jueves, 23 de abril de 2015

Qui vol prínceps?






Ja és de nou 23 d'abril. A la meva terra catalana és un dia molt especial. Celebrem la llegenda de Sant Jordi, el cavaller que va salvar la princesa de les urpes del drac, per regalar-li després una rosa nascuda de la sang del propi animal. Per aquesta raó, els homes regalen roses a les dones. Com que també és el dia del llibre, commemorant de manera perfecta (bé, perfecta no: http://www.muyhistoria.es/curiosidades/preguntas-respuestas/ishakespeare-y-cervantes-murieron-el-mismo-dia) les morts de dos enormes monstres de la literatura, Miguel de Cervantes i William Shakespeare, les dones regalem llibres als homes. Com que els temps canvien, ara també es regales llibres a les dones.

Sempre m'ha encantat aquest dia i cada any em queixo i em queixo de que no sigui festiu, perquè es fa complicat trobar temps de passejar pels carrers i avingudes plenes de roses i llibres, i comprar tranquilament, gaudint del bon temps que sempre acostuma a fer en aquesta època de l'any.

Però no vull escriure sobre això. La llegenda de Sant Jordi (i totes les seves versions) la podeu trobar a internet. Les imatges de les Rambles i els escriptors signant llibres les veureu avui al telenotícies.

El que vull fer és una reivindicació. Vull trencar una llança, però no per matar el drac, sinò per salvar-lo. Perquè, en aquests temps, qui vol un príncep o un cavaller? Hamlet era príncep de Dinamarca i, a més de tenir uns quants problemes mentals, mai va fer cas a Ofèlia, qui va acabar suicidant-se. Els prínceps dels contes de fades només apareixien al final de la història, en el moment just de fer un petó a la princesa i arreglar-ho tot. El de la ventafocs era, a més a més, imbècil. Com se la miraria durant el ball que per trobar-la després només va tenir la genial idea d'anar provant la sabata que havia perdut. El de la sireneta la va fer renunciar a casa seva, a la seva família i a la seva condició per amor. Només salvo la Bèstia, que era més terrenal i que, per cert, guardava una rosa que el podria condemnar per sempre. Els prínceps en la vida real, sobra dir-ho, no són pas millor.

Com a exemple de cavaller tenim a Don Quixot, que si bé ens pot produïr una certa tendresa, no l'escolliriem mai com a company vital ni amant. I no oblidem a Lancelot, que va traïr el seu amic, el rei Artús.

Jo no vull prínceps, ni vull cavallers. Jo vull un drac al meu costat, com la Danaerys Targaryen. Bueno, ella en te tres, però jo amb un em conformo. Un que sigui fort per defensar casa, amb foc si escau. Un amb les escates impenetrables, la mirada infinita i unes enormes ales amb les que volar. Perquè, penseu... si de la sang del drac va créixer una rosa (o un roser), és o no una criatura magnífica?

¿Quién quiere príncipes?


Ya es de nuevo 23 de abril. En mi tierra catalana es un dia muy especial. Celebramos la leyenda de Sant Jordi, el caballero que salvó a la princesa de las garras del dragón, regalándole después una rosa surgida de la sangre del propio animal. Por eso, los hombres regalan rosas a las mujeres. Como además es el día del libro, conmemorando de manera perfecta (bueno, perfecta no. Véase: http://www.muyhistoria.es/curiosidades/preguntas-respuestas/ishakespeare-y-cervantes-murieron-el-mismo-dia) las muertes de dos enormes monstruos de la literatura, Miguel de Cervantes y William Shakespeare, las mujeres regalamos libros a los hombres. Como los tiempos cambian, también ahora se regalan libros a las mujeres. 

Siempre me ha encantado este día y todos los años me quejo y me quejo de que no sea festivo, por lo cual es complicado tener tiempo para pasear por las calles y avenidas repletas de rosas y libros, y de comprar tranquilamente, disfrutando del buen tiempo que suele hacer siempre por estas fechas.

Pero no voy a escribir sobre nada de esto. La leyenda de Sant Jordi (en sus miles de versiones) la podéis encontrar en internet. Las imágenes de las Ramblas y los escritores firmando libros aparecen hoy en todos los telediarios.

Lo que quiero hacer es una reivindicación. Quiero romper una lanza, pero no para matar al dragón, sino para salvarlo. Porque, en los tiempos que corren, ¿quién quiere príncipes ni caballeros? Resulta que Hamlet, por ejemplo, era príncipe de Dinamarca y, además de tener unos cuantos problemas mentales, jamás hizo caso alguno a Ofelia, que acabó por suicidarse. También están los príncipes de los cuentos de hadas, que aparecían justo al final de la historia, para darle un beso a la princesa de turno y arreglarlo todo. El de la cenicienta, además, era idiota. Mira si se fijaría poco en ella durante el baile que luego no se le ocurre otra cosa para encontrarla que ir probando zapatos. El de la sirenita hizo que ella renunciara a su hogar, a su familia y a su condición por amor. Solamente salvaría a la Bestia, que era un hombre más terrenal y que, por cierto, escondía una rosa maldita que le podría condenar para siempre. Los príncipes en la vida real no son mejores, sobra decirlo.

