martes, 19 de noviembre de 2013

Los dioses cabreados



ateo, a: que niega la existencia de Dios.
agnóstico, a: que niega la posibilidad del conocimiento de lo divino o de lo que trasciende de lo experimentable. No niega la existencia de Dios, sólo la desconoce y por tanto, no cree.
dogma: fundamentos capitales de cualquier ciencia o doctrina.
ciego, a: privado del sentido de la vista. Metafóricamente, persona estúpida que se niega a ver la realidad.


Cuando tenía poco tiempo de vida, mis padres, como casi todos los padres españoles de la época, me pusieron en manos de un señor con vestido para que me diese la bendición y me mojase la cabeza usando una concha llena de agua. Una cristiana más en el mundo, católica para más señas, que para eso nací en Castilla.

Nueve años más tarde, otro señor con vestido me soltaba semanalmente sermones sobre el amor al prójimo, los mandamientos, el pecado, la fe y el sacrificio. A cambio de soportar semejante tedio y una ceremonia de hora y media, me vistieron como a una princesa y me colmaron de regalos. Eso sí, tuve que comerme un trozo de oblea como la que ponen en el turrón de Alicante, pero sin el turrón. Lo bueno es que me dieron vino. Seguía siendo católica ante los ojos de Dios y mi alma estaba asegurada por algún tiempo más.

Y ya está. Ésta es mi relación con la Iglesia Católica. Luego he pisado algunas iglesias, claro. Algunas veces como turista. Me gustan las iglesias, son tranquilas y bonitas. Además, en Europa tenemos unas catedrales maravillosas que, si bien han costado sangre, guerras y sufrimiento, ya que están ahí merece la pena verlas. En alguna ocasión me han invitado a bodas y no me he podido librar. También he asistido a algún que otro funeral. Los funerales ya son tristes. ¿Hace falta celebrarlos en un sitio oscuro, con un cura diciendo que somos ovejas y que nuestro difunto amigo o familiar resucitará como hizo Cristo, cual zombi Romeriano?

No soy atea ni tampoco agnóstica. Fundamentalmente, creo las cosas que la ciencia ha demostrado. No obstante, soy una humanista y también creo en otras cosas que ni han sido demostradas, ni pueden explicarse desde la razón. Son cosas que se sienten o que se perciben. Además, no entraré en detalles pero algunas experiencias personales me han llevado a pensar que hay mucho más de lo que conocemos. Eso sí, ni sé cómo llamar a estas creencias, ni quiero etiquetarlas. Algunos lo llaman espiritualidad, pero no sé si estoy del todo de acuerdo.

La cuestión es que, en algún momento de la historia, alguien decidió relacionar directamente espiritualidad y dogma. Voilà, ya tenemos religión. En principio, la religión nace (y sobrevive) como una herramienta de control. Dios (o Zeus, o Alá...) dice que está mal robarle al vecino y que si lo haces despertarás su ira y serás castigado (te caerá un rayo en la cabeza y te reventará el cerebro, por ejemplo). Así se evitan los robos. Pero claro, al ser humano le gusta meterse en líos y si los castigamos a todos, en el infierno no cabrá un alma (literalmente). Por eso, si te arrepientes se te perdona. Solamente tienes que rezar veinte avemarías, echar unas monedas en el cepillo o matar una cabra a los pies del Parnaso. Tú decides.

Además de establecer ciertas leyes innegablemente útiles, la religión servía como fuente de esperanza para muchos (los que se portaban bien y no iban por ahí matando vecinos). Si sigues la doctrina establecida:

a. Irás al cielo (en primera clase).
b. Alcanzarás el Nirvana (como Kurt Cobain).
c. Ganarás una parcela en los Campos Elíseos (los de París no, los de verdad).

Las religiones, que en su día tuvieron su utilidad, hoy en día son solamente como esos granos blancos que salen en la cara y que no se pueden reventar. No sirven para nada, no son bonitos y no hay cómo deshacerse de ellos. 

