viernes, 30 de marzo de 2012

Viaje a Cuatro. Siete: Morfeo, el traidor


Los días en el hotel transcurrían lentos y pesados, aún habiendo tantas cosas por hacer. La ausencia de Tya hacía la vida mucho más aburrida y, a diferencia del Halley II, en el Bradbury no había hecho un solo amigo. Supongo que hacer amigos era complicado cuando uno se dedicaba a colarse en zonas restringidas para robar bolsas misteriosas. No volví por ninguna de las tres salas de juegos, pues no quería encontrarme con Pato, Hans, o alguno de sus amigotes. 

Las canchas de cubo-6 no me interesaban si Verner no estaba allí para sacarme la pasta y una sonrisa. Evitaba acercarme a recepción por no encontrarme con Giada. Había un enorme salón de baile donde yo, que jamás bailaba, no pintaba nada. Básicamente, pasaba el día de mi habitación al comedor y viceversa. A veces iba al bar a tomarme unas copas, pero generalmente prefería beber en el dormitorio, sumido en mis pensamientos.

Estaba deseando largarme de allí. En parte porque odiaba aquel jodido edificio y a todos los que había allí dentro. Por otro lado, deseaba reencontrarme con Tya en el crucero, aunque existía la posibilidad de que no coincidiésemos. Pero sobretodo quería marcharme de aquella apestosa roca muerta que me hacía soñar cosas siniestras para luego recordarlas durante días.

En mi sexta noche en el hotel, volví a soñar, como todas las demás noches, con la casa del prado. Pero ya no me parecía tan bucólica y pastoral. De nuevo, susurros que requerían mi presencia:  «…ven con nosotros… ven al mundo». Y, de vez en cuando, espeluznantes gritos en la distancia. Sentía la presencia de Jean en la casa, aún sin conocerla. De algún modo, yo sabía que intentaba comunicarse conmigo, pero no se lo permitían. Otra vez gritó Paul su nombre, como si desde la última vez todavía no la hubiese podido encontrar. Intenté hablar también yo. Quería decirle a Paul que Jean estaba en la casa, pero que no podía salir. Mis labios se volvieron pesados y mi lengua se tornó pastosa. No era capaz de articular una sola palabra. No podía ayudarles. Yo seguía de pie frente a la morada de las sombras, dudando entre avanzar o darme la vuelta. Más voces que parecieron leerme el pensamiento: «Tienes que entrar, va a llover». Instintivamente, dirigí mi mirada hacia el cielo, limpio y azul. No va a llover, pensé. Hace sol. Bajé la mirada y me cayó una gota en la mejilla. Y luego otra. Alcé de nuevo los ojos y vi las nubes: negras, amenazadoras. Como por orden divina, empezó a diluviar. Miré a mi alrededor. No había dónde resguardarse. Salvo en la casa.

Le eché valor y di dos pasos al frente. La pequeña escalinata que daba al porche se encontraba a unos pocos metros de distancia. Observé las ventanas de la casa mientras el agua me iba calando. No parecía haber nadie dentro, pero yo sabía que no estaba vacía. Jean estaba dentro. Quizás había alguien más con ella. Di dos pasos más. Luego recordé la mano gris que se había llevado a Jean a las sombras, tapándole la boca. Di un paso atrás. Las voces me acosaron de nuevo: «¿Dónde vas? ¿No ves que está lloviendo? ¡Te mojarás!». El agua caía en mayor cantidad y con más fuerza a cada segundo. A lo lejos, algunos truenos resonaban con fuerza y me empujaban hacia delante. Oí gritar a Paul una vez más, desesperado. Sus chillidos me hicieron retroceder, asustado. Tropecé y caí de culo sobre un charco de fango. Las manos, que estaban colocadas junto al torso inclinado, empezaron a hundirse en el lodo. Intenté sacarlas y no podía. Traté de  chillar y no lo conseguí.  Empezaban a hundirse también las piernas. Mi corazón latía a gran velocidad. Pensé que se me saldría del pecho. Por favor, que alguien me despierte, por favor.

La almohada estaba húmeda y caliente y mi cara también lo estaba a causa de las lágrimas. El corazón seguía palpitando con fuerza. Me incliné y miré a mi alrededor. La habitación estaba en silencio, sumida en la penumbra. Me sequé la cara con las manos y me levanté, aún con las piernas temblorosas. Eran poco más de las cinco, pero lo último que me apetecía en aquel momento era volver a dormir y regresar a la casa del prado. Me acerqué al baño. La cara que me miraba desde el espejo tenía mal aspecto, ojerosa, desaliñada, sin afeitar, pálida. Me metí bajo la ducha, no sin antes haber encendido todas y cada una de las luces de la habitación, como si de aquel modo pudiese espantar mis temores. Me sentía débil, como si de verdad hubiese estado en aquel prado, luchando contra mis miedos para acabar derrotado.

