martes, 10 de diciembre de 2013

Algo viejo, algo azul


 
Llevo puesto un vestido de trescientos euros y me pesa la cabeza. La peluquera se ha pasado dos horas levantando una especie de moño imposible con mis pelos lacios. Con paciencia, muchas horquillas y dos aerosoles de laca extra fuerte, el nido de cigüeña que llevo sobre mi cabeza debería aguantar hasta la semana que viene, aunque yo sé que se desmontará en cuanto suene la primera sevillana y mi tío me saque a bailarla.

En el minúsculo bolso he metido unos parches para las ampollas que a buen seguro me harán estos malditos tacones. También llevo el delineador de ojos y el móvil. Con lo que me gustan a mí los bolsos grandes donde llevar montones de cosas inútiles entre las que nunca encuentro lo que busco...

Delante de mí, pasean los camareros con bandejas de cosas suculentas que no debería probar a no ser que quiera que la cremallera del vestido reviente ante la atónita mirada de familiares y completos desconocidos. No siempre son dos categorías distintas. Estiro el brazo para coger una de esas salchichas pequeñitas rodeadas de bacon. Están muy vistas, sí, pero siguen siendo un clásico en las bodas. Sujeto con la otra mano una copa de vino blanco espumoso muy frío. Me resisto a tomar asiento, este vestido es demasiado estrecho, tengo las tetas tan levantadas que no me veo los pies. Me apoyo en una escultura junto a la escalinata, intentando pasar tan desapercibida como sea posible, a pesar de mi peinado y de mi escote.

La gente come y habla sin descanso. A la tía Raquel la han sentado en una sillita porque está mareada, dice. Lo que lleva es la cogorza de su vida. Yo también suelo marearme mucho los viernes y sábados por la noche, no te fastidia. Mientras mi madre la abanica con un menú, la tía Raquel maldice el calor. Ya se sabe que en abril, Galicia es como el mismo Sáhara.

Voy a tomarme otra copa de vino. ¿Y el camarero? Lo encuentro flirteando con Eva. ¿O es al revés? Qué más da, en cualquier caso, el tipo no está a lo que tiene que estar. No quiero separarme de la escalinata, porque sé lo que pasará en cuanto me acerque al bufé. ¿Todavía se dice eso de "¡Jefe!"? No, creo que no. Bueno, mi padre lo dice, pero claro, si vamos a tomar a mi padre como modelo lingüístico evolutivo acabaremos por aceptar que "Pregúntale a tu madre" es lo último en neologismos.

Opto, pues, por una especie de chasquido que, en un principio, me queda un poco suave, por lo que debo repetir el ruidito varias veces para conseguir que el camarero aparte la vista del canalillo de Eva y me mire, con gesto de fastidio. Le señalo mi copa vacía para que me traiga otra. Como tarda una centuria, me como medio plato de jamón ibérico, llevando cada fina loncha a la boca a golpe de lengua. Mi copa ya está aquí. Doy gracias a San Albariño por poder seguir emborrachándome y sigo con el jamón.

Desde detrás, alguien me toca el hombro en una serie de insistentes golpecitos que me sacan de quicio. Me doy la vuelta con la boca llena de jamón. Mi madre me dice que ya toca ir a hacerse la foto con los novios. Uy, sí, qué momento. Me trago la bola de carne que se ha hecho en mi boca y noto como baja por mi garganta con cierta dificultad. No creo que el jamón ibérico deba degustarse así. Vacío la copa de un trago para ayudar a bajar ese bolo alimenticio que me atora el esófago mientras mi madre me arrastra del brazo a través de la gente. 

Siempre supe que mi prima se casaría vestida como una tarta de nata. Yo la veía enfundada en una nube de tul decorado con lazos, rosas y brocados. La veía como una especie de piñata gigantesca de color blanco. Así era en mi memoria y así era en la realidad. Me gusta imaginar que debajo de esa yurta vivía una familia de mongoles al completo. El novio se agarra al brazo de mi prima, que es como un tronco, sin saber que ahora es parte de esta familia que se aviene sólo a ratos. La abuela Sofía se sujeta a éste, mientras que el abuelo Miguel hace lo que puede para que se le vea detrás de tanto volante. El fotógrafo saca varias por si las moscas. Hace lo que puede con el material del que dispone, y no hablo de la cámara.

Es mi turno. Me acerco a ellos mientras me subo el vestido para tapar un poco el mostrador. Luego me lo bajo un poco para tapar las piernas. Odio las bodas en primavera, nunca estoy bronceada. Mi prima da un leve empujón al novio para que me haga sitio entre ellos dos. Luego, me aprisionan por ambos lados. Tengo miedo de que debajo de las faldas de mi prima salga Samara Morgan. Vamos, chaval, saca ya la foto. Un par de clicks y soy libre de nuevo. ¿Y mi copa de vino? 

Alguien ha dejado una botella abierta sobre una de las mesas del bufé. Es mi oportunidad. Si no la rescato, se le escapará el gas. Es un acto de solidaridad, no de alcoholismo. Camino con cierta rectitud hasta ella, pero me cortan el paso. La tía Mónica quiere saber por qué he venido "otra vez" sin pareja, quiere saber por qué estoy soltera "aún", quiere saber por qué no me he casado "todavía". Oh, joder. ¿Y a ti qué coño te importa? No le digo eso, claro. Sería peor el remedio que la enfermedad. Le digo que soy lesbiana y sonrío. Sigo caminando hasta el vino mientras mi tía me mira con una expresión que destila intolerancia sin edulcorantes. Por el rabillo del ojo veo como arruga el labio superior. Quizás por eso no me ha preguntado por qué he venido sin mi novia. O quizás no. Cojo la botella y una copa limpia.

Mierda, la prima Eva me ha robado mi lugar junto a la escalinata. No tenía bastante con distraer a mi copero. Busco un lugar seguro donde entrar en coma etílico. ¡Bingo! Árbol libre a las tres. Voy para allá. Desde mi árbol brindo por los novios, brindo por las bodas, brindo por las salchichitas con bacon. Brindo hasta que se acaba el vino y me siento tan mareada como la tía Raquel. Es el calor, el calor tropical del norte de España. Ahora sí, ya estoy suficientemente ebria como para bailar contigo un agarrao, como para seguir bebiendo, como para soportar a mi tía Mónica, que dice que se me pasa el arroz. Yo no cocino, tía Mónica. Yo soy la borracha de las bodas, la que siempre va sola, la que nunca se viste de tarta de nata. ¡Que vivan los novios!