Por supuesto, siguen controlando a la gente. ¿Que queremos proteger el patriarcado? Pues decimos que Dios (o Alá, o quien sea...) dejó por escrito bien clarito que los hombres son más listos y guapos que las mujeres, y además aparcan mejor. ¿Que nos interesa llevarnos el petróleo de ese país de nombre impronunciable? Nuestro dios nos ha enviado un email divino especificando que son unos infieles y que se echa de menos la Inquisición, con lo bonita que era... ¿Que queremos vengarnos de los que se han llevado el petróleo? Pues hacemos volar por los aires unos cuantos edificios o trenes en nombre de nuestro dios, que es el único verdadero, porque nos ha dicho en sueños que le gusta la Jungla de Cristal...

Demasiadas estupideces en nombre de los dioses. Ejemplos hay miles, yo doy solamente diez, que esto se me está alargando mucho:

1. Los antiguos cartagineses sacrificaban bebés en nombre de sus dioses. Los lanzaban al fuego. Qué bonitas son las tradiciones antiguas, hay que respetarlas ¿no?

2. Los faraones egipcios se creían dioses reencarnados. Eran los Messi de la época, pero con la raya del ojo pintada. Todo humildad.

3. En muchos cultos politeístas se practica la antropofagia (canibalismo), la violación y otras actividades festivas. Un sarao sin comida y mujeres nunca es lo mismo.

4. Cruzadas, Inquisición, tortura, quema de libros, pederastia, expolio, homofobia, sexismo... son algunas de las grandes obras de la Iglesia Católica, Dios la bendiga. Si te has perdido alguna, pon la COPE.

5. A los musulmanes les gustan las mujeres con curvas, pero que las lleven bien tapaditas, que no hay nada más sexy que un burka bien sueltito, en color negro petróleo y que nos aporte un cero por cien de visibilidad lateral. Lo bueno de ir tan tapada es que no se ve que te han cortado el clítoris con una gilette. Además, son muy amigos de los fuegos artificiales y de reventarse las tripas por amor a su dios, el único, Alá.

6. Los judíos piensan que si llevas capucha, no eres un hombre. Las mujeres, mejor calladitas. Mira, eso es algo muy de todas las religiones, ¿no? A alguien se le ocurrió darles un trozo de tierra (bastante feo, por cierto) y hoy se matan por él.

7. Enrique VIII quería divorciarse de Catalina de Aragón y casarse con Ana Bolena. Como el Papa se negó a conceder la bula necesaria (por ser Catalina hija de los mismísimos Reyes Católicos) pues se montó su propia iglesia, la Iglesia de Inglaterra. Como Juan Palomo. Luego expolió todos los conventos de Inglaterra, colgó a los herejes y santas pascuas. Su hija, la Bloody Mary, le cogió el gusto a quemar protestantes.

8. En el mundo hay montones de sectas que permiten la pederastia. Ah, y si quieres un harén, no vayas a Arabia, vete a Utah.

9. A los testigos de Jehová les encanta despertarte de tu siesta, darte folletos con dibujitos del Paraíso (que es como Marina d'Or pero con tigres) y decirte que aún estás a tiempo de salvar tu alma. Son buena gente, creo...

10. Guerras de Yahvé, Cruzadas, Yihad... cuando nos aburrimos, nos matamos porque nuestros dioses siempre son mejores que los vuestros. A veces, el fútbol no es suficiente.

