domingo, 10 de noviembre de 2013

Niñas raras. Capítulo cuatro: Posponer el pasado



Vivo en una continua escala de grises. Hace mucho que se paró el tiempo en casa de María. No miran ya las horas al futuro, no cuentan ya los minutos las nuevas esperanzas. Las agujas hacen el amago de avanzar, pero no avanzan. Me engañan. Hace cinco minutos que te fuiste. Hace una eternidad que te espero.

Miro las fotos en la estantería. Hay docenas de ellas. Sonrío desde mi cara redonda, como una luna llena, con los ojos empequeñecidos a causa de la sonrisa permanente. El cuerpo caprichoso que va y que viene, que no se centra, que baila al son de la genética mediterránea. Tacones imposibles sobre los que he volado. Labios de sangre que buscaban problemas. 

Me veo a mí misma, cuando aún era yo. En una de esas fotos llevo puesto aquel vestido de lentejuelas, dorado como el sol. Tú me lo regalaste. Aún lo guardo en el armario, polvoriento y seco, ya no cabe en él un tercio de María. A veces me mira con desprecio desde su rincón húmedo y cansado y me tortura con recuerdos de champán y sexo premarital.

-Puedes ponértelo esta noche, para el estreno. -Me dijiste.

Yo puse el precioso vestido delante de mi propia imagen en el espejo y sonreí. Meneé las caderas como para bailar con él, mientras lo sujetaba, con la mano derecha, contra mi pecho; con la izquierda, contra mi cintura. Vi a la estrella de las noches de revista, desnuda, tan solo cubierta por aquella pequeña prenda que brillaba descarada sobre la piel cetrina. Desde detrás, recostado en mi cama, fumando un cigarro y sonriendo, tú veías mi espalda y mi trasero, mi pelo oscuro regateando las curvas de mi cuerpo, que tantas veces has saboreado. Nunca he estado tan hermosa como en aquel momento. Nunca he sido tan feliz.

Me levanto del sofá azul con cierto esfuerzo. Cojo de la mesita de café el último cigarrillo que me queda. Mierda. Lo sujeto entre los labios y lo enciendo con el mechero, entrecerrando el ojo izquierdo. Suelto el humo y, con él, un suspiro. Con cada bocanada, un brindis por mi alma alquitranada. Un brindis. Necesito una copa. Creo recordar que hay coñac en algún lugar de la cocina. El suelo está jodidamente sucio y estoy descalza. Qué más da. Si solo fuese eso... 

Camino, a pesar de mis voluptuosas formas, como una bailarina de Degas. Voy sorteando colillas, vasos sucios, pañuelos de papel y discos de Yves Montand y Jane Birkin. La cocina no está mucho más limpia. No recuerdo la última vez que fregué los cacharros, aunque tampoco es que cocinase muy a menudo. Además, mis tribulaciones ocupan la mayor parte de mi tiempo, que, aunque estancado, aún distingue la noche del día.

Abro una a una todas las puertas de los armarios de color turquesa. Encuentro poca cosa. Hay un paquete de harina que no recuerdo haber comprado -ni para qué-, dos cajas enteritas de poleo menta, un frasco pequeño de nuez moscada y una bolsa de pan de molde ligeramente enmohecido. En el frigorífico hay cinco huevos, un cartón de leche abierto y una botella de jerez casi vacía. La saco y le doy el golpe de gracia, bebiendo a morro hasta la última gota del líquido áureo. Voy a tener que salir. 

Saco del armario mi vestido elástico de color burdeos y una chaquetilla negra que apenas me abrocha. Me calzo unas medias tupidas y unos zapatos negros de salón con la punta algo despellejada. El pelo está bien, sigue siendo negro y espeso. Me pinto las cejas y los ojos con un lápiz negro y no escatimo en máscara de pestañas. La barra de labios está en las últimas. Con el dedo meñique, rebaño el fondo del minúsculo recipiente y me aplico el producto con esmero. Antes de salir, me pongo el abrigo negro de paño y una bufanda de lana. Recojo las llaves de la repisita junto a la puerta y abandono el piso.

En la calle hace un frío del carajo. Me subo la bufanda hasta tapar la nariz enrojecida y camino con el cuerpo encogido hasta el bar de la esquina. El alma ya va encogida de serie. Al entrar, me invade el familiar olor rancio del aceite pasado y del chinchón. No hay mucha gente en el bar, solamente son las once de la mañana y en el mundo hay dos tipos de personas: las que pasan sus mañanas en el bar y las que no. A veces me pregunto por qué en esta maldita ciudad hay tantos bares con tan pocos parroquianos y, aun así, siguen adelante. Quizás, como mi reloj, ellos también han aprendido a esquivar el paso del tiempo.