El agua resbalaba por mi piel y se escapaba por el desagüe, desde donde sería conducida hacia planta de reaprovechamiento. Cerré el sistema de la ducha y salí, colocándome una toalla a modo de pareo. Cuando me disponía a afeitarme, llamaron a la puerta. Me asusté. Por un instante incluso creí que aparecería la mano gris tras el dintel. Volví a la realidad y abrí. Era Giada y parecía aún más asustada que yo. Me examinó, reparando unos segundos en mi toalla.
- ¿Qué hacía duchándose a estas horas?
- ¿Qué haces tú llamando a mi puerta a estas horas?
- Algo ha pasado. - Dijo.
- No me digas… ¿alguna vez no pasa nada en este jodido hotel?
- ¿Puedo pasar? – Preguntó, ignorando mi desdén.
- Pasa. 

Entró y se sentó en uno de los sofás de gato, con las rodillas 
juntas y las manos sobre las mismas. Cerré la puerta y me 
giré. Entonces, me miró fijamente y me dijo:
- Faltan seis más.
- Faltan seis más. – Repetí, sin saber a qué se refería con aquello.
- Seis huéspedes del hotel, tres parejas. – Matizó.
- ¿Faltan? ¿Quieres decir que han desaparecido, como los americanos?
- Eso creo.
- ¿Quién más lo sabe?
- Hans.