No sé si existen los dioses. Yo nunca los he visto. Si fuese el caso de que sí, lo que sé seguro es que no les hará gracia ver como sus piezas de Risk van cayendo tontamente. Seguro que no les parece mal que dos hombres se besen o que las mujeres no hagamos la cena. Seguro que les horroriza ver cómo hay quien lanza ácido a la cara de una mujer por adulterio o cómo esos señores que nos llaman ovejas abusan de niños inocentes. No seamos ciegos, no nos hacen falta leyes divinas para saber lo que está bien y lo que está mal. No nos escudemos en textos de hace dos mil años ni prediquemos la palabra de hombres que nunca conocieron la realidad de los días presentes. El único dios es el amor y esa es la única religión que deberíamos profesar. Amén.

domingo, 17 de noviembre de 2013

Niñas Raras. Capítulo cinco: Tropezar con la misma piedra



La soledad es una extraña compañera. Ciertamente, te hace compañía, lo cual no deja de ser paradójico. A la gente le da miedo estar sola. Por ello, la mayoría de las personas busca rodearse de otras, vivir con otras, tener hijos, mascotas, e incluso plantas. Parece que cualquier ser vivo que tengamos cerca es mejor que no tenerlo. Sin embargo, hay personas que terminan por acostumbrarse a la soledad y la abrazan hasta tal punto que resulta después complicado volver a compartir el espacio vital con los demás.

Hablo sola muchas veces. Tengo auténticas conversaciones conmigo misma. No estoy loca, no. Aunque eso dicen los locos. Que no están locos. Lo único que sé es que la soledad me ha enseñado quién soy realmente. Y ésta es la verdadera razón por la que la gente no desea estar sola. No es que crean que hay monstruos en el armario o debajo de la cama. Tampoco piensan que entrarán a robar en casa o que un día pueden descalabrarse en la bañera, de manera que su cadáver estaría abandonado en casa por quién sabe cuántos días. No. Lo que la gente teme de verdad es escucharse, porque, cuando nadie nos oye, nuestro maldito yo interior se pone a gritar que somos unos débiles, unos perdedores, que no hacemos las cosas bien, que debemos pedir disculpas o que ya va siendo hora de mover el culo.

Hoy no quiero escucharme. Hay días en los que no me soporto. Me he despertado y he puesto la radio. Explican las mismas cosas todos los días. Nunca hay buenas noticias. Y encima no queda café. Mi ropa está sobre la silla. Unos vaqueros grises y un jersey negro de cuello alto. Me siento en el borde de la cama para calzarme las botas de caña alta. Voy a recogerme el pelo en una coleta. Casi siempre lo llevo suelto, pero está un poco sucio y no tengo ganas de ducharme. Me pongo el abrigo rojo y bajo a la calle.

Hace frío, a pesar de que el día está despejado. En realidad, es el peor frío de todos. Es un cielo que engaña. Ahí lo ves, pintado el sol de un amarillo traicionero. Sol frío. Pareciese que de la acera suba el helor que me envuelve. Veinte metros más y estoy en el bar. Ya puedo quitarme el abrigo. El camarero me mira desde la barra. 

-Póngame un café cortado, por favor. Sin azúcar. -Le digo al camarero y él asiente.

Le pega un buen meneo a la cafetera exprés. Pone la jarra metálica bajo el pitorro del vapor para calentar la leche. Un quejido y la leche hierve.  El camarero sale un momento de detrás de la barra y me trae el cortado, tintineando la taza sobre un plato con el esmalte algo descascarillado. Me ha puesto un sobre de azúcar. 

Saco el móvil del bolso y lo dejo sobre la mesa. Lo miro y paso el dedo índice por la pantalla oscura. El tacto activa el aparato, que se ilumina y me muestra un salvapantallas de París. No hay ningún mensaje sin leer. Doy un sorbo al café, que está demasiado caliente. Miro el móvil de nuevo y repiqueteo con las uñas sobre la fórmica.

Una señora gorda entra por la puerta. Me mira de reojo y se dirige a la barra. Va demasiado maquillada y, cuando se quita el abrigo, compruebo que también su ropa es algo estridente. Lleva las cejas pintadas. Eso le da un aire tragicómico. Sienta sus generosas posaderas en el taburete y pienso que, de un momento a otro, se desbordará. Solamente son las once de la mañana pero ella pide vino. Me distrae la musiquilla de la máquina tragaperras, que canturrea desde un rincón la mala fortuna de la niña sin suerte.

