viernes, 30 de marzo de 2012

Viaje a Cuatro. Siete: Morfeo, el traidor


Los días en el hotel transcurrían lentos y pesados, aún habiendo tantas cosas por hacer. La ausencia de Tya hacía la vida mucho más aburrida y, a diferencia del Halley II, en el Bradbury no había hecho un solo amigo. Supongo que hacer amigos era complicado cuando uno se dedicaba a colarse en zonas restringidas para robar bolsas misteriosas. No volví por ninguna de las tres salas de juegos, pues no quería encontrarme con Pato, Hans, o alguno de sus amigotes. 

Las canchas de cubo-6 no me interesaban si Verner no estaba allí para sacarme la pasta y una sonrisa. Evitaba acercarme a recepción por no encontrarme con Giada. Había un enorme salón de baile donde yo, que jamás bailaba, no pintaba nada. Básicamente, pasaba el día de mi habitación al comedor y viceversa. A veces iba al bar a tomarme unas copas, pero generalmente prefería beber en el dormitorio, sumido en mis pensamientos.

Estaba deseando largarme de allí. En parte porque odiaba aquel jodido edificio y a todos los que había allí dentro. Por otro lado, deseaba reencontrarme con Tya en el crucero, aunque existía la posibilidad de que no coincidiésemos. Pero sobretodo quería marcharme de aquella apestosa roca muerta que me hacía soñar cosas siniestras para luego recordarlas durante días.

En mi sexta noche en el hotel, volví a soñar, como todas las demás noches, con la casa del prado. Pero ya no me parecía tan bucólica y pastoral. De nuevo, susurros que requerían mi presencia:  «…ven con nosotros… ven al mundo». Y, de vez en cuando, espeluznantes gritos en la distancia. Sentía la presencia de Jean en la casa, aún sin conocerla. De algún modo, yo sabía que intentaba comunicarse conmigo, pero no se lo permitían. Otra vez gritó Paul su nombre, como si desde la última vez todavía no la hubiese podido encontrar. Intenté hablar también yo. Quería decirle a Paul que Jean estaba en la casa, pero que no podía salir. Mis labios se volvieron pesados y mi lengua se tornó pastosa. No era capaz de articular una sola palabra. No podía ayudarles. Yo seguía de pie frente a la morada de las sombras, dudando entre avanzar o darme la vuelta. Más voces que parecieron leerme el pensamiento: «Tienes que entrar, va a llover». Instintivamente, dirigí mi mirada hacia el cielo, limpio y azul. No va a llover, pensé. Hace sol. Bajé la mirada y me cayó una gota en la mejilla. Y luego otra. Alcé de nuevo los ojos y vi las nubes: negras, amenazadoras. Como por orden divina, empezó a diluviar. Miré a mi alrededor. No había dónde resguardarse. Salvo en la casa.

Le eché valor y di dos pasos al frente. La pequeña escalinata que daba al porche se encontraba a unos pocos metros de distancia. Observé las ventanas de la casa mientras el agua me iba calando. No parecía haber nadie dentro, pero yo sabía que no estaba vacía. Jean estaba dentro. Quizás había alguien más con ella. Di dos pasos más. Luego recordé la mano gris que se había llevado a Jean a las sombras, tapándole la boca. Di un paso atrás. Las voces me acosaron de nuevo: «¿Dónde vas? ¿No ves que está lloviendo? ¡Te mojarás!». El agua caía en mayor cantidad y con más fuerza a cada segundo. A lo lejos, algunos truenos resonaban con fuerza y me empujaban hacia delante. Oí gritar a Paul una vez más, desesperado. Sus chillidos me hicieron retroceder, asustado. Tropecé y caí de culo sobre un charco de fango. Las manos, que estaban colocadas junto al torso inclinado, empezaron a hundirse en el lodo. Intenté sacarlas y no podía. Traté de  chillar y no lo conseguí.  Empezaban a hundirse también las piernas. Mi corazón latía a gran velocidad. Pensé que se me saldría del pecho. Por favor, que alguien me despierte, por favor.

La almohada estaba húmeda y caliente y mi cara también lo estaba a causa de las lágrimas. El corazón seguía palpitando con fuerza. Me incliné y miré a mi alrededor. La habitación estaba en silencio, sumida en la penumbra. Me sequé la cara con las manos y me levanté, aún con las piernas temblorosas. Eran poco más de las cinco, pero lo último que me apetecía en aquel momento era volver a dormir y regresar a la casa del prado. Me acerqué al baño. La cara que me miraba desde el espejo tenía mal aspecto, ojerosa, desaliñada, sin afeitar, pálida. Me metí bajo la ducha, no sin antes haber encendido todas y cada una de las luces de la habitación, como si de aquel modo pudiese espantar mis temores. Me sentía débil, como si de verdad hubiese estado en aquel prado, luchando contra mis miedos para acabar derrotado.

