domingo, 6 de enero de 2013

Naranjas de la China: Beijing y la Gran Muralla china

Poco antes de venir a vivir y a trabajar a China, mi maravillosa Diana (que es como una hermana que la vida me ha querido regalar) y yo hicimos un mapa de la prosperidad. ¿Que qué es eso? Bien, pues se trata de una especie de "collage" en el que uno plasma sus deseos, ambiciones y objetivos futuros, tanto en el ámbito personal, como en el social, el intelectual o el profesional. Es una manera como cualquier otra de automotivarse, de empujarse a uno mismo hacia la consecución de los logros propios. Y a mí me funcionó. Muchas de las ambiciones y sueños que  decoraban mi  mapa de la prosperidad ya se han hecho realidad, gracias a mis propios esfuerzos por no defraudarme  más a mí misma. Lo más curioso es que, en el mismo centro de mi composición de imágenes y frases motivadoras había una foto de China, y más concretamente, de la plaza de Tian'anmen que, para los que no lo sepan, es uno de los emblemas de Beijing (o Pekín). ¿Y a santo de qué viene todo este rollo? Pues resulta que, justo dos días antes de acabar el año 2012, que en general ha sido maravilloso (siempre hay excepciones con ojos bonitos), estaba paseando por esa maravillosa ciudad que es la capital de este increíble país en el que vivo.

No obstante, el viaje hasta allí no fue un camino de rosas, precisamente. Mi residencia se encuentra en Wuwei, provincia de Anhui, que está como a unos mil doscientos kilómetros de Beijing. Además, en Wuwei no tenemos aeropuerto ni estación de tren, lo cual dificulta mucho los desplazamientos. El sábado 29 de diciembre por la mañana tomé un autobús que me llevaría hasta Hefei, capital de esta provincia. Se trata de un trayecto de más de tres horas por carreteras llenas de baches, en un vehículo sin calefacción lleno de chinos que fuman, escupen en bolsas de plástico y hablan por el móvil a tal volumen que a uno le hace pensar si de veras lo necesitan. La temperatura ese día era de alrededor de ocho grados bajo cero y estaba nevando con intensidad. Podéis imaginar lo cómodo de la situación... Sin embargo, lo peor fue que, al llegar a Hefei, había un caos tremendo en la carretera, y nos costó más de media hora entrar en la estación de autobuses. Al bajar del vehículo, los taxistas se peleaban por llevar a los pasajeros a sus respectivos destinos. Uno de ellos agarró mi pequeña maleta mientras me chillaba como un loco, un chino muy loco. No entendí nada, aunque supongo que me estaría diciendo, con la educación que caracteriza  a este pueblo, algo así como: "Disculpe amable señorita, ¿la acerco al aeropuerto?" ¡Qué coño! Seguramente diría: "Va que tengo ahí el taxi y como tienes pinta de extranjera gilipollas te saco cien yuans en una carrerita de nada". El caso es que yo tenía muchísima prisa porque mi vuelo salía en menos de una hora, así que me fui con aquel amable señor en su taxi sin licencia hasta el aeropuerto de Hefei. Cuando llegué, ya estaban embarcando mi vuelo y me fue de un pelo perderlo, pero por suerte no fue así.

Llegamos a Beijing en un par de horas. Desde el aeropuerto, tomé el metro hasta Wangfuxing, que es la zona comercial, en el centro de la ciudad. La temperatura a las cuatro de la tarde era de doce grados bajo cero, aunque al menos no nevaba, el cielo estaba completamente despejado. Al salir del metro, tomé un taxi para ir hasta mi hotel. Probablemente di con el taxista más incompetente de toda Asia porque dimos más vueltas que una noria y el tipo no daba con la dirección. Me puse tan jodidamente nerviosa que le pedí que parase y me fui caminando y maldiciendo en cristiano hasta que vi el hotel, en la misma calle por la que habíamos pasado como cien millones de veces. 

Me di una ducha y salí a pasear, a eso de las seis de la tarde, o de la noche, según se mire, por las heladas calles de la ordenada y limpia ciudad de Pekín. Sorprendentemente, o quizás no, ésta no se parece en nada a la caótica y excitante Shanghai. De hecho, perfectamente podría pasar por una ciudad europea o americana si no fuese por los caracteres chinos que lucen los letreros de neón. Se trata de una ciudad más abierta, sin tantos rascacielos, sin tantas callejuelas estrechas, más limpia y con más parques y plazas. No sabría explicarlo bien, pero en mi opinión, Shanghai es una ciudad mucho más "china" que Beijing. Di una vuelta por Wangfuxing y bajé hasta Tian'anmen, pero hacía demasiado frío, así que deshice lo andado y me fui a cenar. Después de cenar me acerqué al mercado de la seda, que es un lugar maravilloso, y a eso de las once volví al hotel. Al día siguiente quería levantarme pronto para ir a Badaling a ver la Gran Muralla.