En la calle, la gente viene y va. Un chico tapado hasta las cejas reparte bombonas de butano y una mujer grita desde un balcón que suba una al quinto primera. Doy otro sorbo a mi café. Ya no quema, así que con un par de tragos más lo he terminado.

-¿Me pone otro, por favor? -Le digo al camarero, levantando un poco la voz sobre la música de la tragaperras.

La señora gorda también se toma otro vaso de vino blanco. Sorprendentemente, aún no se ha desbordado. Ahí sigue, como uno de esos budas de oro y jade, con la barriga prominente y la postura inalterable. Sólo cuando se levanta para marcharse atisbo cierta inestabilidad en sus andares, pero no pierde el control. Se pone el abrigo, paga su consumición, saca un paquete de tabaco de la máquina y sale a la calle, montada en sus tacones viejos.

La niña sin suerte se ha quedado sin monedas. Rebusca en su billetero marrón y encuentra un billete de diez. Va hasta la barra y pide cambio al camarero, sin apartar la vista de la máquina que la esclaviza. Tiene miedo de que alguien se la arrebate y se lleve el premio que ella se está trabajando.

Vuelvo a mirar el móvil, pero nada. Lo guardo en el bolso y saco el monedero.

-¿Qué le debo? -Pregunto al camarero, que ahora pasa la bayeta sucia sobre la barra.

-Uno ochenta. -Dice, sin mirarme.


Suelto dos monedas sobre la mesa y me pongo el abrigo. Cojo el bolso y salgo a la calle. Entonces suena el teléfono. No es un mensaje, me estás llamando. El niño con principios vuelve a la carga.

-¡Hola! ¿Qué haces?
-Ahora mismo, nada. He salido a tomar café, pero vuelvo a casa. Hace mucho frío. -Respondo.
-¿Por qué no vienes a mi casa?
-¿Estás loco? ¿Y ella?
-Está de compras, en el centro, con sus amigas. Estaré solo todo el día. 
-Igualmente se dará cuenta. No es buena idea. ¿Por qué no vienes tú, como siempre?

Se hace un silencio largo.

-¿Entonces? -Insisto.
-Bueno, pues voy yo. Tardaré media hora, o quizás tres cuartos.
-Vale. Pues espero en casa. Hasta luego.
-Hasta luego.

Pepito grillo dice que la estoy cagando otra vez. Me lo repite mientras me ducho y me arreglo. Insiste mientras me visto. Cuando me miro al espejo, con el pelo reluciente y los ojos brillantes, escucho como grita desde algún lugar de mi conciencia.

Suena el timbre y aprieto el botón del interfono sin responder. Ya sé que eres tú. Espero tras la puerta. Abriré cuando oiga tus pasos al salir del ascensor. Ahí estás. Entras en el piso y no dices nada. Me besas con furia. Las lenguas no se ponen de acuerdo, luchan por empujar más fuerte, por llegar más lejos. Desatas el batín que llevo puesto. Lo abres y me comes los pechos por encima del sujetador. Tus manos se mueven frenéticamente. Joder, me vuelves loca. Noto las bragas mojadas y deseo que me las arranques. 

Te quito la camiseta como puedo y te desabrocho el pantalón. Meto la mano y encuentro mi juguete preferido, caliente y duro como una piedra. No me dejas seguir. Me desnudas del todo y me apoyas contra la pared. Entonces te agachas y me abres ligeramente las piernas. Siento tu lengua recorrer mi entrepierna. Apoyo un pie en tu hombro y sujeto tu cabeza con fuerza. Me corro en tu boca mientras me miras desde abajo, con la mirada del mismo demonio. Maldito seas.