Giada bajó la mirada al suelo, como si se sintiese avergonzada. Luego prosiguió:
- Sus cosas están en sus habitaciones: las maletas, la ropa, todo. Menos ellos.
Hizo una pausa. Dudé entre si explicarle o no lo que me había hecho saber Mendes acerca de otros desparecidos en el Ares algunos días antes. La miré un instante. Por primera vez desde que había llegado al hotel, vi a Giada como lo que era, una niña. Asustada, frágil. 
- ¿Qué vamos a hacer? No podemos decírselo a Mendes, ¡nos despedirá a todos! Por no hablar de las familias de esos desdichados. ¿Qué les vamos a contar?
- Yo no me preocuparía por eso.- Dije recordando las mentiras y sobornos con los que Mendes se había quitado los muertos de encima, literalmente.
- No, claro. A usted sólo le preocupa usted, ¿cierto? Sólo piensa en marcharse pronto a su querido planeta, donde no es más que un triste perdedor.
Era hasta gracioso escuchar aquellas palabras de boca de aquella chiquilla, y además tenía toda la razón. Yo sólo estaba allí porque la golfa de la señora de Mendes se había quedado con las ganas. Y yo también, reconozco. Desde el principio me había fastidiado el plan que el jefazo tenía para mí, aquella historia absurda de gente que desaparece de la noche a la mañana sin venir a cuento. No me importaba todo aquello en absoluto. Sí, era cierto. Lo único que deseaba era volver a Delhi a despachar billetes y paquetes promocionales.
Miré a Giada, que parecía estar a punto de echarse a llorar. 
- No te preocupes, yo hablaré con el jefe…
- Ya, ¿y qué le vas a contar?
- La verdad.
- ¿Y cuál es la verdad?- Preguntó con cierta desesperación.
- La verdad es que la gente desaparece. Por las buenas. Es lo único que sabemos, así que es lo único de lo que podemos informar, por el momento. ¿Por qué no te vas a dormir un rato?
- ¿Dormir? No puedo dormir. Todas las noches tengo ese… sueño. Esa pesadilla. No he dormido del tirón desde hace días, ni siquiera cuando he tenido turno de noche. Y con la que se nos viene encima…
- ¿Qué sueño?
Mi fingida tranquilidad se esfumó de repente. Tan pronto como recordé la casa del prado.
- ¿Y eso qué más da? Es solo una pesadilla absurda…
- … que tienes cada día y que te impide dormir desde hace días.- Añadí.
- Sí.
- ¿Y bien?
- Hay una casa, en algún paraje hermoso y siniestro a la vez. Todo es verde. Nunca he visto un lugar así. Bueno, quizás en alguna película, o en fotos de Tres. Pero nunca he estado en un sitio así. La casa me da miedo. Y las voces.
No quise asustar aún más a Giada contándole que yo tenía el mismo sueño desde que llegué al Bradbury, asíq eu no le conté nada del asunto.
- Sólo es un sueño. No le des más vueltas. Probablemente sueñes esas cosas porque estás nerviosa.
- ¿Usted cree?
- Sí. – Mentí.
Accedió a marcharse e intentar descansar. Eran cerca de las seis. Después de afeitarme y vestirme bajé al comedor a desayunar. Había el mismo bullicio de todos los días, salvo por algunos murmullos nerviosos que sin duda estarían relacionados con las desapariciones. Comí rápidamente y volví al dormitorio. Puse en marcha el telecomunicador para hablar con Mendes. Tras unos segundos, su imagen apareció en la pantalla.
- Buenos días, señor…
- ¿Buenos? ¿Desde cuándo? Los de Cosmic se han ido de la lengua y la jodida Red nos está poniendo verdes las veinticuatro horas del día. Las reservas han caído un doce por ciento en dos días y seguirán bajando. Y, por si eso fuese poco, la familia de los Swanson ha decidido que aún puede sacar más provecho de su supuesta desgracia. Y todo por culpa de algún cabrón que nos ha vendido… ¿Para qué me ha llamado, si puede saberse?
- Lamento molestarle, señor, pero tenemos más problemas.
- ¿Más?
- Hay más turistas desaparecidos. Seis, creo.
- ¿Y lo dice así, como si nada? ¡Jodido imbécil, no ha hecho más que empeorar las cosas! Todo estaba perfecto antes de enviarle a Cuatro y ahora…
- ¿Todo estaba perfecto? Le recuerdo, señor, que me envió aquí en contra de mi voluntad para buscar a los americanos que, si mal no recuerdo, ya se habían esfumado antes de que yo llegase, ante las incompetentes narices de sus empleados en el hotel…
- Y dígame, ¿de qué me ha servido enviarle allí? ¿Acaso ha descubierto algo? ¿Ha encontrado a los jodidos gringos como le pedí que hiciese?
- No.
Se hizo un breve silencio.
- Va usted a volver en el crucero de pasado mañana. Mientras siga en mi hotel gastando mi tiempo y mi dinero haga el favor de enterarse de lo que pueda con respecto a la nueva situación. No hable con nadie del tema.
- Giada lo sabe, ella me lo contó.- Interrumpí.- Y Hans.
- ¿Quién coño es Hans?
- Un agente. Además, la gente se enterará tarde o temprano de lo que sucede. Alguien echará en falta a los desaparecidos.
- Nadie ha desaparecido, ¿entiende?
- Entiendo.
- Hagan lo posible por controlar la situación y por evitar que corra la pólvora entre los huéspedes. Mantengan la calma dos días. Es todo lo que les pido. E infórmeme de cualquier novedad que se produzca.
- Sí, señor.
- Fin de transmisión.
Bajé a buscar a Giada. Seguramente se quedaría más tranquila cuando se enterase de que Mendes ya estaba al tanto de la situación y de que nadie iba a ser despedido, al menos por el momento. En recepción me dijeron que se había ido a dormir, justo como le pedí. Bueno, ya habría tiempo de hablar con ella cuando estuviese más descansada. Vi a Hans en el hall, atendiendo a una pareja de ancianos que al parecer habían tenido algún problema con el funcionamiento de su tarjeta electrónica. Cuando hubo terminado, me acerqué. Me miró con cara de pocos amigos.
