lunes, 8 de abril de 2013

Kokoro




Al lavarse las manos bajo el agua fría, casi helada, sintió pequeñas punzadas de dolor. Eran como pequeños latigazos en las venas, que trepaban violáceas desde la muñeca al codo, bañadas en el marrón oscuro de la sangre aún caliente. Todavía podía ver la marca de la vía en el dorso de la mano izquierda, de donde se había arrancado una aguja de seis centímetros. Le parecía difícil de creer que aún pudiese sentir algo más allá del palpitar de sus sienes. Había transcurrido suficiente tiempo como para que el párpado superior del ojo izquierdo se hubiese inflamado tanto que le impedía ver correctamente. Sobre la piel blanca y suave, como el papel de seda, los colores de su mala suerte pintaban un arcoiris de azules verdosos y amarillos ocre. Perfilando el labio inferior casi de manera milimétrica, un corte  carmesí oscuro que terminaba por partir la comisura en dos. Aunque lo peor no era su cara.

Debajo del camisón de algodón, sus entrañas se habían convertido en un amasijo de tejidos que se le pegaban al vientre, bajando hasta las paredes interiores de sus muslos nacarados, goteando la sangre hasta los tobillos. Le hubiese gustado no tener pechos y así no sentir el escozor agudo en los pezones, que habían pasado de un rosa pálido a un gris mortecino. Y luego estaba la espalda, que arqueaba por el dolor y los espasmos, sintiendo que su columna vertebral era como una ramita que en cualquier momento se partiría en dos.

A menudo se decía que Kokoro no podía sentir, aunque ella no sabía nada de lo que se decía. ¿Qué era, pues, aquello? Ah, bueno. Se trataba de dolor físico. No era a eso a lo que se referían los demás. Hablaban de sentimientos, no de sensaciones. Kokoro, desde luego, no supo nunca lo que era el amor, ni la paz interior, ni los entresijos del corazón humano. Sin embargo, estaba casi segura de que alguna clase de sentimiento negativo la invadía en aquel instante, cuando, frente a una de las ventanas de la sala doce de la granja, vio el reflejo de un cadáver que la miraba. ¿Cómo describirlo? Kokoro no lo sabía.

Se dio la vuelta y vio las camas, alineadas de a ocho, herméticamente selladas. Estaban todas ocupadas, todas funcionando a pleno rendimiento. Menos la suya, la que estaba abierta, en la tercera fila. En el suelo, dos cuerpos sin vida. El primero, el del médico, que trató de sujetarla. Le había enroscado alrededor del cuello el tubo del gotero. Lo había hecho sin mirar, sin incorporarse, tumbada bajo las vigas metálicas mientras la luz fluorescente parpadeaba sobre su cabeza. No sabía si le había costado mucho esfuerzo. Había salivado bastante y recordaba haber rechinado un poco los dientes. Después apareció el otro, que se acercó a la cama con el arma entre las manos. Y la miró. Durante un buen rato, no supo qué hacer. Kokoro no se movía. No pestañeaba. Sabía hacerlo, pero no le hacía falta. Entonces se le había abalanzado, como una fiera descontrolada. Le tiró del pelo, le mordió y le arañó. Él la golpeó en la cara. Luego perdió su arma y Kokoro la recogió. No sabía usarla. Ni siquiera sabía cómo manejarla. La usó a modo de bate y le reventó la cabeza a golpes. Luego la soltó y fue hasta la ventana sobre el fregadero

¿Por qué lo había hecho? Demonios, ni siquiera sabía por qué estaba allí. Ni por qué le habían vaciado el cuerpo por dentro. No entendía el porqué de los golpes y la carnicería. La habían despertado súbitamente. Había visto una cara desconocida. Un hombre con gafas y la frente arrugada. Se había colocado entre sus piernas abiertas y le había hecho  algo mientras ella se retorcía de dolor y miedo. Una mujer joven le había ayudado. Luego se llevó lo que había en su interior. No pudo verlo. El señor de las gafas se había acercado a Kokoro y le había dicho algo sobre los efectos de la anestesia. Luego se sacó la vía y lo estranguló. Ahora estaba en el suelo, tendido boca abajo, con el tubo enredado y la lengua fuera de la boca. Lo miró y sintió algo, pero no sabía qué era.

Caminó entre las camas. Apenas veía ya nada con el ojo izquierdo, pero no le hacía falta más que un ojo para ver. Kokoro 12. Kokoro 27. Todas se parecían. Todas dormían. Todas tenían el vientre abultado bajo el camisón de algodón. El suyo estaba sucio. Se lo levantó. Había sangre oscura y reseca. Sintió un líquido pegajoso que salía de su interior desgarrado. Se tocó y sintió algo, pero no sabía qué era. Estaba rota por fuera y por dentro. Sacó la mano de su vientre. La necesitó en su cara. Acababa de parpadear sin proponérselo, y la mejilla se sentía húmeda e irritada.

Kokoro no podía sentir, ni tomar decisiones. 

Se acercó de nuevo a su cama y se tumbó dentro. Al fin y al cabo estaba en casa.