Te levantas y me das la vuelta. La pared está fría y los pezones se endurecen aún más al entrar en contacto con la misma. Oigo como te quitas los pantalones. Luego, me levantas una pierna en un ángulo casi recto y siento como entras con fuerza desde atrás, mientras me dices barbaridades al oído, entre mordisco y mordisco. Joder, voy a correrme otra vez. Estoy a punto de gritar cuando me empujas la cara contra la pared, ahogando mis gemidos. El dolor me enciende más. Vuelves a darme la vuelta y me follas sosteniéndome las piernas mientras mi espalda golpea la pared y nuestras bocas se retuercen. Me follas así mucho rato. Luego me bajas al suelo y me obligas a arrodillarme frente a ti, me sujetas la barbilla y te corres en mi boca, con un gemido glotal que te cierra los ojos, dibujando una mueca de dolor y placer en tu cara. Noto el esperma resbalando por la barbilla, goteando sobre mis muslos, aún caliente. 

Cuando te has recuperado, me pasas una toalla y me limpio. Me das un beso y sonríes. Nos tumbamos en la cama y me abrazas.  Sé que todo esto es mentira. Los abrazos, los besos, las palabras. Sólo los orgasmos son de verdad. Se que, una vez satisfecho, volverás a tu palacio y yo me quedaré de nuevo sola, escuchando mis malditas verdades crueles que me repiten a diario que soy la niña sin principios y que eso siempre sale muy caro. Mientras tanto, abrázame.



viernes, 15 de noviembre de 2013

Exhibir el alma


"No hay mayor agonía que cargar con una historia no relatada dentro de ti". Maya Angelou

Mi primer relato mínimamente serio se tituló "La noche del dos de julio". Yo tenía catorce años cuando lo escribí, en un pequeño bloc que pasó a mejor vida, junto con el relato. Recuerdo bien casi todas las palabras del mismo. Creo que hasta podría reescribirlo, al menos una versión de él. Lo más probable es que, incluso con las mismas palabras, terminase siendo un relato distinto, pues ya no narraría una historia arrancada de mi cabeza adolescente, sino un mal remake, si se me permite el anglicismo, producto de mi mente trastornada de treintañera.

Por supuesto, antes de mi tierna adolescencia, ya había escrito mil historias. Relatos de princesas que se peinaban largas trenzas, de animales que hablaban castellano y catalán y cruzaban juntos la selva o la ciudad, de nubes que hacían llover cuando estaban tristes. Cosas así. Un año que mis padres andaban muy mal de dinero, los Reyes Magos me trajeron unos cuadernos y un plumier. Me encantó mi regalo y sobra decir por qué.

Con los años, y después de muchos concursos literarios en el colegio y en el instituto, acabé atrapada por los pasillos de una universidad de letras, leyendo a Plath sentada en la taza de un váter sucio cuya puerta rezaba los mil y un milagros contra el estreñimiento. Cuando estudias literatura termina sucediendo una cosa. Un día piensas: "Si Dickinson -en su locura-, Poe -a pesar de su alcoholismo- y Burroughs -entre pico y pico de heroína- han escrito cosas... ¿por qué no puedo hacerlo yo?". Parece simple, pero no lo es. Quizás sea necesario ser adicto, demente, borracho o maníaco-depresivo para escribir algo. Algo bueno, claro.



Yo tenía mil historias que contar. Las ideas, decía Steinbeck, "... son como los conejos. Primero tienes un par y sabes cómo manejarlos. Sin embargo, en cuanto te descuidas, ya tienes una docena". A veces escribía mis desvaríos en mi diario o en el pupitre de clase. Dice Neil Gaiman que "para escribir solamente hay que sentarse frente al teclado e ir poniendo una palabra tras otra hasta acabar. Es así de fácil, y así de difícil". Yo me puse a ello. Empecé a escribir relatos de ciencia ficción. Luego tuve una época en que escribía historias eróticas. Leyéndolas ahora, tras la fiebre de Cincuenta sombras de Grey, resulta que yo, con veinte años, era más sucia y pornográfica de lo que la señora E. L. James será jamás...

