domingo, 17 de noviembre de 2013

Niñas Raras. Capítulo cinco: Tropezar con la misma piedra



La soledad es una extraña compañera. Ciertamente, te hace compañía, lo cual no deja de ser paradójico. A la gente le da miedo estar sola. Por ello, la mayoría de las personas busca rodearse de otras, vivir con otras, tener hijos, mascotas, e incluso plantas. Parece que cualquier ser vivo que tengamos cerca es mejor que no tenerlo. Sin embargo, hay personas que terminan por acostumbrarse a la soledad y la abrazan hasta tal punto que resulta después complicado volver a compartir el espacio vital con los demás.

Hablo sola muchas veces. Tengo auténticas conversaciones conmigo misma. No estoy loca, no. Aunque eso dicen los locos. Que no están locos. Lo único que sé es que la soledad me ha enseñado quién soy realmente. Y ésta es la verdadera razón por la que la gente no desea estar sola. No es que crean que hay monstruos en el armario o debajo de la cama. Tampoco piensan que entrarán a robar en casa o que un día pueden descalabrarse en la bañera, de manera que su cadáver estaría abandonado en casa por quién sabe cuántos días. No. Lo que la gente teme de verdad es escucharse, porque, cuando nadie nos oye, nuestro maldito yo interior se pone a gritar que somos unos débiles, unos perdedores, que no hacemos las cosas bien, que debemos pedir disculpas o que ya va siendo hora de mover el culo.

Hoy no quiero escucharme. Hay días en los que no me soporto. Me he despertado y he puesto la radio. Explican las mismas cosas todos los días. Nunca hay buenas noticias. Y encima no queda café. Mi ropa está sobre la silla. Unos vaqueros grises y un jersey negro de cuello alto. Me siento en el borde de la cama para calzarme las botas de caña alta. Voy a recogerme el pelo en una coleta. Casi siempre lo llevo suelto, pero está un poco sucio y no tengo ganas de ducharme. Me pongo el abrigo rojo y bajo a la calle.

Hace frío, a pesar de que el día está despejado. En realidad, es el peor frío de todos. Es un cielo que engaña. Ahí lo ves, pintado el sol de un amarillo traicionero. Sol frío. Pareciese que de la acera suba el helor que me envuelve. Veinte metros más y estoy en el bar. Ya puedo quitarme el abrigo. El camarero me mira desde la barra. 

-Póngame un café cortado, por favor. Sin azúcar. -Le digo al camarero y él asiente.

Le pega un buen meneo a la cafetera exprés. Pone la jarra metálica bajo el pitorro del vapor para calentar la leche. Un quejido y la leche hierve.  El camarero sale un momento de detrás de la barra y me trae el cortado, tintineando la taza sobre un plato con el esmalte algo descascarillado. Me ha puesto un sobre de azúcar. 

Saco el móvil del bolso y lo dejo sobre la mesa. Lo miro y paso el dedo índice por la pantalla oscura. El tacto activa el aparato, que se ilumina y me muestra un salvapantallas de París. No hay ningún mensaje sin leer. Doy un sorbo al café, que está demasiado caliente. Miro el móvil de nuevo y repiqueteo con las uñas sobre la fórmica.

Una señora gorda entra por la puerta. Me mira de reojo y se dirige a la barra. Va demasiado maquillada y, cuando se quita el abrigo, compruebo que también su ropa es algo estridente. Lleva las cejas pintadas. Eso le da un aire tragicómico. Sienta sus generosas posaderas en el taburete y pienso que, de un momento a otro, se desbordará. Solamente son las once de la mañana pero ella pide vino. Me distrae la musiquilla de la máquina tragaperras, que canturrea desde un rincón la mala fortuna de la niña sin suerte.

En la calle, la gente viene y va. Un chico tapado hasta las cejas reparte bombonas de butano y una mujer grita desde un balcón que suba una al quinto primera. Doy otro sorbo a mi café. Ya no quema, así que con un par de tragos más lo he terminado.

-¿Me pone otro, por favor? -Le digo al camarero, levantando un poco la voz sobre la música de la tragaperras.

La señora gorda también se toma otro vaso de vino blanco. Sorprendentemente, aún no se ha desbordado. Ahí sigue, como uno de esos budas de oro y jade, con la barriga prominente y la postura inalterable. Sólo cuando se levanta para marcharse atisbo cierta inestabilidad en sus andares, pero no pierde el control. Se pone el abrigo, paga su consumición, saca un paquete de tabaco de la máquina y sale a la calle, montada en sus tacones viejos.