Junto a una de las ventanas del local, una chica joven toma café distraída, repiqueteando con las uñas en la fórmica. De vez en cuando me suelta una mirada curiosa, que no reprobatoria. En un rincón, la niña Rosa, la mujer del frutero, golpea la Cirsa con la esperanza de que hoy sea su día de suerte. La alimenta con monedas que deja caer por la ranura con sus manos huesudas de uñas amarillas. Luego usa las yemas de sus dedos finos de bruja para atizar el pulsador verde fosforito. La músiquilla suena como a carcajadas de la fortuna. Chica, echa otra moneda.

Siento mis generosas nalgas sobre el taburete negro de escay. La barra está pegajosa de café y carajillo. Mi chaquetilla se ensucia. Frente a mí, los futbolistas posan para la foto del partido y hay una placa que reza: "Aquí no se fía".

-Ponme una copa de vino blanco, Manuel. Pónmela en aquel vaso bajo, el que tú sabes que me gusta.

Manuel me hace caso sin responderme. Diligentemente, sirve el vino con generosidad. Debe ser el único que me da lo que pido. Y debe ser porque le pago por ello.

Miro el vino que, como tus abrazos, me calentará, aunque sea sólo durante algún tiempo. Cae por mi garganta y siento su sabor ácido recorrer los laterales de mi lengua, tal como hacías tú. Aún puedo recordar tus manos en mi nuca, agarrándome con fuerza, mientras tu boca se fundía con la mía y yo me deshacía de deseo. Luego follábamos en algún rincón prohibido de los teatros de la vida, ahogando los gemidos del otro con las manos o los labios. Yo me volvía loca de placer y tú te corrías entre mis muslos, dejando resbalar el calor de tus entrañas. El vino no sabe hacer eso. Los nuevos tampoco saben. Se menean como cerdos sobre mí, las manos desubicadas, los labios de nicotina y babas, y un sudor acre sobre mi cuerpo tibio y blando. Prefiero el vino.

Manuel me sirve la segunda sin que yo se la pida. Es un buen amigo, Manuel. Nunca me pregunta nada, ni me juzga, ni me mira con ojos desdeñosos, como hacen los demás. Manuel me da lo que necesito y, a cambio, sólo pide una moneda. 

Bebo mi segunda copa y pienso si no será verdad que la vida es como una escalera mecánica para subir, de modo que si pretendes bajar estás jodido. En realidad, yo no quiero bajar, ni subir. Ni siquiera quiero ir montada en la maldita escalera. Quiero ir atrás y la vida me va dando hostias para que tire adelante. Para qué narices quiero yo avanzar si todo lo que quiero está detrás de mí.

Veo el fondo del vaso bajo y sé que es hora de volver a casa. Bajo del taburete y me pongo el abrigo. Rebusco en los bolsillos y encuentro algunas monedas. Pago a Manuel y saco un paquete de tabaco de la máquina junto a la puerta con lo que me queda. Enciendo un cigarro con las manos temblorosas. Puto invierno sin fin, no acabará nunca.

Subo los tres pisos y abro la puerta. Entro y dejo caer las llaves sobre la repisita. No me saco el abrigo. Tengo frío y en casa no hay calefacción, como en el bar. Me estiro en mi sofá, apoyando los zapatos y la cabeza en sendos brazos, rodeada de humo y recuerdos, feliz porque el vino me calienta poco a poco las venas y el corazón. No pasa mucho rato antes de que suene el timbre. Al principio creo que es una alucinación. Hago caso omiso. Nadie llama a la puerta de la niña María desde hace mucho tiempo. Nadie sabe ya que María existe. Solamente Manuel lo sabe. Él y la extraña chica feliz que me mira a veces desde las fotos en blanco y negro de mis estantes. 

El timbre suena de nuevo. No es posible. Dios, no estoy tan borracha. Alguien está llamando de veras. Me levanto de una manera tan torpe que casi roza lo ridículo. Suerte que nadie me ve. Me recompongo como puedo y me dirijo a la puerta, aún vestida con el abrigo, cigarrillo casi consumido en los labios. Hago uso de la mirilla redonda. No puede ser. Abro la puerta sin ser plenamente consciente de que la estoy abriendo.

-¿Marta?
-Mamá.


2 comentarios:

  1. Con este relato te has salido, el ritmo obliga a leer y la elección de la primera persona ha sido un acierto en mi opinión. Además el final es sorprendente cuando el tiempo, sin avisar, irrumpe de nuevo en ese extraño coma que María llamaba vida.
    ¡Un abrazo, Klara! ^_^

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  2. ¡Gracias, Jorge! Siempre me sale una sonrisa al leer tus comentarios y, oye... no sé nada de tu vida... a ver si me cuentas acerca de esos cambios, jeje. ¡Un abrazo!

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