El agua resbalaba por mi piel y se escapaba por el desagüe, desde donde sería conducida hacia planta de reaprovechamiento. Cerré el sistema de la ducha y salí, colocándome una toalla a modo de pareo. Cuando me disponía a afeitarme, llamaron a la puerta. Me asusté. Por un instante incluso creí que aparecería la mano gris tras el dintel. Volví a la realidad y abrí. Era Giada y parecía aún más asustada que yo. Me examinó, reparando unos segundos en mi toalla.
- ¿Qué hacía duchándose a estas horas?
- ¿Qué haces tú llamando a mi puerta a estas horas?
- Algo ha pasado. - Dijo.
- No me digas… ¿alguna vez no pasa nada en este jodido hotel?
- ¿Puedo pasar? – Preguntó, ignorando mi desdén.
- Pasa. 

Entró y se sentó en uno de los sofás de gato, con las rodillas 
juntas y las manos sobre las mismas. Cerré la puerta y me 
giré. Entonces, me miró fijamente y me dijo:
- Faltan seis más.
- Faltan seis más. – Repetí, sin saber a qué se refería con aquello.
- Seis huéspedes del hotel, tres parejas. – Matizó.
- ¿Faltan? ¿Quieres decir que han desaparecido, como los americanos?
- Eso creo.
- ¿Quién más lo sabe?
- Hans.