- Hans, tenemos que hablar.
- Estoy ocupado.
- Da igual. Es importante. Es sobre los seis desaparecidos.
Su cara mostró una cierta sorpresa.
- ¿Cómo lo sabes?
- Giada me lo ha contado esta madrugada. Vino a mi habitación muy nerviosa.
- No me he quedado con las pertenencias de nadie más.- Dijo.
- Eso me importa un cuerno, tenemos que hablar, maldito capullo.
- Está bien. Pero aquí no.
Fuimos a la habitación de Hans, que se encontraba en la planta de empleados, la misma en la que se hallaba la ya famosa lavandería. Era más pequeña que la mía, pero parecía confortable. Hans cerró la puerta e hizo un gesto para que me sentase en una banqueta junto a la cama. Él sacó algo de un cajón y se sentó frente a mí, en una silla con tapizado sintético. Obviamente, los lujos estaban destinados a los clientes, no a los trabajadores. Mi nuevo amigo me tendió unos papeles, la documentación de los seis desaparecidos. Un matrimonio belga, dos hermanas chinas y una pareja de mexicanos. Leí sus nombres y sus datos personales. Luego le dije a Hans:
- ¿Qué se supone que debo hacer con esto?
- No lo sé. Supongo que es información importante.
- No lo es. Sólo son nombres. Lo que tenemos que averiguar es qué está pasando aquí. Y debemos hacerlo sin llamar la atención. Lo último que hace falta es que cunda el pánico entre los huéspedes y tengamos que lidiar con el caos en esta cárcel que llamáis hotel.
- Alguien tendría que informar al jefe.
- Ya lo he hecho. Tenemos dos días, hasta que llegue el crucero. Quizá menos. Al parecer, lo de los Swanson ya ha hecho correr ríos de tinta en Tres.
- Bueno, ¿y cuál es el plan? - Preguntó, realmente interesado por lo que tuviera que decirle.
- Lo más importante es la discreción. Hay que mantener a la gente entretenida mientras investigamos lo sucedido.
- Está bien. Me encargaré de que los clientes estén distraídos.
- Y hay que abrir bien los ojos, alguien está pasando información a los de Cosmic.
- Los telecomunicadotes registran las llamadas. Si los han usado para filtrar información, podemos rastrear las conversaciones.
- Pues haz un barrido. Y ya que estás, comprueba también las comunicaciones de los desaparecidos. Igual nos dan alguna pista.
- De acuerdo. No hay problema. Yo me ocupo.
- Bien. De momento eso es todo. Cuando descubras algo, infórmame.
Me levanté y salí al corredor. Empezaba a dolerme otra vez el estómago y, por desgracia, ya no tenía a mano las píldoras de Ivanov. Era la hora del almuerzo, pero las molestias me hicieron perder el apetito. Podría haberme acercado a la enfermería del hotel, pero escogí echarme un rato y recuperar parte del descanso perdido esa noche. Si después de la siesta no me encontraba mejor, aún estaría a tiempo de ir. Además, el dolor todavía era muy leve, poco más que un estorbo. Una vez en la cama, me estiré boca arriba y cerré los ojos. No tardé mucho en caer en brazos de Morfeo, quien de nuevo me llevó de la mano al prado de atmósfera malévola.
El día estaba claro y limpio, como si acabase de llover y el agua hubiese arrastrado las impurezas del aire. La hierba seguía húmeda, pero no había ni rastro del lodazal en el que hundí mis posaderas durante la última visita. Volvía a ser la llanura fragante y fresca de mi primer sueño. No oía voces, sino cantos de pájaros. A lo lejos, una tórtola ululaba al viento. La casa resplandecía delante de mí, como si acabasen de pintarla. Había cortinas limpias en las ventanas y el porche estaba reluciente. No había nada amenazador en aquella combinación de imágenes, sonidos y aromas. Era de nuevo un prado pastoril y bucólico.
Aunque nadie me llamaba, me sentí de nuevo atraído hacia la casa, de la que ahora me llegaba un intenso olor a pan recién hecho. Caminé despacio hasta el porche y así la barandilla de madera. Subí los escalones sin miedo. Abrí la puerta. No chirrió, como en las historias de terror, sino que se abrió suavemente. Dentro, el fuego estaba encendido y la mesa estaba preparada para el almuerzo, pero no había nadie. Parecía una de aquellas viviendas antiguas, de cuando aún no existían las megapolis. Por todas partes se veían viejas herramientas, la mayoría de las cuales desconocía su uso. Las flores que había sobre la mesa despedían un agradable aroma. 
No dudé en sentarme en una de aquellas rústicas sillas de auténtica madera. No sabía por qué, pero de algún modo esperaba que alguien saliese a servirme la comida. ¡Me sentía tan cómodo y feliz allí! Entonces, un ruido que provenía de adentro me hizo volver de mi ensoñación momentánea y otra vez tuve miedo. ¿Quién había allí? ¿Por qué había entrado en aquella casa, de la que nunca me había fiado antes? Me levanté sobresaltado y me dirigí a la puerta. Cuando tuve el pomo entre mis dedos, la escuché: «¿Dónde vas? ¿No ves que es la hora de comer?» Se me heló la sangre. Aquella voz… no era Jean, pero la reconocía. El terror me impedía girarme a comprobar lo que ya sabía: que Giada me estaba llamando. 
Intenté abrir, pero no pude. El miedo me dominó. Por el rabillo del ojo, vi que se acercaba despacio. Tiré otra vez y la puerta cedió. Entonces ella gritó: «¡No puedes irte!¡No puedes dejarme aquí!» y luego intentó agarrarme del brazo antes de que pudiera salir. Tropecé en los escalones del porche. Me levanté y corrí sin saber adónde, corrí con todas mis fuerzas para alejarme de Giada, que quería que me quedase con ella en aquel infierno onírico.
Me despertó el sonido de la alarma del intercomunicador del hotel. Era Hans. Estaba pálido como la cera. Tartamudeando, sólo fue capaz de decir:
- Giada no está.