sábado, 3 de marzo de 2012

Viaje a cuatro. Dos: En camino



A las siete de la mañana alguien aporreaba la puerta de mi apartamento como si del fin del mundo se tratase. Me levanté a regañadientes y, tras tropezar repetidas veces con mi desorden congénito, abrí. El hombre que se hallaba ante mí no parecía ser la clase de persona que atiende a razones. Vestía un traje sintético gris, una insulsa camisa blanca, corbata y gesto de desaprobación. Asía un portafolios del que sacó un enorme y abultado sobre en color ocre. Sin presentarse ni saludar, me tendió el sobre y me dijo:



                - Ocho en punto. Puerto Oeste. Cubierta seis. Hangar doce.



Cuando mi lengua y mi cerebro se pusieron de acuerdo y me dispuse a hacer preguntas, el hombre ya se había esfumado.



Aún soñoliento, dejé caer el sobre al suelo y me dejé caer a mí mismo sobre mi diván. Me habría encantado tener una auténtica cama, pero ni podía pagarla ni había espacio en mi cuchitril donde poder alojarla. El diván era un mueble versátil, podía utilizarse a modo de pseudo-cama, a la manera de un sofá, o incluso como improvisado galán de noche. De hecho, el diván era el más caro de los tres muebles que había en el apartamento. Los otros dos eran una mesita de plástico en color crema y un taburete de tres patas de las cuales cojeaban dos.



A las ocho menos veinte entreabrí el ojo izquierdo y recordé súbitamente al hombre del traje gris.



                - ¡Mierda!



Salí de casa como un obús, vestido con mi mejor traje pero con mi camisa más arrugada. De hecho no había planchado una sola camisa en mi vida. Llevaba el sobre bajo el brazo a modo de carpeta y una bolsa de lona azul con lo poco que había podido guardar en apenas unos minutos colgada del hombro izquierdo, aunque bien es cierto que tampoco había demasiadas posesiones que poder guardar. Más tarde me daría cuenta de que en realidad no habría hecho falta llevar nada, pero dado que mi viaje a Cuatro era algo así como un castigo por no tirarme a Simona, no se me había ocurrido pensar que disfrutaría de ningún tipo de comodidad.



Al salir del edificio en el que se encontraba mi pequeñísimo espacio vital, la luz del sol me golpeó la vista con dureza. Hacía bastante calor. No en vano estábamos en pleno marzo y las temperaturas, aunque sin ser las propias del estío, rozaban ya los treinta y cinco grados. Corrí hasta la cinta transportadora como alma que lleva el diablo. En ese momento pensé en lo bien que me habría ido tener un hidrobólido como el del jefe, y no tener así que usar el transporte público para la plebe. Me costó unos segundos poder subir, pues en hora punta aquello era tarea difícil. Una vez en la cinta y dentro del túnel, el aire acondicionado hizo más llevadero el trayecto.



Tardé aproximadamente diez minutos en llegar al puerto y otros cinco en localizar la cubierta número seis. Mi camisa estaba aún más arrugada y mi sudor la empapaba casi por completo. Miré a un lado y a otro intentando encontrar el hangar número doce. La multitud tapaba mi campo de visión y entorpecía mis pasos. Me abrí camino como pude a golpe de codo, una técnica que había aprendido cuando aún era un renacuajo y quería ser el primero en salir de la escuela. Una señora entrada en carnes me bloqueaba el paso. Después de pedirle hasta tres veces que se apartase, y sin tener éxito alguno,  la empujé yo mismo, no sin esfuerzo. Por desgracia así sí conseguí llamar su atención y ser objeto de variados insultos.



Eran las ocho y diez cuando vi el letrero holográfico. Me hice paso como pude hasta alcanzar la cubierta. Allí estaba el Halley II, que me llevaría a mi destino en Marte, a punto de partir. Ante la compuerta principal, una mujer con uniforme rojo e insignia de Across Stars me identificó mediante el escáner de mis huellas dactilares para posteriormente buscarme en la lista del pasaje. Miró varias veces su listado, parecía no tener prisa alguna a pesar de que hacía ya varios minutos que la nave debía haber partido. Por un momento pensé que a lo mejor me libraría de aquel suplicio si mi nombre no se encontraba en aquella pequeña pantalla. Tras unos segundos que se antojaron eternos, se hizo a un lado y, con un gesto indiferente, me hizo cruzar el puente de embarque. La compuerta se cerró ruidosamente tras de mí.