Escribí una novela de ciencia ficción que publiqué en este blog. Se titula Viaje a Cuatro y, bueno... honestamente, no es gran cosa. Sin embargo, me sentí orgullosa al terminarla porque, por primera vez en mi vida, ¡había escrito una novela!

Escribir es para mí lo mismo que despojarme de mis fantasías, vomitar el alma y arañar hasta el último de mis recuerdos. Es como despojarse de lo que primero te has alimentado. En algún momento vas a tener que soltarlo. "Si no escribo para vaciar mi mente, me volvería loco", decía Lord Byron. 



¿Y todo para qué? De acuerdo con Virginia Woolf, "Escribir es como el sexo. Al principio se escribe por amor. Luego por los amigos. Al final, por el dinero". Creo que estoy entre las fases uno y dos. Si algún día alcanzo la tercera, podré decir que he culminado mi propio Himalaya. Supongo que podré entonces empezar con lo de plantar el árbol. Dejaremos lo de tener hijos para el final... si queda tiempo. Aún así, supongo que acabaré escribiendo sobre cómo planté ese maldito árbol y, Dios quiera que no, sobre la mala vida que me dan mis hijos. Mientras tanto, espero que llegue mi momento, entre gin-tonics y niñas raras, entre boxeadores deprimidos ("A golpes"), salas de manicomio ("El pabellón Kraepelin"), sexo incestuoso ("El dieciséis de la calle Lamarck") y las caderas de una joven prostituta de Bangkok ("La buena de Blue"). 


“Some moments are nice, 
some are nicer, 
some are even worth writing about.” 

("Algunos momentos son buenos, otros son mejor, otros incluso vale la pena escribirlos.")


C. Bukowski


domingo, 10 de noviembre de 2013

Niñas raras. Capítulo cuatro: Posponer el pasado



Vivo en una continua escala de grises. Hace mucho que se paró el tiempo en casa de María. No miran ya las horas al futuro, no cuentan ya los minutos las nuevas esperanzas. Las agujas hacen el amago de avanzar, pero no avanzan. Me engañan. Hace cinco minutos que te fuiste. Hace una eternidad que te espero.

Miro las fotos en la estantería. Hay docenas de ellas. Sonrío desde mi cara redonda, como una luna llena, con los ojos empequeñecidos a causa de la sonrisa permanente. El cuerpo caprichoso que va y que viene, que no se centra, que baila al son de la genética mediterránea. Tacones imposibles sobre los que he volado. Labios de sangre que buscaban problemas. 

Me veo a mí misma, cuando aún era yo. En una de esas fotos llevo puesto aquel vestido de lentejuelas, dorado como el sol. Tú me lo regalaste. Aún lo guardo en el armario, polvoriento y seco, ya no cabe en él un tercio de María. A veces me mira con desprecio desde su rincón húmedo y cansado y me tortura con recuerdos de champán y sexo premarital.

-Puedes ponértelo esta noche, para el estreno. -Me dijiste.

Yo puse el precioso vestido delante de mi propia imagen en el espejo y sonreí. Meneé las caderas como para bailar con él, mientras lo sujetaba, con la mano derecha, contra mi pecho; con la izquierda, contra mi cintura. Vi a la estrella de las noches de revista, desnuda, tan solo cubierta por aquella pequeña prenda que brillaba descarada sobre la piel cetrina. Desde detrás, recostado en mi cama, fumando un cigarro y sonriendo, tú veías mi espalda y mi trasero, mi pelo oscuro regateando las curvas de mi cuerpo, que tantas veces has saboreado. Nunca he estado tan hermosa como en aquel momento. Nunca he sido tan feliz.

Me levanto del sofá azul con cierto esfuerzo. Cojo de la mesita de café el último cigarrillo que me queda. Mierda. Lo sujeto entre los labios y lo enciendo con el mechero, entrecerrando el ojo izquierdo. Suelto el humo y, con él, un suspiro. Con cada bocanada, un brindis por mi alma alquitranada. Un brindis. Necesito una copa. Creo recordar que hay coñac en algún lugar de la cocina. El suelo está jodidamente sucio y estoy descalza. Qué más da. Si solo fuese eso... 