El domingo me levanté a las siete, me duché y bajé a desayunar. Había tres formas de ir a Badaling:

1. Tomar el tren desde la estación del norte de Beijing. Es la mejor opción, pero hacía semanas que había intentado comprar un billete y estaban agotados, así que mi gozo en un pozo...

2. Tomar un autobús desde la puerta de Deshengmen. Es la opción más barata, aunque no tan interesante ni cómoda como el tren.

3. Ir en taxi. Se trata de una opción carísima y arriesgada, además de que puede ser ilegal.

Pues bien, como la primera opción estaba descartada, me decidí por la segunda. Fui en metro hasta Deshengmen y me di de bruces con la realidad. Ni uno solo de los muchos autobuses que iban y venían quería llevarme a Badaling. Una chica china me vio tan desesperada que me ayudó a hablar con los conductores de los autobuses. La explicación que daban era que, debido al mal tiempo, había placas de hielo en las carreteras, lo cual hacía imposible llegar. La traducción: "No nos sale a cuenta si no llenamos el autobús". Genial. 

Lo peor era que al día siguiente me marchaba de Beijing, y además la razón principal por la que había ido era justamente ver la muralla. Después de casi dos horas tratando de subirme a un autobús, me di por vencida y me encaminé hacia el metro de nuevo. No había autobús y yo sola no podía pagar un taxi. Pero... cosas de la vida, del destino o de la suerte, en mi camino al metro me crucé con dos chicas extranjeras y me decidí a usar el último cartucho que me quedaba. Se trataba de dos chicas canadienses que trabajan en Corea del sur y estaban de vacaciones. Les pregunté si iban a Badaling y me dijeron que sí, así que les expliqué mi intento fallido y les propuse ir en taxi y pagarlo entre las tres. Sería más caro que el autobús, pero era asequible. Les pareció bien, así que caminamos juntas a la estación, donde se nos unieron dos chicas más que venían de Noruega. Después de negociar precios con varios taxistas (haciendo uso de mi chino de entre Cuenca y Valladolid), Lisa, Liz, June, Elizabeth y yo estábamos comprimidas en un taxi ilegal que, saltándose los peajes, nos llevaría a la muralla por cien yuans cada una (unos doce euros).

El trayecto duró cuarenta y cinco minutos y debo reconocer que el placer de salir de aquella lata de sardinas fue incluso mayor que el de encontrarme de morros con una de las siete maravillas del mundo. La muralla, rodeada de montes nevados. Qué preciosidad. Caminamos por la muralla durante unas dos horas mientras nuestro chófer esperaba al margen de la carretera. Había valido la pena, cada kilómetro, cada bache, cada grado bajo cero.

Al volver a la ciudad, las chicas noruegas se despidieron y Liz, Lisa y yo fuimos a comer "dumplings" (esos saquitos al vapor rellenos de carne, verduras...). Ellas tenían entradas para la ópera china por la tarde, pero quedamos en vernos esa noche para ir al mercado de la comida y comprobar si había valor para comer insectos y otras exquisiteces de esas que dan ganas de vomitar. Solamente hubo valor para degustar caballito de mar frito, que sabe a pescado y es fácilmente digerible. Las crisálidas, los ciempiés y las cucarachas... para quien los quiera (seguro que mi amigo Víctor no les haría asco). Luego fuimos de compras y a tomar una copa (bueno, tres) juntas. Ellas se quedarían dos días más en la gran ciudad, pero yo debía coger el tren al día siguiente, el 31 de diciembre, para ir a pasar el fin de año con mis amigos de Zhengzhou, pero eso es otra historia. Siempre digo que lo mejor de viajar sola es que haces amigos a la fuerza.

La mañana siguiente madrugué para ir a la Ciudad Prohibida antes de tomar mi tren. Hacía un frío horroroso pero la tempranía me permitió sacar fotos del palacio sin demasiados turistas de por medio. A las doce cogí el metro hasta la estación de Beijing oeste, que es colosal, infinitamente más grande que muchos aeropuertos internacionales europeos. 

Por cierto, ya tengo mi mapa de la prosperidad para el año 2013, pero no diré lo que hay en el centro por si acaso es cierto que los deseos que se cuentan no se cumplen...