El Halley II era una copia casi exacta de su hermano mayor. Ambos habían sido diseñados por la AIAT, la Agencia de Ingenieros Aeroespaciales de Tres, que durante décadas se había ocupado de la investigación y el desarrollo de los viajes interplanetarios con propósitos turísticos y también militares. El crucero tenía capacidad para unas dos mil quinientas personas, sin contar la tripulación, que suponía alrededor de unas doscientas más, así como de unos ciento veinte s-lavs. La nave era gigantesca y ofrecía todo tipo de comodidades a bordo, lo cual no resultaba baladí tratándose de un viaje que duraría más de una semana. Aunque es cierto que, con las recientes mejoras en los sistemas de propulsión y navegación,  al menos ya no había que pasarse meses en el espacio para llegar a Marte.



Al entrar en la nave, una azafata de la compañía me ayudó a buscar las que serían mis dependencias durante los días que iba a durar el trayecto. Cabina sigma-tres, primera categoría. Una vez más, no salía de mi asombro al comprobar que, aunque desterrado, había sido bendecido con los lujos de un marqués. El camarote era amplio y confortable. Una cama auténtica, un guardarropa espacioso, un escritorio, conexión de Red vía satélite, e incluso un pequeño ojo de buey por el que contemplar las estrellas, de las que acabaría harto poco después.



La azafata me extendió una tarjeta electrónica con una serie de códigos y luego se retiró al comprobar mi expresión de aprobación, no sin antes desearme un feliz viaje y recordarme que estaba a mi disposición para cualquier cosa que pudiese necesitar durante el mismo. Apunté mentalmente aquel tentador ofrecimiento. Solté la bolsa de lona sobre la cama y la abrí con desgana. Saqué lo poco que había dentro: dos pantalones, dos camisas, una camiseta, ropa interior y un pequeño neceser de baño que contenía lo indispensable. Saqué también el último volumen de Rojo Carmesí, que no había acabado de leer. Guardé las cosas en el armario, que por su minimalista aspecto parecía haber sido víctima de un saqueo. Entonces recordé el sobre de color ocre. Aún estaba cerrado. No dejaba de ser curioso que no me hubiese interesado lo más mínimo por su contenido hasta ese momento, claro que con las prisas podía dar gracias por haber encontrado el transbordador a tiempo.



Rasgué la solapa y ojeé el interior. Le di la vuelta y dejé caer el contenido sobre la cama. Había documentos, mapas, pases con mi nombre y una buena suma de dinero en moneda internacional. Debo reconocer que el dinero captó mi atención durante varios segundos. Aquella cantidad superaba sin problemas mi salario de dos años enteros y yo seguía preguntándome qué narices querría el viejo Mendes de mí para haberme mandado a Cuatro en crucero de lujo con todo pagado y los bolsillos a rebosar. Empecé a dudar que aquello fuese un castigo por no haber cedido al hambre sexual de la despampanante Simona. Allí había gato encerrado.



Cuando volví a la realidad, guardé de nuevo todo el contenido en el sobre. Estaba cansado y no me apetecía leer toda aquella farragosa documentación en aquel momento. Ya habría tiempo de hacerlo. Al fin y al cabo el viaje duraba varios días, así que no había prisa alguna por mi parte. Sin embargo, al ir a guardar los papeles, vi sobre la cama una especie de nota escrita a mano y dirigida a mi persona. Debía tratarse de alguna especie de indicación, instrucciones sobre qué hacer en Cuatro cuando arribase. Leí lo que decía:



«Estimado agente 4815., representante de la prestigiosa compañía Across Stars:

Se encuentra usted en misión de búsqueda e investigación. Hace dos semanas, nuestro crucero interplanetario Halley regresó a Tres con dos pasajeros menos. En un principio se pensó que los turistas desaparecidos  habrían ampliado sus vacaciones en Cuatro y que seguramente regresarían en el siguiente vuelo. Nadie se extrañó lo más mínimo hasta que el Halley II volvió de Cuatro una semana más tarde sin su presencia. Nuestros agentes en el Bradbury afirman que abandonaron el hotel el día en que estaba previsto su regreso a la Tierra y que incluso se les vio a bordo del transporte.