Camino, a pesar de mis voluptuosas formas, como una bailarina de Degas. Voy sorteando colillas, vasos sucios, pañuelos de papel y discos de Yves Montand y Jane Birkin. La cocina no está mucho más limpia. No recuerdo la última vez que fregué los cacharros, aunque tampoco es que cocinase muy a menudo. Además, mis tribulaciones ocupan la mayor parte de mi tiempo, que, aunque estancado, aún distingue la noche del día.

Abro una a una todas las puertas de los armarios de color turquesa. Encuentro poca cosa. Hay un paquete de harina que no recuerdo haber comprado -ni para qué-, dos cajas enteritas de poleo menta, un frasco pequeño de nuez moscada y una bolsa de pan de molde ligeramente enmohecido. En el frigorífico hay cinco huevos, un cartón de leche abierto y una botella de jerez casi vacía. La saco y le doy el golpe de gracia, bebiendo a morro hasta la última gota del líquido áureo. Voy a tener que salir. 

Saco del armario mi vestido elástico de color burdeos y una chaquetilla negra que apenas me abrocha. Me calzo unas medias tupidas y unos zapatos negros de salón con la punta algo despellejada. El pelo está bien, sigue siendo negro y espeso. Me pinto las cejas y los ojos con un lápiz negro y no escatimo en máscara de pestañas. La barra de labios está en las últimas. Con el dedo meñique, rebaño el fondo del minúsculo recipiente y me aplico el producto con esmero. Antes de salir, me pongo el abrigo negro de paño y una bufanda de lana. Recojo las llaves de la repisita junto a la puerta y abandono el piso.

En la calle hace un frío del carajo. Me subo la bufanda hasta tapar la nariz enrojecida y camino con el cuerpo encogido hasta el bar de la esquina. El alma ya va encogida de serie. Al entrar, me invade el familiar olor rancio del aceite pasado y del chinchón. No hay mucha gente en el bar, solamente son las once de la mañana y en el mundo hay dos tipos de personas: las que pasan sus mañanas en el bar y las que no. A veces me pregunto por qué en esta maldita ciudad hay tantos bares con tan pocos parroquianos y, aun así, siguen adelante. Quizás, como mi reloj, ellos también han aprendido a esquivar el paso del tiempo.

Junto a una de las ventanas del local, una chica joven toma café distraída, repiqueteando con las uñas en la fórmica. De vez en cuando me suelta una mirada curiosa, que no reprobatoria. En un rincón, la niña Rosa, la mujer del frutero, golpea la Cirsa con la esperanza de que hoy sea su día de suerte. La alimenta con monedas que deja caer por la ranura con sus manos huesudas de uñas amarillas. Luego usa las yemas de sus dedos finos de bruja para atizar el pulsador verde fosforito. La músiquilla suena como a carcajadas de la fortuna. Chica, echa otra moneda.

Siento mis generosas nalgas sobre el taburete negro de escay. La barra está pegajosa de café y carajillo. Mi chaquetilla se ensucia. Frente a mí, los futbolistas posan para la foto del partido y hay una placa que reza: "Aquí no se fía".

-Ponme una copa de vino blanco, Manuel. Pónmela en aquel vaso bajo, el que tú sabes que me gusta.

Manuel me hace caso sin responderme. Diligentemente, sirve el vino con generosidad. Debe ser el único que me da lo que pido. Y debe ser porque le pago por ello.