En cuanto a los caballeros, tenemos a Don Quijote, que si bien nos produce ternura y nos parece entrañable, dudo nadie lo quisiera como compañero vital ni amante. Y no olvidemos al caballero Lancelot, un traidor como hay pocos, faltando a la honestidad y a la lealtad para con el Rey Arturo, de quien se consideraba fiel amigo.

Yo no quiero príncipes, ni quiero caballeros. Yo quiero a mi lado un dragón, como Danaerys Targaryen. Bueno, ella va con tres pero yo me conformo con uno. Uno que sea fuerte y que sea capaz de defender su casa y su familia a fogonazo limpio si hace falta. Uno con las escamas impenetrables, con la mirada infinita y una enormes alas con las que volar. Porque, pensad, si de la sangre del dragón nació una rosa (o un rosal), ¿se trata o no de una criatura magnífica?

jueves, 16 de abril de 2015

Un día cualquiera




Llovía y hacía frío. Bueno, frío no, pero sí esa rasca propia de los últimos coletazos del invierno, de cuando ya crees que la primavera ha llegado porque así lo marca el calendario pero sabes que aún usarás la chaqueta unas semanas más. Me levanté un poco antes de las nueve. No me encontraba demasiado bien. No era nada físico, sino más bien una sensación de debilidad mental. Llevaba un par de días en una especie de montaña rusa emocional, con momentos de euforia máxima y otros de llorar por cualquier memez. Me preparé un café con leche y me senté delante del ordenador. Había montones de felicitaciones. Coño, si era mi cumpleaños. 

Lo de los cumpleaños es curioso. Cuando eres pequeño siempre te hace una enorme ilusión cumplir años y celebrarlo con tus amigos. Cuando te haces mayor, pues depende. Yo llevaba dos años en el exilio asiático, celebrando, por así decirlo, mi cumpleaños junto con personas que, si bien siempre me mostraron gran afecto, no eran mis amigos en el sentido estricto de la palabra. Tenía ganas de celebrar este aniversario en concreto, por estar de nuevo junto a mi familia, por llegar a una edad tan complicada y porque ahora tengo a mi lado a la persona más maravillosa que jamás haya conocido. No obstante, la celebración con amigos sería unos días más tarde. Aún estábamos a martes.

Después del café, de corregir algunos exámenes y leer las felicitaciones por internet, me duché, comí algo ligero y salí para el trabajo. Me esperaba una tarde larga y yo no estaba de ánimos para poner sonrisa de cumpleaños. Con el paraguas, la carpeta y una caja de pasteles para los compañeros de la academia, llegué a mi puesto de trabajo, con la cara mustia y el pelo un tanto encrespado. La tarde, tal y como estaba previsto, fue un tostón interminable. Cuando salí, eran las nueve y media, la calle estaba oscura y había dejado de llover. Volviendo a casa, hablé por teléfono con algunas personas, amigos y familiares que me habían llamado para felicitarme. Ah, coño. Si es que aún era mi puto cumpleaños. Había más felicitaciones por internet. Traté de responder a todas. 

Bajé del autobús y subí la calle. Pensé que ya estaba, que el día prácticamente había acabado y que, si bien había sido un día de trabajo normal, el sábado podría resarcirme. Subí las escaleras y abrí la puerta. Él me recibió con un cálido beso, pero... ¿vestido de traje? Normalmente me recibe con un beso igual pero mucha menos ropa, pensé. Me pidió que me quedase en la puerta. Con mi chaqueta puesta. Con mi bolso colgando del hombro. Con mi carpeta en la mano. Con mi cara de cansancio. Me pidió también que cerrase los ojos. Uy, uy, uy. Antes de hacerlo, pude atisbar comida y vino sobre la mesa del comedor. Se fue a la habitación. Oí un ruido como de bolsa de plástico. Pensé que me había comprado flores y que al cogerlas había arrugado el papel de celofán. Joder si me equivocaba. Me pidió que abriese los ojos. Frente a mí, un hombre de rodillas. No, un hombre no. El mío. Y en su mano, un donette de chocolate. 

Ya habíamos hablado de esto, del día que en casa viese donettes y de cuál sería su significado. Sencillamente, jamás habría pensado que aquel día común llegaría a ser el día de los donettes. Lo que me dijo me lo reservaré. Solamente os diré que, obviamente, dije que sí. Que me comí el donette y que, con la boca llena de chocolate y los ojos llenos de lágrimas, él volvió a pedírmelo, esta vez con un anillo en la mano, y que le volví a decir que sí como buenamente pude.

¿Puede un día común converstirse en un día mágico más allá de las películas románticas? El veinticuatro de marzo del dos mil quince es la prueba de ello. Y el anillo que llevo en el dedo me lo recuerda todos los días.