viernes, 25 de octubre de 2013

Niñas Raras. Capítulo tres: De cómo me enamoré de ti por última vez


Precioso día aquel seis de noviembre, entre un verde y un gris que no atormentaba. Me apetecía un café de verdad y bajé a buscarlo. Me puse unos pantalones de chándal negros, una sudadera y la bufanda roja, porque era una mañana hermosa pero fría. Las calles ya habían despertado hacía rato. Me abrí paso entre kioscos de prensa, vecinos paseando a sus perros y niños que disfrutaban del sabor de otro sábado en la ciudad.

Caminaba deprisa, con las manos casi heladas en los bolsillos y la cabeza encogida, como tratando de meterla junto con el cuello, debajo de la bufanda. Miraba la acera y veía los pies de las personas con las que me cruzaba. Notaba el sol tibio en la coronilla y el aire gélido tratando de atravesar la poca ropa con la que había salido en busca de mi desayuno.

Al entrar en la cafetería, me invadió el olor a expreso y a churros fritos. Decidí que ambos eran dignos de ser parte de mi mañana. En una bolsa de papel marrón que me calentaba las manos, los saqué de allí al frío de las calles. Y ahí estabas tú, con la sonrisa de los días inciertos, con la mirada de lo que aún está por suceder. Tú, bajo tu cazadora marrón, con las manos en los vaqueros y las botas medio desatadas.

-Marta. -Dijiste.

Te miré un siglo entero. 

-¿Qué...qué haces tú aquí? -Creo que dije.

-Lo mismo que tú, comprar café y churros.


Y aquella sonrisa duró hasta siempre.

-No... quiero decir... ¿qué haces en Madrid? ¿Cuándo has vuelto?
-No he vuelto, Marta. Estoy solamente de visita, por un tema del trabajo. -Hiciste una pausa. -Y, bueno, no sé, supongo que de algún modo sabía que no habrías renunciado al ritual del sábado por la mañana. Me alegra no haberme equivocado. -Me miraste de arriba a abajo. -Estás... vaya, no has cambiado nada.
-Yo...no. Yo, bueno, no. Supongo que no. Pero, vaya... es... es increíble verte aquí.

Lo sé. Mi cara de imbécil no tenía precio. El frío había dado paso al calor de verte, mi error, mi amor.

-Si me das un minuto para que compre un café te acompaño en tu desayuno.
-Sí, sí, claro. Aquí te espero. -Contesté.

Sacaste unas monedas del bolsillo mientras entrabas en el local. Desapareciste unos minutos. Y allí estuve ese tiempo extraño, bajo el cielo cobrizo de aquel frío sábado madrileño, incapaz de entender si la vida me daba una nueva oportunidad o si simplemente me recordaba cuan tonta fui.

La había cagado bien la vez anterior. Ya lo sabes, soy la niña racional, la que hace siempre lo debido y nunca lo que desea. Joder, te amaba tanto. Pero el amor nunca es suficiente, siempre hay otras cosas menos importantes que acaban importando más. 

Saliste de la cafetería con tu sonrisa sempiterna.

-Vamos.
-. Vamos. -Dije.

Caminamos hasta la parroquia de San Lorenzo, que se alzaba digna entre las callejuelas. Entre tú y yo, sólo unos pocos centímetros de cariño falto de riego. En la minúscula plazuela, la niña Carmen tostaba castañas. Parecía que hubiese estado allí siempre, igual que nosotros.

-Dime, ¿qué has hecho últimamente? -Preguntaste.

Me recoloqué la bufanda como pude.

-Bueno, poca cosa. No estoy demasiado inspirada. -Hice una pausa para beber. No te miré pero te veía a través de mi delirio. -El mes pasado expusimos en el bar de Tino. ¿Te acuerdas que antes íbamos mucho por allí? Bueno, pues vendí, pero dos fotos nada más. La verdad, si no fuese por el trabajo en la revista me moriría de hambre. 

Hice una pausa. Tú bebías café y escuchabas cómo mis ambiciones se habían escurrido entre mis dedos. Continué:

-Pero, oye, mejor cuéntame tú qué estás haciendo aquí. Mi vida es más o menos la misma de siempre.

"Salvo que no estás tú. Y que te echo de menos".

-Tengo una reunión para un proyecto. Es mañana por la mañana, pero esta noche tenemos una cena. Si no haces nada, podrías venir.
-¿Yo? No, no. Es una reunión de trabajo...yo no pinto nada. Y, por cierto ¿qué proyecto es ése? ¿En Madrid?
-Es para levantar un centro de convenciones en la zona norte, cerca de las cuatro torres. Se supone que nos lo aprobarán mañana. Luego me marcharé a Roma. Por favor, ven a cenar esta noche. Quién sabe cuándo volveremos a vernos... 
-En serio... no creo que sea buena idea, tendréis que hablar de trabajo... -Me excusé.
-Será una cena informal. -Me interrumpiste. -Con los promotores y algunos amigos. Venga, no te hagas más de rogar. Te pasaré a buscar a las nueve.
-No sabes dónde vivo. -Repuse en un tono infantil mientras remataba mi café.
-Tu vida es la misma de siempre, ¿no? -Soltaste en tono burlón.
-Sí, la misma de siempre.