Giada bajó la mirada al suelo, como si se sintiese avergonzada. Luego prosiguió:
- Sus cosas están en sus habitaciones: las maletas, la ropa, todo. Menos ellos.
Hizo una pausa. Dudé entre si explicarle o no lo que me había hecho saber Mendes acerca de otros desparecidos en el Ares algunos días antes. La miré un instante. Por primera vez desde que había llegado al hotel, vi a Giada como lo que era, una niña. Asustada, frágil. 
- ¿Qué vamos a hacer? No podemos decírselo a Mendes, ¡nos despedirá a todos! Por no hablar de las familias de esos desdichados. ¿Qué les vamos a contar?
- Yo no me preocuparía por eso.- Dije recordando las mentiras y sobornos con los que Mendes se había quitado los muertos de encima, literalmente.
- No, claro. A usted sólo le preocupa usted, ¿cierto? Sólo piensa en marcharse pronto a su querido planeta, donde no es más que un triste perdedor.
Era hasta gracioso escuchar aquellas palabras de boca de aquella chiquilla, y además tenía toda la razón. Yo sólo estaba allí porque la golfa de la señora de Mendes se había quedado con las ganas. Y yo también, reconozco. Desde el principio me había fastidiado el plan que el jefazo tenía para mí, aquella historia absurda de gente que desaparece de la noche a la mañana sin venir a cuento. No me importaba todo aquello en absoluto. Sí, era cierto. Lo único que deseaba era volver a Delhi a despachar billetes y paquetes promocionales.
Miré a Giada, que parecía estar a punto de echarse a llorar. 
- No te preocupes, yo hablaré con el jefe…
- Ya, ¿y qué le vas a contar?
- La verdad.
- ¿Y cuál es la verdad?- Preguntó con cierta desesperación.
- La verdad es que la gente desaparece. Por las buenas. Es lo único que sabemos, así que es lo único de lo que podemos informar, por el momento. ¿Por qué no te vas a dormir un rato?
- ¿Dormir? No puedo dormir. Todas las noches tengo ese… sueño. Esa pesadilla. No he dormido del tirón desde hace días, ni siquiera cuando he tenido turno de noche. Y con la que se nos viene encima…
- ¿Qué sueño?
Mi fingida tranquilidad se esfumó de repente. Tan pronto como recordé la casa del prado.
- ¿Y eso qué más da? Es solo una pesadilla absurda…
- … que tienes cada día y que te impide dormir desde hace días.- Añadí.
- Sí.
- ¿Y bien?
- Hay una casa, en algún paraje hermoso y siniestro a la vez. Todo es verde. Nunca he visto un lugar así. Bueno, quizás en alguna película, o en fotos de Tres. Pero nunca he estado en un sitio así. La casa me da miedo. Y las voces.
No quise asustar aún más a Giada contándole que yo tenía el mismo sueño desde que llegué al Bradbury, asíq eu no le conté nada del asunto.
- Sólo es un sueño. No le des más vueltas. Probablemente sueñes esas cosas porque estás nerviosa.
- ¿Usted cree?
- Sí. – Mentí.
Accedió a marcharse e intentar descansar. Eran cerca de las seis. Después de afeitarme y vestirme bajé al comedor a desayunar. Había el mismo bullicio de todos los días, salvo por algunos murmullos nerviosos que sin duda estarían relacionados con las desapariciones. Comí rápidamente y volví al dormitorio. Puse en marcha el telecomunicador para hablar con Mendes. Tras unos segundos, su imagen apareció en la pantalla.
- Buenos días, señor…
- ¿Buenos? ¿Desde cuándo? Los de Cosmic se han ido de la lengua y la jodida Red nos está poniendo verdes las veinticuatro horas del día. Las reservas han caído un doce por ciento en dos días y seguirán bajando. Y, por si eso fuese poco, la familia de los Swanson ha decidido que aún puede sacar más provecho de su supuesta desgracia. Y todo por culpa de algún cabrón que nos ha vendido… ¿Para qué me ha llamado, si puede saberse?
- Lamento molestarle, señor, pero tenemos más problemas.
- ¿Más?
- Hay más turistas desaparecidos. Seis, creo.
- ¿Y lo dice así, como si nada? ¡Jodido imbécil, no ha hecho más que empeorar las cosas! Todo estaba perfecto antes de enviarle a Cuatro y ahora…
- ¿Todo estaba perfecto? Le recuerdo, señor, que me envió aquí en contra de mi voluntad para buscar a los americanos que, si mal no recuerdo, ya se habían esfumado antes de que yo llegase, ante las incompetentes narices de sus empleados en el hotel…
- Y dígame, ¿de qué me ha servido enviarle allí? ¿Acaso ha descubierto algo? ¿Ha encontrado a los jodidos gringos como le pedí que hiciese?
- No.
Se hizo un breve silencio.
- Va usted a volver en el crucero de pasado mañana. Mientras siga en mi hotel gastando mi tiempo y mi dinero haga el favor de enterarse de lo que pueda con respecto a la nueva situación. No hable con nadie del tema.
- Giada lo sabe, ella me lo contó.- Interrumpí.- Y Hans.
- ¿Quién coño es Hans?
- Un agente. Además, la gente se enterará tarde o temprano de lo que sucede. Alguien echará en falta a los desaparecidos.
- Nadie ha desaparecido, ¿entiende?
- Entiendo.
- Hagan lo posible por controlar la situación y por evitar que corra la pólvora entre los huéspedes. Mantengan la calma dos días. Es todo lo que les pido. E infórmeme de cualquier novedad que se produzca.
- Sí, señor.
- Fin de transmisión.
Bajé a buscar a Giada. Seguramente se quedaría más tranquila cuando se enterase de que Mendes ya estaba al tanto de la situación y de que nadie iba a ser despedido, al menos por el momento. En recepción me dijeron que se había ido a dormir, justo como le pedí. Bueno, ya habría tiempo de hablar con ella cuando estuviese más descansada. Vi a Hans en el hall, atendiendo a una pareja de ancianos que al parecer habían tenido algún problema con el funcionamiento de su tarjeta electrónica. Cuando hubo terminado, me acerqué. Me miró con cara de pocos amigos.
- Hans, tenemos que hablar.
- Estoy ocupado.
- Da igual. Es importante. Es sobre los seis desaparecidos.
Su cara mostró una cierta sorpresa.
- ¿Cómo lo sabes?
- Giada me lo ha contado esta madrugada. Vino a mi habitación muy nerviosa.
- No me he quedado con las pertenencias de nadie más.- Dijo.
- Eso me importa un cuerno, tenemos que hablar, maldito capullo.
- Está bien. Pero aquí no.
Fuimos a la habitación de Hans, que se encontraba en la planta de empleados, la misma en la que se hallaba la ya famosa lavandería. Era más pequeña que la mía, pero parecía confortable. Hans cerró la puerta e hizo un gesto para que me sentase en una banqueta junto a la cama. Él sacó algo de un cajón y se sentó frente a mí, en una silla con tapizado sintético. Obviamente, los lujos estaban destinados a los clientes, no a los trabajadores. Mi nuevo amigo me tendió unos papeles, la documentación de los seis desaparecidos. Un matrimonio belga, dos hermanas chinas y una pareja de mexicanos. Leí sus nombres y sus datos personales. Luego le dije a Hans:
- ¿Qué se supone que debo hacer con esto?
- No lo sé. Supongo que es información importante.
- No lo es. Sólo son nombres. Lo que tenemos que averiguar es qué está pasando aquí. Y debemos hacerlo sin llamar la atención. Lo último que hace falta es que cunda el pánico entre los huéspedes y tengamos que lidiar con el caos en esta cárcel que llamáis hotel.
- Alguien tendría que informar al jefe.
- Ya lo he hecho. Tenemos dos días, hasta que llegue el crucero. Quizá menos. Al parecer, lo de los Swanson ya ha hecho correr ríos de tinta en Tres.
- Bueno, ¿y cuál es el plan? - Preguntó, realmente interesado por lo que tuviera que decirle.
- Lo más importante es la discreción. Hay que mantener a la gente entretenida mientras investigamos lo sucedido.
- Está bien. Me encargaré de que los clientes estén distraídos.
- Y hay que abrir bien los ojos, alguien está pasando información a los de Cosmic.
- Los telecomunicadotes registran las llamadas. Si los han usado para filtrar información, podemos rastrear las conversaciones.
- Pues haz un barrido. Y ya que estás, comprueba también las comunicaciones de los desaparecidos. Igual nos dan alguna pista.
- De acuerdo. No hay problema. Yo me ocupo.
- Bien. De momento eso es todo. Cuando descubras algo, infórmame.
Me levanté y salí al corredor. Empezaba a dolerme otra vez el estómago y, por desgracia, ya no tenía a mano las píldoras de Ivanov. Era la hora del almuerzo, pero las molestias me hicieron perder el apetito. Podría haberme acercado a la enfermería del hotel, pero escogí echarme un rato y recuperar parte del descanso perdido esa noche. Si después de la siesta no me encontraba mejor, aún estaría a tiempo de ir. Además, el dolor todavía era muy leve, poco más que un estorbo. Una vez en la cama, me estiré boca arriba y cerré los ojos. No tardé mucho en caer en brazos de Morfeo, quien de nuevo me llevó de la mano al prado de atmósfera malévola.
El día estaba claro y limpio, como si acabase de llover y el agua hubiese arrastrado las impurezas del aire. La hierba seguía húmeda, pero no había ni rastro del lodazal en el que hundí mis posaderas durante la última visita. Volvía a ser la llanura fragante y fresca de mi primer sueño. No oía voces, sino cantos de pájaros. A lo lejos, una tórtola ululaba al viento. La casa resplandecía delante de mí, como si acabasen de pintarla. Había cortinas limpias en las ventanas y el porche estaba reluciente. No había nada amenazador en aquella combinación de imágenes, sonidos y aromas. Era de nuevo un prado pastoril y bucólico.
Aunque nadie me llamaba, me sentí de nuevo atraído hacia la casa, de la que ahora me llegaba un intenso olor a pan recién hecho. Caminé despacio hasta el porche y así la barandilla de madera. Subí los escalones sin miedo. Abrí la puerta. No chirrió, como en las historias de terror, sino que se abrió suavemente. Dentro, el fuego estaba encendido y la mesa estaba preparada para el almuerzo, pero no había nadie. Parecía una de aquellas viviendas antiguas, de cuando aún no existían las megapolis. Por todas partes se veían viejas herramientas, la mayoría de las cuales desconocía su uso. Las flores que había sobre la mesa despedían un agradable aroma. 
No dudé en sentarme en una de aquellas rústicas sillas de auténtica madera. No sabía por qué, pero de algún modo esperaba que alguien saliese a servirme la comida. ¡Me sentía tan cómodo y feliz allí! Entonces, un ruido que provenía de adentro me hizo volver de mi ensoñación momentánea y otra vez tuve miedo. ¿Quién había allí? ¿Por qué había entrado en aquella casa, de la que nunca me había fiado antes? Me levanté sobresaltado y me dirigí a la puerta. Cuando tuve el pomo entre mis dedos, la escuché: «¿Dónde vas? ¿No ves que es la hora de comer?» Se me heló la sangre. Aquella voz… no era Jean, pero la reconocía. El terror me impedía girarme a comprobar lo que ya sabía: que Giada me estaba llamando. 
Intenté abrir, pero no pude. El miedo me dominó. Por el rabillo del ojo, vi que se acercaba despacio. Tiré otra vez y la puerta cedió. Entonces ella gritó: «¡No puedes irte!¡No puedes dejarme aquí!» y luego intentó agarrarme del brazo antes de que pudiera salir. Tropecé en los escalones del porche. Me levanté y corrí sin saber adónde, corrí con todas mis fuerzas para alejarme de Giada, que quería que me quedase con ella en aquel infierno onírico.
Me despertó el sonido de la alarma del intercomunicador del hotel. Era Hans. Estaba pálido como la cera. Tartamudeando, sólo fue capaz de decir:
- Giada no está.