La niña sin suerte se ha quedado sin monedas. Rebusca en su billetero marrón y encuentra un billete de diez. Va hasta la barra y pide cambio al camarero, sin apartar la vista de la máquina que la esclaviza. Tiene miedo de que alguien se la arrebate y se lleve el premio que ella se está trabajando.

Vuelvo a mirar el móvil, pero nada. Lo guardo en el bolso y saco el monedero.

-¿Qué le debo? -Pregunto al camarero, que ahora pasa la bayeta sucia sobre la barra.

-Uno ochenta. -Dice, sin mirarme.


Suelto dos monedas sobre la mesa y me pongo el abrigo. Cojo el bolso y salgo a la calle. Entonces suena el teléfono. No es un mensaje, me estás llamando. El niño con principios vuelve a la carga.

-¡Hola! ¿Qué haces?
-Ahora mismo, nada. He salido a tomar café, pero vuelvo a casa. Hace mucho frío. -Respondo.
-¿Por qué no vienes a mi casa?
-¿Estás loco? ¿Y ella?
-Está de compras, en el centro, con sus amigas. Estaré solo todo el día. 
-Igualmente se dará cuenta. No es buena idea. ¿Por qué no vienes tú, como siempre?

Se hace un silencio largo.

-¿Entonces? -Insisto.
-Bueno, pues voy yo. Tardaré media hora, o quizás tres cuartos.
-Vale. Pues espero en casa. Hasta luego.
-Hasta luego.

Pepito grillo dice que la estoy cagando otra vez. Me lo repite mientras me ducho y me arreglo. Insiste mientras me visto. Cuando me miro al espejo, con el pelo reluciente y los ojos brillantes, escucho como grita desde algún lugar de mi conciencia.

Suena el timbre y aprieto el botón del interfono sin responder. Ya sé que eres tú. Espero tras la puerta. Abriré cuando oiga tus pasos al salir del ascensor. Ahí estás. Entras en el piso y no dices nada. Me besas con furia. Las lenguas no se ponen de acuerdo, luchan por empujar más fuerte, por llegar más lejos. Desatas el batín que llevo puesto. Lo abres y me comes los pechos por encima del sujetador. Tus manos se mueven frenéticamente. Joder, me vuelves loca. Noto las bragas mojadas y deseo que me las arranques. 

Te quito la camiseta como puedo y te desabrocho el pantalón. Meto la mano y encuentro mi juguete preferido, caliente y duro como una piedra. No me dejas seguir. Me desnudas del todo y me apoyas contra la pared. Entonces te agachas y me abres ligeramente las piernas. Siento tu lengua recorrer mi entrepierna. Apoyo un pie en tu hombro y sujeto tu cabeza con fuerza. Me corro en tu boca mientras me miras desde abajo, con la mirada del mismo demonio. Maldito seas.

Te levantas y me das la vuelta. La pared está fría y los pezones se endurecen aún más al entrar en contacto con la misma. Oigo como te quitas los pantalones. Luego, me levantas una pierna en un ángulo casi recto y siento como entras con fuerza desde atrás, mientras me dices barbaridades al oído, entre mordisco y mordisco. Joder, voy a correrme otra vez. Estoy a punto de gritar cuando me empujas la cara contra la pared, ahogando mis gemidos. El dolor me enciende más. Vuelves a darme la vuelta y me follas sosteniéndome las piernas mientras mi espalda golpea la pared y nuestras bocas se retuercen. Me follas así mucho rato. Luego me bajas al suelo y me obligas a arrodillarme frente a ti, me sujetas la barbilla y te corres en mi boca, con un gemido glotal que te cierra los ojos, dibujando una mueca de dolor y placer en tu cara. Noto el esperma resbalando por la barbilla, goteando sobre mis muslos, aún caliente. 

Cuando te has recuperado, me pasas una toalla y me limpio. Me das un beso y sonríes. Nos tumbamos en la cama y me abrazas.  Sé que todo esto es mentira. Los abrazos, los besos, las palabras. Sólo los orgasmos son de verdad. Se que, una vez satisfecho, volverás a tu palacio y yo me quedaré de nuevo sola, escuchando mis malditas verdades crueles que me repiten a diario que soy la niña sin principios y que eso siempre sale muy caro. Mientras tanto, abrázame.