyo está justo detrás de ese panel gigantesco. -Dice, señalando el mencionado panel con el dedo. -Luego me acerco.

El niño compañero me mira y sonríe. Por un instante, consigue derretir mi expresión glacial. 

-Qué orgulloso estoy de ti, cariño. Eres una artista. -Me dice, sonriendo.

Le devuelvo la sonrisa. No estoy acostumbrada a los halagos, a pesar de que recibo muchos por su parte. Nunca sé qué responder. Solamente sonrío y arrugo los ojos brillantes. 

En la pared frente a nosotros hay dieciocho fotografías. Todas las fotografías son de caras de personas. Las he tomado yo en el último año. Entre ellas, hay una mujer con una cicatriz que le corta la ceja y el párpado superior. Está fumando un cigarrillo. Al lado, la imagen de un hombre con la cara llena de tatuajes. Hay rostros de niños y algún anciano. Entre todas las fotos, sin embargo, hay una que atrae a los curiosos como la miel a las moscas. Esa mujer de cincuenta y tantos que sonríe en la foto, enseñando una dentadura estropeada, luce arrugas en la frente y patas de gallo. Lleva demasiado maquillaje y, a pesar de su sonrisa, todos saben que no es feliz. "La niña María" termina siendo la foto con más éxito de toda  la exposición. Imagino a María quejándose porque no he retocado la fotografía. Imagino a María acariciando la imagen con los dedos anchos y las uñas picudas, mientras bebe un vermú en copa fina, recordando tiempos mejores.

-Sara, qué maravilla. -Me dice Marisa, que aparece por sorpresa.
-Gracias. -Respondo.
-Tienes un talento increíble, no te miento, Sara. Captas los sentimientos a pesar de las máscaras que la gente utiliza para ocultarlos. Es impresionante.
-Yo solamente hago fotos. -Digo con una humildad incómoda.
-No seas tan modesta, cielo. -Dice el niño compañero. -Si ella te dice que vales, es que vales ¿no? -Pregunta dirigiendo la mirada a Marisa.

Marisa asiente y sonríe.

-Un día tendrás que explicarme de dónde sacas el talento para escudriñar las almas de la gente.

Sonrío de nuevo, no sé bien cómo. Marisa se excusa porque tiene que atender a otras personas. El niño compañero y yo salimos de la exposición y nos encaminamos a casa.

Dice Marisa que escudriño a la gente. Quizás sea cierto. Es relativamente diseccionar a los demás desde mi púlpito helado. Basta con mirarles y pensar que sus sonrisas ocultan tristeza, que sus lágrimas esconden miedo y que su maquillaje oculta un alma sin sosiego. Como hacen mis ojos ahumados. A lo mejor no es cierto. A lo mejor la niña María es feliz. No. No lo creo. Jugó todo a una carta y perdió. Nadie puede ser feliz sin amor. Hay quien no puede ser feliz ni siquiera teniéndolo.

Al entrar en casa, Lucas se pasea entre mis pantorrillas, rozando su peludo cuerpo contra mí. Es su manera de decir que me ha echado de menos. Después de quitarme el abrigo y de calzarme mis zapatillas de andar por casa, lo cojo entre mis brazos y lo sujeto contra mi pecho. El niño compañero se ofrece a hacer la comida. Escucho como trastea en la cocina. Oigo el chatarreo de cazuelas y cucharones, el tintineo de los vasos. Lucas y yo nos asomamos a la ventana y vemos pasar a la gente. Vemos salir del bar a la niña María, que camina con un pitillo en los labios y las manos en los bolsillos, sin saber que hoy cambiará de nuevo su vida.