jueves, 29 de marzo de 2012

Viaje a cuatro. Seis: El secreto de Giada


Uno de los pocos sueños que aún recuerdo de manera más o menos lúcida lo tuve con apenas ocho años. Mi madre me preparaba el desayuno a base de Omnia y yo le decía que no quería comer más aquella pasta espesa sin sabor, que quería comer algo bueno. Entonces, ella se transformaba en una especie de monstruo horripilante y me contestaba babeando que yo sería su desayuno. Luego, yo despertaba llorando y mi madre acudía a consolarme, sin saber que había sido ella la causante de mis lloros nocturnos. Sin embargo, mis pesadillas infantiles no podían compararse en absoluto a los vívidos sueños que estaba experimentando en mi breve estancia en Cuatro. Todo era sumamente real: los olores, los sonidos e incluso el tacto de las cosas. Mis sensaciones iban mucho más allá de la propia experiencia onírica. Me pregunté si no sería por hallarme tan lejos de casa.

Pensé en la mujer de la ventana. Sabía que la había visto antes, pero ¿dónde? Una mano gris y malévola se la había llevado adentro, internándose en las sombras, tapándole la boca e impidiendo así que terminase de hablarme. Y más tarde, en el prado, alguien llamaba a una tal Jean a gritos. Jean, la mujer de la ventana. Jean Swanson. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Era la americana. Yo había visto su foto en los documentos que Mendes me había hecho llegar. De ahí que me resultase una cara conocida. Rubia, ojos azules. Jean Swanson. En la casa siniestra del bucólico prado de mis sueños.