Se desconoce su paradero. Debemos ser rápidos y discretos. Está en juego la reputación de la compañía y es por ello que se le encarga dicha tarea a un simple agente como usted en lugar de a un investigador formado y experimentado. No es  conveniente para la compañía que se difunda esta información.  Junto a esta nota se le hace entrega de toda la documentación necesaria para su tarea, así como de recursos monetarios y de su pase de agente, que le abrirá todas las puertas necesarias. Si necesitase cualquier otra cosa, pídasela a la señorita Giada Bianco, agente en la recepción del Bradbury. No hable con nadie más. No la cague.

Excelentísimo Sr. Leonardo Mendes Di Maria



Así que de eso se trataba. Sí era un castigo, sí era una penitencia. Buscar a dos turistas perdidos en Marte. ¿Perdidos dónde? En Marte no había donde perderse. Y por tanto no había donde buscar. Era una maldita roca roja, mayormente desconocida, donde los seres humanos habían ido a jugar al Monopoly. Nadie salía de su hotel. No se podía respirar fuera de las instalaciones, ni caminar. No había lugar al que ir. Sólo se salía del hotel en una nave de transporte hasta el crucero para partir de regreso a Tres. Entonces, ¿qué había pasado con aquellos dos? ¿Se los habría tragado la tierra?



Metí la nota en el sobre junto con el resto de la documentación. Ahora sí que no tenía ningunas ganas de leer el resto, y menos aún de aterrizar en Cuatro para quedarme allí, en el exilio, quién sabe por cuánto tiempo. Además, yo sólo era un agente de viajes interespaciales. Me pasaba el día expendiendo paquetes vacacionales. «Sí, señora, Cuatro es un lugar precioso, le encantará.» «No se preocupe, señor, en Cuatro también podrá usted jugar a cubo-6». ¿Qué pintaba yo jugando a ser detective? Nada. Sencillamente nada. Pero sí tenía claro que iba a aprovechar cualquier privilegio a mi alcance tanto en el crucero como en Cuatro.



Me desnudé y me metí en la ducha. Abrí el grifo y el agua brotó en abundancia. Aquello si que no lo había visto en la vida. En casa tenía un sistema de depuración cíclica de aguas que me permitía ducharme una vez cada tres días, pero el agua caía en un hilillo fino que apenas daba para dos o tres minutos de aseo. Y podía darme por satisfecho. Conocía a mucha gente que debía hacer uso de los baños públicos o incluso de cabinas de aseo en seco por no disponer de ducha propia en sus departamentos. En el Halley II, sin embargo, el agua no parecía ser un problema. Claro que siendo un crucero de lujo, faltaría menos. Pude quedarme bajo el generoso chorro hasta seis minutos.



Encontré una especie de chándal sobre la banqueta del baño. Llevaba el sello corporativo y mi número de pasajero. Me pregunté si debía ponérmelo y si todos los demás viajeros lo llevarían también. No quería hacer el ridículo paseándome con aquello entre gente de nivel vestida con esmoquin, pero el suave tacto de la tela sintética me resultó demasiado apetecible como para volver a enfundarme en un incómodo traje. Me lo puse y me calcé también unas zapatillas que encontré junto a la puerta. Lo más probable es que aquel atuendo fuese sólo para estar en mi cabina. Sí, debía serlo, pues era incapaz de imaginar a la clásica señorona de moño y sortija tomándose un cocktail vestida con aquel pijama de Across Stars.



Me estiré en la cama. Era realmente confortable. Y grande. El doble que mi diván, tanto de largo como de ancho. Estirar las piernas era posible, estirar los brazos también. Rodé a un lado y a otro. Hundí la cabeza en la almohada. Me tapé con aquellas sábanas frescas y suaves. Me dormí pero no soñé. Sólo había oscuridad y silencio. Me mecían, me acunaban. Me sentí más cómodo de lo que me había sentido jamás y creí que dormiría allí durante años, o al menos podía intentar hibernar hasta llegar a Cuatro. Sin embargo, desperté tan sólo dos horas más tarde. Me acerqué a la pantalla holográfica que había tras la compuerta. Se informaba de los horarios de las comidas, de los servicios a bordo y del protocolo de seguridad en el crucero.



Consulté mi reloj. La una menos cuarto. Aún había tiempo de explorar un poco antes del almuerzo. Me vestí decentemente y salí de mi cabina haciendo uso del código de pasajero que me había facilitado la azafata unas horas antes. Cerré la compuerta y miré a ambos lados del pasillo. En la misma tarjeta codificada aparecían otras series numéricas que activaban las rutas en los pasillos. Si uno quería ir al comedor, pulsaba siete-tres-uno; para visitar la sala de juegos, seis-nueve-dos. Pero ahora sólo quería explorar un poco, dar un paseo por la nave para hacer tiempo hasta la hora de comer.