Miro el vino que, como tus abrazos, me calentará, aunque sea sólo durante algún tiempo. Cae por mi garganta y siento su sabor ácido recorrer los laterales de mi lengua, tal como hacías tú. Aún puedo recordar tus manos en mi nuca, agarrándome con fuerza, mientras tu boca se fundía con la mía y yo me deshacía de deseo. Luego follábamos en algún rincón prohibido de los teatros de la vida, ahogando los gemidos del otro con las manos o los labios. Yo me volvía loca de placer y tú te corrías entre mis muslos, dejando resbalar el calor de tus entrañas. El vino no sabe hacer eso. Los nuevos tampoco saben. Se menean como cerdos sobre mí, las manos desubicadas, los labios de nicotina y babas, y un sudor acre sobre mi cuerpo tibio y blando. Prefiero el vino.

Manuel me sirve la segunda sin que yo se la pida. Es un buen amigo, Manuel. Nunca me pregunta nada, ni me juzga, ni me mira con ojos desdeñosos, como hacen los demás. Manuel me da lo que necesito y, a cambio, sólo pide una moneda. 

Bebo mi segunda copa y pienso si no será verdad que la vida es como una escalera mecánica para subir, de modo que si pretendes bajar estás jodido. En realidad, yo no quiero bajar, ni subir. Ni siquiera quiero ir montada en la maldita escalera. Quiero ir atrás y la vida me va dando hostias para que tire adelante. Para qué narices quiero yo avanzar si todo lo que quiero está detrás de mí.

Veo el fondo del vaso bajo y sé que es hora de volver a casa. Bajo del taburete y me pongo el abrigo. Rebusco en los bolsillos y encuentro algunas monedas. Pago a Manuel y saco un paquete de tabaco de la máquina junto a la puerta con lo que me queda. Enciendo un cigarro con las manos temblorosas. Puto invierno sin fin, no acabará nunca.

Subo los tres pisos y abro la puerta. Entro y dejo caer las llaves sobre la repisita. No me saco el abrigo. Tengo frío y en casa no hay calefacción, como en el bar. Me estiro en mi sofá, apoyando los zapatos y la cabeza en sendos brazos, rodeada de humo y recuerdos, feliz porque el vino me calienta poco a poco las venas y el corazón. No pasa mucho rato antes de que suene el timbre. Al principio creo que es una alucinación. Hago caso omiso. Nadie llama a la puerta de la niña María desde hace mucho tiempo. Nadie sabe ya que María existe. Solamente Manuel lo sabe. Él y la extraña chica feliz que me mira a veces desde las fotos en blanco y negro de mis estantes. 

El timbre suena de nuevo. No es posible. Dios, no estoy tan borracha. Alguien está llamando de veras. Me levanto de una manera tan torpe que casi roza lo ridículo. Suerte que nadie me ve. Me recompongo como puedo y me dirijo a la puerta, aún vestida con el abrigo, cigarrillo casi consumido en los labios. Hago uso de la mirilla redonda. No puede ser. Abro la puerta sin ser plenamente consciente de que la estoy abriendo.

-¿Marta?
-Mamá.


domingo, 3 de noviembre de 2013

Adrift (A la deriva) (Bilingual)



There it goes, along with my thoughts,
there it rests while I crumble.
It was once here, but not anymore.
Somehow it left, now it is gone.
Adrift in the midst of my memories,
gone.

Here I am, holding on
two halves of a life, unglued.
Here I am, bowed and cracked,
amongst my own fears of solitude
I vanish.

Adrift, drowning in cold waters.
Alone, sinking in this sea.
Away, knowing I don't belong here.
Aimless, covered by my mist.

______________

Ahí va, junto con mis pensamientos,
Ahí descansa mientras me derrumbo.
Estuvo aquí una vez, pero ya no.
De algún modo se marchó, y ya no está.
A la deriva entre mis recuerdos,
desaparecido.

Aquí estoy, aguantando
las dos mitades de una vida, despegadas.
Aquí estoy, combada y agrietada,
entre mis propios miedos de soledad
me desvanezco.

A la deriva, ahogándome en aguas frías.
Sola, hundiéndome en este mar.
Lejos, sabiendo que aquí no pertenezco.
Perdida, cubierta por mi neblina.