Antes de que aquella escalofriante mano le cerrase la boca, Jean había mencionado una bolsa, la bolsa misteriosa, la de la lavandería. ¿Sería aquel detalle de mi sueño alguna especie de pista? ¿Estaba yo en lo cierto al pensar que el contenido de la misma podría ser importante? Sólo había una manera de saberlo. Si la bolsa seguía en aquel rincón olvidado, si nadie la había destruido aún, a lo mejor había alguna posibilidad de hacerse con ella. Salté de la cama y, en lugar de ir directo a desayunar, me aventuré a recorrer los pasillos del hotel que conducían a la lavandería y la zona de calderas. Conocía perfectamente el camino, aunque aún no sabía cómo me las arreglaría para atravesar las puertas de acceso restringido. Me escondí tras la misma esquina desde la que había visto hablar a Giada con el tipo enjuto. Esperé. No sabía bien qué esperaba, pero me quedé allí quieto durante algunos minutos. Y entonces, llegó mi oportunidad. Un s-lav apareció al fondo del pasillo. Arrastraba un carro metálico cargado de sábanas blancas. Se dirigía, sin lugar a dudas, a la lavandería. Y por lo tanto, no le quedaría más remedio que abrir la puerta que conducía a la misma. Pensé que sólo dispondría de un intento para cruzarla. Cuando el s-lav la abriese, yo debería aprovechar los pocos segundos que tardaba en volver a cerrarse para cruzarla. Y tenía que hacerlo sin ser visto, claro.

El carrito y su portador ya se encontraban frente a la puerta. El s-lav sacó de su uniforme una tarjeta de empleado como la que Giada había usado para abrir la puerta misteriosa. La pasó por el lector e introdujo el código. Se escuchó un suave pitido y una pequeña luz verde se encendió, dando a entender el desbloqueo del acceso. Mi salvoconducto asió de nuevo la barra con la que empujaba el carro cargado de ropa y se dispuso a cruzar. Era mi momento. Me agaché para tomar impulso y para evitar ser visto. El encargado de transportar las sábanas ya había cruzado el dintel y la puerta empezaba a cerrarse. Sólo tendría unos segundos para pasar yo también. Corrí intentando no hacer ruido con mis zapatos. Extendí el brazo para sujetar la pesada puerta. Crucé. Estaba dentro. El s-lav se hallaba a unos pocos metros por delante de mí, pero no pareció haberme visto u oído. Esperé un segundo con la espalda pegada contra la pared. Oí un ruidito sobre mi cabeza. Había una cámara que se movía de lado a lado. ¿Cómo iba a atravesar el corredor sin ser grabado? Calculé mentalmente el tiempo que la cámara tardaba en cambiar de dirección, pues ese sería el lapso del que dispondría para alcanzar la lavandería. Uno, dos, tres. Eché a correr, casi de puntillas, para no hacer ruido. Lo había conseguido.

Sabía que habría s-lavs trabajando dentro, así que traspasé la entrada medio agachado y, una vez dentro, me puse a cubierto tras una estantería donde había toallas de auténtico algodón dobladas y dispuestas para su uso. El corazón me iba a mil por hora. Me sentía un intrépido aventurero en busca de algún magnífico tesoro. Claro que yo ni siquiera sabía cuál era ese tesoro. Desde detrás de mi improvisado refugio vi a tres s-lavs planchando, seis más sacando ropa de las máquinas de lavado y dos doblando manteles. Todos ellos parecían demasiado ajetreados como para reparar en mí, pero si me arriesgaba a salir de mi escondite habría demasiados ojos que podían llegar a verme. Intenté localizar la bolsa. Seguía allí, en un rincón, olvidada pero entera. ¿Por qué no la habrían destruido aún? ¿Sabía Giada que sus órdenes no habían sido cumplidas?

El botín se hallaba a unos seis metros desde donde me encontraba. En el camino, una pila de cajas que podría servirme como protección. Podía hacer el recorrido en dos tiempos: de la estantería a la pila, de la pila al rincón. Y luego, al revés. Me armé de valor. Tan rápida y sigilosamente como pude, me hice con mi tesoro particular. Después regresé a mi refugio. Ahora sólo tenía que deshacer el camino. Me di la vuelta y me dispuse a recorrer el pasillo de nuevo. Calculé el barrido de la cámara de seguridad y me deslicé hacia la salida. La puerta no se abría. Joder, no había pensado en ello. No creí que fuese necesario hacer uso de la tarjeta y del código también para largarse de allí. Dudé. ¿Qué iba a hacer para salir de allí? Decidí volver a la lavandería. Podría salir como había entrado, siguiendo a un s-lav. Tuve que esperar más de media hora hasta que uno de ellos llevó un carro lleno de manteles hasta la puerta. De nuevo, tuve que hacer uso de mi cautela para no ser descubierto. Salí tras de él y me coloqué junto a la pared. No debí calcular bien mis movimientos, porque la bolsa se me resbaló de las manos y cayó al suelo. El s-lav, que ya se encontraba a varios metros de mi posición, se giró. Y me vio. En ese momento, creí que mi ropa interior no resistiría tanta tensión. Los dos permanecimos inmóviles durante algunas décimas de segundo. Reaccioné. Recogí la bolsa y salí corriendo hacia el ascensor, empujando por el camino al s-lav, que seguía sin reaccionar.

En el trayecto a mi habitación, pensé que me daría un síncope. Me temblaban las manos y las piernas y sacar mi tarjeta codificada del bolsillo para abrir la puerta supuso un auténtico esfuerzo. Cerré tras de mí y dejé caer el botín al suelo. Tardé algunos segundos en recuperar el resuello, pues la excitación se había apoderado de mí. Estoy seguro de que nunca antes había sentido la adrenalina de aquella manera. Me pareció oír a Jean en mi cabeza una vez más. «La bolsa…», repetía. Allí estaba, de un blanco inmaculado, esperando mi intromisión. La puse sobre la cama. Pesaba bastante, pero mi curiosidad era demasiado grande como para preocuparme de aquello. La abrí con las manos aún temblorosas. En realidad, no sabía lo que iba a encontrarme. ¿Y si sólo era ropa sucia? Quizás por eso estaba en la lavandería. Pero entonces, ¿por qué destruirla?