El paseo terminó con un largo abrazo en Embajadores, donde tomaste un taxi que de nuevo te apartaba de mí. Dos años antes, habíamos dado estos paseos muchas veces, cogidos de la mano, cuando aún no había cometido el gran error de dejarte ir. Dicen que es la mayor muestra de amor, pero es una estupidez. Si amas a alguien, no quieres que se marche, aunque sea lo mejor para esa persona. 

De nuevo en casa, traté de terminar el maquetado que debía presentar el lunes, pero mi cabeza estaba demasiado ocupada pensando en ti. Sentía una mezcla de alegría y de miedo. Estabas aquí pero te marcharías otra vez. ¿Qué clase de conjuro podría yo usar para evitar que te fueses de nuevo? Si pudiese volver atrás te aseguro que te atraparía y nunca te dejaría ir. Niña miedosa, niña cobardica. ¿Por qué ser amiga del hombre al que amas? ¿Dónde se compra la receta del egoísmo?

Niño, por tu culpa no acabé mi trabajo, ni comí, ni dormí mi sagrada siesta de los sábados. Por tu culpa eran las seis y estaba ya pensando qué ponerme. Niño que me vuelve loca.

A las ocho y media te esperaba sentada en el brazo del sofá, con mi segunda copa de vino blanco en una mano y el teléfono móvil en la otra. Levanté la mirada. Mi piso es pequeño. Hay pocos muebles y muchos libros. Hay fotos en la pared, algunas son de cuando la niña María aún cantaba en el bar Segundo, antes de que la vida la andase jodiendo.

A las nueve y cinco sonó el timbre y empezaba la prueba. Quizás hubiese sido aquella mi última oportunidad. Con tu traje gris oscuro y los botones superiores de la camisa desabrochados, me nublaste el juicio y sabes que eso no es fácil, que soy de temperamento granítico. Cuánto te amo.

-Qué guapa, Marta. Vámonos.

Te hubiese seguido al fin del mundo si hubiese hecho falta, aun con aquellos zapatos incómodos que me comían la piel de los talones. Mientras me llevabas de tu brazo escaleras abajo, me preguntaba cómo demonios iba a impedirte vivir tu vida habiendo sido yo quien, en primer lugar, te empujó a ello.

La cena fue agradable y, sí, tal como prometiste, informal. La charla empezó con cuestiones relacionadas con el proyecto pero, a partir de la tercera botella de vino, tomó otro rumbo.

-¿Sales con alguien, Marta? -Preguntó uno de tus amigos.
-No. -Dije tímidamente sin dejar de mirar mi plato mientras trataba de cortar otro pedazo de carne.
-Vaya, vaya, Pablo, no pierdes el tiempo ¿eh? -Dijiste mientras reías.
-Venga hombre, sólo era una pregunta... -Se excusó el tal Pablo.
-Marta y yo salíamos juntos, ¿sabes? Era mi chica... -Dijiste con cierta sorna mientras te llevabas la copa a la boca.

Mierda. ¿Por qué soltar aquello allí y en aquel momento?

-¿En serio, Marta? -Preguntó Pablo. -¿Y por qué le dejaste? Venga, cuéntanos los trapos sucios...
-¿Por qué asumes que me dejó? -Dijiste si parar de reír.
-Tiene razón. -Interrumpí. -En realidad fue una decisión mutua. -Expliqué. -Por el bien de ambos y de nuestro... nuestro futuro profesional. 

Fue terminar de decirlo y pensar que aquélla era la excusa más estúpida que jamás había escuchado para tratar de justificar una ruptura. Pero, ¿qué otra cosa podía decir? No iba a explicarle a tu amigo Pablo que te dejé ir porque me dolía pensar que te estancabas por mi culpa, o porque tenía miedo de ser un lastre para ti, o de que tú lo fueses para mí. Desafortunadamente para ambos, Pablo seguía sintiendo curiosidad por nuestro pasado juntos. Y también por nuestro presente.


-Y dime, ¿ha vuelto la chispa? -Insistió Pablo.

Yo callé y te dejé responder.

-Ahora somos buenos amigos nada más.

Me miraste fijamente pero no supe leer ni entender tu misterio.

Tras la cena, te ofreciste a acompañarme a casa. Me negué la primera vez, y alegué que no me importaba tomar el autobús nocturno. Fue un riesgo tonto, lo sé. Si estaba claro que quería que me acompañases, ¿para qué hacerme la dura?

Insististe. No quise rechazar la segunda oferta. Volvimos a pie.  Tú llevabas tu brazo sobre mi hombro. El alcohol, dicen, es traicionero. Otras veces, es sólo el empujón que necesitamos para dar ese salto al vacío que llevamos todo el día queriendo dar. A mí, el vino no me hace más fuerte, sin embargo. No salían de mi boca las palabras que, en realidad, quisiera haber pronunciado. Por suerte para mí.

-¿A qué hora es tu vuelo mañana? -Pregunté, en cambio.
-Temprano.

Quitaste tu brazo de mi hombro y llegamos a mi portal. Me quedé allí quieta un segundo y esperé el milagro. Niña soñadora, niña voladora. Me miraste y esbozaste una media sonrisa. Luego me tocaste la punta de la nariz, en un gesto paternal. Vamos, estoy lista. Se hizo un silencio de esos eternos. Te pasaste la mano por el pelo y esquivaste la mirada un segundo.

-Marta... voy a casarme.

Maldito niño cruel.