Uno de los códigos conducía al bar. Decidí que sería un buen lugar por el que empezar. Al introducir el código correspondiente se activó el sistema de guía. Sólo había que seguir las líneas iluminadas en el pasillo para llegar al destino. No estaba lejos, lo cual era bueno, pues seguramente muchos de mis días a bordo empezarían y terminarían aquí. El bar era coqueto y acogedor, aunque quizá la decoración fuese algo recargada en comparación con la funcionalidad de mi cabina. Había música en directo. Un tipo vestido con un espantoso traje verde cantaba clásicos de ayer y de siempre. Me acerqué a la barra y pedí una copa. El camarero s-lav atendió mis deseos obedientemente y yo pude disfrutar del licor sin prisas. Alguien me habló:



-      Por suerte para todos, el licor de bayas aún no escasea.



Era una auténtica preciosidad. Llevaba un uniforme de tripulante, pero no era una azafata.



-      Me llamo Tya. Jefa de operaciones Tya Pearson.



Me tendió su mano a modo de saludo. Se la estreché sin dejar de mirar aquellos ojos verdes que parecían irreales.

-      Soy…

-      Ya sé quién es. El enviado de Mendes, ¿cierto? Tuvimos que buscarle un sitio a bordo a última hora. Insistió muchísimo. No dijo por qué, pero imagino que será importante. ¿Es la primera vez que viaja a Cuatro?

-      La verdad es que sí… ¿Así que jefa de operaciones?

-      Bueno, antes de ser miembro de Across Stars era Teniente en la Sphera, pero cuando acabó la guerra tuve que reciclarme. No está mal, aunque a veces detesto tanta tranquilidad.



Sonó su dispositivo de búsqueda. Le echó una mirada, bebió su copa de un trago y dijo:



-      Bienvenido al Halley II. Disfrute del crucero.



Y se marchó. Era preciosa.

Para ir al comedor tardé un poco más. Se encontraba a unos diez minutos a buen paso. En realidad, a bordo del Halley II había doce comedores distintos y a mí me correspondía el comedor de primera. Antes de llegar ya se podía oler el menú: pudín de alga roja en salsa, filete frío de proteína y tarta ácida. En realidad, todos los platos contenían casi los mismos ingredientes, pero procesados de modo distinto y acompañados de diferentes aderezos sintéticos. Así, uno podía creer que un compuesto proteico a base de alga y soja era un filete real. Sin embargo, todos los que allí comíamos filete frío éramos unos afortunados. La mayoría de la gente en Tres se alimentaba de Omnia, un compuesto sintético que contenía los nutrientes básicos en polvo para diluir. El resultado era una pasta insabora y de textura grumosa, pero se trataba de un alimento completo y muy sano. La empresa que lo fabricaba y comercializaba, NuTrix, era una multinacional cuyos beneficios se multiplicaban año tras año. Ahora trabajaban en Omnia con sabores.



Al acabar el almuerzo, el comandante hizo acto de presencia en el comedor. El máximo responsable a los mandos del crucero era un alemán de mediana edad, de pelo canoso y mirada azul que respondía al nombre de Verner Holbein. Como descubrí más adelante, el comandante Holbein no correspondía al prototipo del germano serio y frío. Sus largos años de servicio en el ejército durante la Cuarta Guerra no habían hecho mella en su serenidad, su aplomo o su simpatía. Asimismo, pude comprobar de primera mano su afición al licor, a las apuestas fuertes y a los chistes verdes.  Puedo asegurar que su comandancia hizo sin duda mucho más agradable el paseo interestelar.



Holbein nos dio la bienvenida a bordo de su nave y nos recordó las múltiples actividades que amenizarían el trayecto. Explicó el uso de los códigos guía para aquellos que no habían descubierto el sistema por sí solos. Luego nos reiteró que la tripulación y los s-lavs estaban a nuestra disposición para lo que hiciese falta y que Cuatro nos iba a encantar. Después de que dijese aquello, tuve la extraña sensación de que me echó una rápida mirada. Luego nos deseó feliz viaje y se marchó, imagino que a dar el mismo discurso a los pasajeros que cenaban en el resto de comedores.