Había ropa, entre otras cosas. Dos permisos de viaje interespaciales, una cámara de fotos, enseres personales… eran las cosas de los Swanson. Sus pertenencias y documentación. Las cosas que probablemente habían traído con ellos a Cuatro. Así que no habían salido del hotel en ningún momento. Nadie en su sano juicio se iría a su casa sin llevarse sus cosas con él. Jamás salieron del Bradbury. Y Giada lo sabía.

Alguien golpeó la puerta de mi habitación. Me apresuré a guardarlo todo en la bolsa y luego la metí bajo la cama. Si ese día no me daba un infarto, podía presumir de tener un corazón de primera. Volvieron a llamar. No sabía bien qué hacer. ¿Y si el s-lav del pasillo había dado el soplo? 
- Servicio de habitaciones. - Dijo alguien desde fuera.
- No he pedido nada, gracias.
Intenté sonar tranquilo, pero dudo que lo consiguiese.
- Abra, por favor. Servicio de habitaciones.
¿Servicio de habitaciones? Y un cuerno.
Oí como la cerradura electrónica se abría. Estaban usando una tarjeta. Mierda. Era el tipo enjuto, acompañado de un s-lav que presumí sería el mismo que me había visto llevarme la bolsa de la lavandería. 
- Déme la bolsa, por favor.
- ¿Qué bolsa?
- No se haga el imbécil aunque lo sea.
- No pueden entrar aquí por las buenas. Soy un huésped de este hotel.
- Usted es sólo un incordio y ya me está empezando a tocar las narices. Haga el favor de darme la bolsa y fingiré que no ha pasado nada.
Decidí cambiar de estrategia y pasar al ataque.
- Así que quieres la bolsa, la que debías destruir y no destruiste. ¿Por qué? ¿Acaso te pagan tan mal que pensabas quedarte con las pertenencias de otros? ¿O es que pensabas jugarte al Doble-Dos los objetos personales de dos huéspedes desaparecidos en el hotel? Si es así, te aconsejo que no lo hagas, eres un jugador pésimo.
-  Vete a la mierda, imbécil.