Usé de nuevo mi tarjeta para llegar al camarote y seguí las líneas por los pasillos de la nave. El sueñecito y el copioso almuerzo fueron suficiente para recargar las pilas, así que decidí que podía echar un breve vistazo a  los documentos que Mendes me había hecho llegar vía hombre del traje gris. Los mapas no me interesaban demasiado y además yo no tenía un gran conocimiento de la geografía de Marte por aquel entonces, pues sólo conocía lo básico gracias a mi empleo en la agencia. Los miré por encima sin entender mucho lo que estaba mirando: líneas que supongo debían representar meridianos y paralelos, relieves de cuencas marinas y montañas y algunos puntos sobre los planos que etiquetaban la situación del Bradbury en la superficie del planeta en una zona conocida como Valles Marineris, que era de lo poquísimo que yo conocía de Cuatro. Un enorme cañón cercano al ecuador, de casi tres mil kilómetros de largo y quinientos de ancho. Lo más importante es que su profundidad, que en algunas zonas alcanza los siete kilómetros, hacía de este emplazamiento un lugar ideal para proteger las edificaciones de los fuertes vientos. Recuerdo las impresionantes fotos del cañón colgadas en las paredes de la oficina en Delhi, junto a otras instantáneas no menos hermosas del Monte Olimpo.



Junto a los mapas, dos formularios de reserva de Across Stars a nombre de Jean y Paul Swanson, originales de la antigua América Uno. Así que estos eran los extraviados. La reserva databa del día treinta de enero, con la partida organizada para el  seis de febrero y con fecha de entrada al Bradbury el dieciséis del mismo mes. Según la información que tenía en mi mano, debían haber regresado en el Halley del día nueve de marzo. Sin embargo, no fue así. Tampoco volvieron en el Halley II que llegaba a Tres una semana más tarde. Si tampoco se habían quedado en el hotel, ¿dónde demonios se habían metido? No sé por qué, pero cada vez que sacaba aquellos papeles de su sobre, acababa por tener dolor de cabeza. No tenía ni idea de qué haría una vez que me hallase en Cuatro. Supongo que en el hotel me darían más información, aunque por la nota que me había escrito el señor Mendes, dudaba que hubiese mucha gente al corriente de tan delicada situación. Decía explícitamente que hablase sólo con una tal Giada Bianco y con nadie más.



Lo cierto es que, a pesar de las distracciones a bordo, pasé parte del tiempo en el Halley II dándole vueltas al asunto de los americanos desaparecidos. No es que me importase desde el punto de vista humano, al fin y al cabo no conocía a esa gente de nada. Simplemente me despertaba una enorme curiosidad el posible paradero de Jean y Paul. No se me ocurría dónde podían haber dado con sus huesos. De hecho, lo más probable es que estuviesen muertos. Aquel pensamiento me produjo escalofríos. Intenté apartarlo de mi cabeza. Muertos. Uno se va de vacaciones al lugar más exclusivo de todo el Sistema Solar y no vuelve a casa porque se olvidó de que en Marte no se puede respirar, o simplemente porque no recordó que en Marte la vida humana es inviable a cielo abierto. No importaba qué les hubiese pasado, o al menos eso creía yo entonces. Lo importante era dar con la respuesta lo antes posible y volver a Delhi, a mi departamento, a mi diván, a mi anodina vida.

La demagògia dels burgesos


Quan ens diuen el que cobren Cristiano o Messi ens falta temps per afirmar que es tracta d'una autèntica bestiesa. Al dia següent veiem un partit a la tele o el sentim per la ràdio mentre llegim el Mundo Deportivo o el Marca. 

Resulta igualment una gran paradoxa indignar-se per la situació dels desafavorits al món tot just després de llegir-ho al nostre iPad. No deixa de resultar curiosa una manifestació de persones que criden consignes comunistes mentre fan fotos amb un mòvil de sis cents euros i caminen pel Passeig de Gràcia ataviats amb la indumèntaria pròpia d'un okupa, ben combinada, això sí, amb unes sabatilles Vans de cent euros. 

El principal problema de ser burgesos i d'haver crescut en una societat relativament còmoda i pròspera, on la infelicitat ve donada per la quantitat de coses que no pots tenir, és que veiem la realitat des d'una perspectiva incoherent, enboirada i confusa. És difícil ser creïble en el paper del proletari quan, en realitat, no hem estat mai, de proletaris. 

Podem ser burgesos i viure en aquesta societat que se'ns ofereix i fer-ho amb dignitat i coherència o podem fer el ridícul jugant al Che Guevara de Pedralbes.