Con aquella respuesta quedaba claro que aquel gilipollas no era un rival digno para mí. 
Me miró con desprecio para luego dirigirse a su acompañante:
- Registra la habitación.
- ¡No puedes hacer eso! -  Protesté.
- Mira si puedo. -  Dijo con superioridad. 
El s-lav entró en el dormitorio y empezó a revolverlo todo con relativa minuciosidad. Levantó las sábanas que colgaban de los laterales de la cama y sacó la bolsa con cierto aire triunfante. Luego hizo entrega de la misma al tipo enjuto, que me miró con una sonrisa pérfida en los labios.
- Bien, caballero. Gracias por su colaboración. En seguida vendrán a poner esto en orden. Que tenga un buen día.
Se dio la vuelta y salió de mi habitación, seguido del chivato.
- ¡Informaré de esto a Mendes! ¡Se te va a caer el pelo, imbécil!
No se molestó en girarse ni en contestar mis tibias amenazas. Él y su mascota desaparecieron en dirección al ascensor sin que yo pudiese hacer nada. Entré y cerré la puerta. Me encontraba fuera de mis casillas. En aquel momento lo único que deseaba con todas mis fuerzas era aplastarle el cráneo a aquel cabrón. Mi ira crecía según pasaban los minutos y no encontré modo alguno de aplacarla. Intenté tranquilizarme, pues de poco me servía ponerme nervioso en aquel momento. ¿Qué podía hacer? Ya no habría modo de recuperar la bolsa. Tantos esfuerzos para nada. Ahora era suya de nuevo. Pero algo había cambiado, pues yo ya conocía su contenido. Sabía que, si los Swanson habían abandonado el hotel como Giada aseguraba, se habían marchado sin sus cosas. Y también sabía que aquel capullo se había quedado con ellas, desobedeciendo a su compañera y superior. 
Decidí pasar a la acción. Tenía que hablar con Mendes y explicarle lo sucedido, pero antes debía hablar con mi querida amiga, la señorita Bianco, y hacerle unas cuantas preguntas. Era la hora de almorzar y, con toda probabilidad, Giada se encontraría en la recepción, su territorio casi permanente. Salí de mi habitación como una furia desbocada y bajé al hall del hotel. Allí reinaba la tranquilidad más absoluta. Dado que los huéspedes estaban almorzando en aquel momento, no había prácticamente nadie en los mostradores. 
La vi tras uno de ellos, realizando algún tipo de gestión en su computadora, con la mirada fija en la pantalla holográfica. Me acerqué con paso firme y el corazón latiendo a toda pastilla. 
- Giada.
Levantó la vista con indiferencia.
- Ahora estoy un poco ocupada. ¿Por qué no vas a almorzar y luego hablamos?
- No tengo hambre. – Dije entre dientes.
- Sigo estando ocupada. – Respondió ella, volviendo los ojos a la pantalla.
- Su amigo se quedó con la bolsa, ¿sabe?
- ¿Otra vez con esa historia?
- La escondió en la lavandería y…
No me dejó terminar. Salió rápidamente de detrás del mostrador, me cogió fuertemente del brazo y me condujo a la salita anexa, donde habíamos hablado cuando llegué. Cerró la puerta de golpe y me empujó contra la pared. No dejaba de ser sorprendente que aquella cría tuviese tanta fuerza.
- Esto me encanta, pero eres demasiado joven para mí, ¿sabes?
Me dio un bofetón inesperado. Luego me dijo:
- ¿Qué es lo que le pasa, eh? ¡Diga! ¿Qué cojones le pasa? ¿Acaso no le dijo el jefazo que fuese discreto? Es usted un capullo impresentable y un maldito incompetente. Ya empiezo a estar harta de su comportamiento…
Me eché a reír a carcajadas en sus narices. No es que me hiciese mucha gracia que me abofetearan para después insultarme, así que imagino que el ataque de risa que me dio se debía al nerviosismo que me invadía en aquel instante. Ella, sin embargo, se iba poniendo más y más furiosa, tanto que pensé que volvería a pegarme otro tortazo de un momento a otro.
- ¿Se puede saber de qué se ríe? 
Traté de calmarme y responder. Respiré profundamente y conté mentalmente hasta diez.
- Eres patética. Una cría mandona e insoportable. Y, por si eso fuese poco, además eres estúpida.
- ¿A eso has venido? ¿A insultarme?
- No. Antes de que me arrastrases hasta aquí y me cruzaras la cara intentaba explicarte lo que tu cómplice ha hecho con la bolsa que tú le mandaste destruir. Y, por favor, ahórrate el numerito de fingir que no sabes de qué te hablo. A diferencia de ti, yo no soy estúpido.
Se quedó callada un momento. Su expresión de ira se transformó en una mueca de derrota. Sabía que yo estaba al corriente de sus chanchullos y que seguramente informaría a Mendes al respecto. Sus días de jefecilla en el Bardbury tenían los días contados. Ella lo sabía y yo también, y ya no podría disimular por más tiempo.
-  Está bien. Es cierto. Le di a Hans una bolsa blanca. ¿Y bien?
-  Le dijiste que debía destruirla. ¿Por qué?
-  Porque era basura, sólo eso.
-  Ya. Pues Hans decidió quedarse con la basura. Debe ser que padece el síndrome de Diógenes.
- Qué gracioso. ¿A eso se dedica últimamente, a fisgonear por los pasillos del hotel?
- Pues sí, debo reconocerlo. Es un gran pasatiempo, deberíais ofrecerlo a todos los huéspedes. Mucho mejor que el cubo-6.
Me miró fijamente con un gesto amenazador que no tomé en serio.
- No voy a entrar en sus sucios jueguecitos, así que puede ahorrárselos.
- Ya, pero es que no voy a ahorrarme nada más. Y no me importa que no quieras decirme lo que había en la bolsa, porque ya lo sé. 
Se puso pálida de repente. Es probable que no contase con aquello, aunque me extrañaba que mi viejo amigo Hans no le hubiese explicado nada de mi aventura a la lavandería. 
- Dime, Giada… ¿Por qué había que destruir las cosas de los Swanson?
En aquel momento me sentía una especie de ser superior, como un abogado que en un juicio consigue dar con la tecla que hará confesar al acusado. Y así fue. 
- Lo cierto es que los Swanson nunca abandonaron el hotel. – Dijo.
- Vaya, vaya, así que mentiste al jefazo…
- ¿Sigo o piensa continuar regodeándose en su ponzoñosa victoria?
Hice un gesto infantil con la mano, como cerrando mis labios con una cremallera, e invité a Giada a proseguir. Realmente estaba disfrutando con la situación.
- Les vi por última vez la noche de antes de su desaparición, cenando en uno de los comedores. Por la mañana, todos los huéspedes que debían tomar el crucero bajaron a recepción, donde fueron dados de baja y organizados en grupos para abordar las naves de transporte. Entonces, al hacer recuento, nos dimos cuenta de que faltaban dos viajeros. Estuvimos un largo rato cotejando los datos en la computadora para asegurarnos de no haber cometido ningún error. Todas las naves de transporte habían salido ya, excepto una. El comandante del crucero me llamó a través del intercomunicador para pedirme que enviase la última, porque si no saldrían con mucho retraso.
- Y la envió. Con dos menos.
- No. Antes revisamos el hotel e hicimos varios llamamientos por megafonía. Pensábamos que los Swanson podían haberse despistado. Yo misma subí a su habitación y comprobé que estaba vacía.
- Pero sus cosas seguían allí, ¿no?
- Eso es lo que me resultó más extraño. Aunque se hubiesen entretenido y estuviesen dando un paseo por el hotel o en la sala de juegos, ellos sabían perfectamente que ese día partían hacia Tres. Lo lógico hubiese sido que preparasen el equipaje la noche anterior al viaje, o como muy tarde esa misma mañana al levantarse. Todas sus cosas estaban repartidas por la habitación, como si aún fuesen a quedarse más días en Cuatro. Me pareció rarísimo, pero no tuve más remedio que improvisar. El comandante volvió a llamar, insistiendo en que no podían esperar mucho más. Decidí dar la orden y la última nave de transporte salió rumbo al crucero. Pensé que podríamos seguir buscando a los Swanson y que, cuando les encontrásemos les haríamos regresar en el siguiente vuelo.
- ¿Por qué pusieron las pertenencias de los americanos en una bolsa de basura? ¿Es que habían venido a Cuatro sin maleta?
- No. Yo recogí todo lo que pude de la habitación y lo guardé en dos maletas que di a uno de los s-lavs para que las llevase hasta la nave. Cuando la patrulla de limpieza pasó por allí más tarde, algún quedaban algunos objetos, de los cuales me hicieron entrega.
- Ya, y como aquello era una prueba de tus mentiras, pediste a Hans que se deshiciera de todo.
- Sí.
- Pero no contaste con que el tío es un chorizo de primera división.
- Pues no, la verdad.
- Ya. Por eso me llevaste a las minas, para desviar mi atención.
- Bueno, también creí que podía existir alguna posibilidad de encontrar alguna pista allí. 
Hizo una pausa y me dijo:
- Sé que la he cagado, que mentí y que toda la responsabilidad es mía, pero quiero pedirte algo.
- ¿Qué?
- Espera un poco antes de contarle nada al jefe, ¿quieres? Quizá encontremos alguna nueva pista o lo que sea. Dame tiempo. Al fin y al cabo, siempre podrás decírselo cuando vuelvas a Tres. Sólo te pido los días que te quedan en el hotel.
- Lo pensaré. - Dije.
Luego salí de la salita y me fui a almorzar tranquilamente, como si nada hubiese sucedido. Pero algo había ocurrido. Ahora yo tenía la sartén por el mango y no pensaba soltarlo. 
Después de comer, volví a la habitación. Estaba limpia y ordenada. Una luz verde parpadeaba en la pantalla holográfica, indicando que había un mensaje entrante. Lo activé. Luego apareció la lustrosa calva de Leo Mendes, que me miraba desde el planeta vecino con cara de pocos amigos. Hablé:
- Señor Mendes…
- ¿Te has enterado de lo de Cosmic? – Preguntó sin devolverme el saludo.
- Señor, he sido discreto como usted me pidió, nadie sabe…
Yo seguía sin entender cómo cojones se habían enterado los de Cosmic del asunto de los gringos. Se supone que sólo Giada y yo teníamos constancia de la situación… aunque es cierto que Hans lo sabía, su mascota s-lav lo sabía y, quién sabe, igual hasta Verner, que había husmeado entre la documentación confidencial, también conocía la situación. 
- Veo que no sabes nada. Por eso me he puesto en contacto contigo. La cosa se está poniendo fea.
- No sé a qué se refiere, señor.
Dudé si debía o no chivarme de Giada y su amiguito. Pensé que, al fin y al cabo, yo tampoco era un dechado de virtudes y decidí dejarlo correr. 
- Escucha, los Swanson no son los únicos, al parecer. – Susurró, como si alguien más pudiese oírnos.
- ¿Qué quiere decir?
- He recibido noticias de más desapariciones, concretamente en el Ares. Un matrimonio italiano y una familia entera de holandeses. Ni rastro de ellos, aunque sus cosas se quedaron en el hotel.
Eso si algún empleado cleptómano no se las había llevado, pensé.
- ¿Cómo sabe usted que…? – Pregunté.
- Yo tengo mis fuentes, como ellos tienen las suyas, o ¿cómo crees que se han enterado de lo de los americanos?
- Así que hay infiltrados en el hotel… ¿eso es lo que insinúa?
- No lo insinúo, lo afirmo. Es una práctica muy común en la lucha de empresas y, aunque hacemos lo posible por evitar ser espiados, es complicado atajar el problema. Aunque esta vez no podrán usar ese arma contra nosotros, al fin y al cabo a ellos les faltan cinco y a nosotros sólo dos.
- Giada y yo hemos estado buscando pistas, incluso fuimos a unas minas que…
- No pierdan más el tiempo. Les hemos dado por muertos y se lo hemos comunicado a sus familias. Les hemos hecho creer que tuvieron alguna clase de accidente.
- ¿Y se lo han tragado? ¿No han querido recuperar los restos o algo parecido?
- Cuando recibes una buena indemnización lo mismo te da. Así se ahorran la cremación y los costos.
- Entonces, ¿puedo regresar en el próximo crucero?
- Sí, tiene usted mi permiso para volver a Delhi a su puesto habitual.
- Gracias, señor.
- Sólo una cosa más. Aún tardará unos días en poder subir a la nave. Mientras esté en Cuatro, abra bien los ojos y los oídos y comuníqueme cualquier cosa que le parezca extraña.
- Sí, señor. Así lo haré.
La imagen de Mendes desapareció de la pantalla. La computadora habló:
-      Fin de transmisión.