martes, 3 de abril de 2012

Viaje a Cuatro. Diez: Desde el Mundo


Desde el mundo todo se ve negro. No existen los colores. Las sombras han devorado cualquier rastro de luz. En el mundo no transcurre el tiempo, al menos no del modo en que lo hacía a ojos de los hombres, lineal y predecible. El tiempo aquí es, por el contrario, flexible, elástico, maleable. Se estira y se encoge, cambiando de forma a su antojo. Puede ser rápido o lento, según la perspectiva desde la cual se observe su indomable naturaleza.

En el mundo, la soledad es eterna, infinita, inabarcable. No hay lugar para la razón o cualquier otra herramienta del pensamiento lógico. No hay sitio para la esperanza, el deseo o la voluntad. Aquí somos esclavos de nuestra propia existencia, justo en el mismo lugar en el que un día nos vanagloriamos por ser los dueños del universo conocido. Ahora ya nada nos pertenece, ni siquiera nuestra propia alma, que es efímera.

Volvemos a ser parte de un todo que nos supera, en el mundo de los sueños, donde sólo somos sombras.


Viaje a Cuatro. Nueve: Final del trayecto


Me pregunté si en la casa del prado cabría tanta gente o si la habrían sustituido por un hotel de gigantescas dimensiones. La desaparición de los Swanson quedaba ya muy lejana en el tiempo, a pesar de que apenas habían transcurrido unos pocos días desde mi llegada a Cuatro. ¿Qué sentido tenía todo aquello? ¿Acaso habían soñado lo mismo cientos de personas? ¿La misma noche? Cómo podía saberlo, yo era sólo un agente de Across Stars, probablemente el peor de todos. Pero yo seguía allí. Y Hans. La extraña pareja de insomnes supervivientes.

Los ojos de Hans estaban hinchados y enrojecidos. Sus manos y sus rodillas temblaban. Sin embargo, su voz era firme y clara y sus sentimientos hacia mi persona irradiaban odio, desconfianza y resentimiento. Realmente me culpaba por lo sucedido. A lo mejor él estaba en lo cierto y yo debería haber alarmado a la gente, evitar que saliesen del salón, utilizando la fuerza si hubiese sido necesario. Pero no lo hice y no sentía remordimientos por ello, sólo tenía miedo de acompañarles si me dejaba arrastrar por Mr. Sandman.

Los s-lavs seguían allí. Ellos no dormían y, por ende, no soñaban. Cuando sus niveles de energía alcanzaban el mínimo necesario para funcionar, eran recargados haciendo uso de la Red. En pocos minutos estaban listos de nuevo para picar, fregar, cargar, servir… en definitiva, para ser tan solícitos como siempre. Ser simples máquinas les permitía seguir allí, ajenos a los sueños raptores que se habían llevado a los frágiles terrícolas al nuevo hogar de los Swanson.

Durante un par de horas, Hans y yo permanecimos en recepción, cada uno sentado en un sillón de gato, absortos en nuestros pensamientos, escuchando decenas de canciones a través del hilo musical. Mi mirada se mantuvo clavada en el suelo, pues no quería levantar la vista para comprobar nuestra más absoluta soledad. Un s-lav se acercó a Hans y le dijo algo en voz tan baja que no pude oír. Éste se levantó inmediatamente y se acercó a uno de los mostradores del hall. Se colocó los auriculares del telecomunicador y habló:

- Aquí el agente 7286 de Across Stars, permiso para aterrizar,pero no desembarquen a ningún pasajero. Repito, no desembarquen. Cambio.

No pude escuchar al interlocutor, pero se trataba sin duda de algún oficial del Halley, que habría regresado de Tres. Probablemente se hallase en la estación aeroespacial, esperando recibir órdenes para empezar a enviar y recibir naves de transporte de modo que pudiesen recoger a los turistas que debían partir ese día, así como dejar en el hotel a los que traían desde la Tierra para pasar sus vacaciones en el Bradbury. Pero allí no había nadie a quien recoger, excepto yo. Los demás se habían esfumado esa noche.

-  Les habla de nuevo el agente 7286 de Across Stars, rogamos envíen nave de transporte sin turistas. Cubierta diez, hangar dos. Nos encontramos en una situación de emergencia. Repito: nos encontramos en una situación de emergencia, no envíen turistas. Cambio.


Hans se quitó los auriculares y apoyó las manos sobre el mostrador, agachando la cabeza en un gesto de desesperación. A diferencia de aquel tipo enjuto a quien había visto perder al Doble-dos y apropiarse de lo ajeno, me inspiró lástima. Me acerqué y le pregunté:

-  ¿Eran los del Halley?
-  Sí.
-      ¿Vienen?
-  Sí, vienen.
- ¿No deberíamos subir a las cubiertas de hangares?
- Sube. Cuando venga la nave de transporte, podrás irte junto con todos los demás. – Dijo, derrotado.
- ¡Hans, reacciona, joder! ¡No puedes quedarte aquí! ¡Vámonos!

Sin esperar su respuesta, le cogí fuertemente del brazo y casi le arrastré hasta el ascensor. Subimos a las cubiertas de hangares. En el hangar número dos de la cubierta número diez, esperamos la llegada de la nave de transporte. Vimos como aterrizaba suavemente y como se abría la compuerta. No venían turistas. De la nave, comandada por s-lavs, salieron sólo dos personas: Tya y Verner.

- ¿Qué pasa, hemos llegado tarde a la fiesta? – Dijo el viejo con sorna, sin saber que estaba en lo cierto.

Luego me miró y añadió:

- Joder, ¡qué mala cara tienes!


Tardé un segundo en asimilar lo que estaba sucediendo. No reaccioné hasta que vi los ojos verdes de Tya mirándome desde la compuerta. La preciosa Tya se acercó y me abrazó fuertemente, para luego besarme como sólo ella sabía hacerlo. Las palabras sobraban en aquel instante. Por un momento, me olvidé de la situación en la que nos encontrábamos. Pero sólo por unos segundos.

- ¿Dónde está Giada? – Preguntó Verner.
- Hans es el nuevo responsable del hotel. – Contesté.

Tya y Holbein examinaron brevemente al desaseado y rendido Hans que se encontraba junto a mí, para luego volver a mirarme, incrédulos.

- ¿Hans? ¿Este es Hans? – Requirió el viejo.
- Sí. – Dije.
- ¿Y Hans no habla?
- Nos encontramos en una situación de emergencia. – Intervino Hans mecánicamente.
- ¿Cuál? – Preguntó Tya.
- Todos los huéspedes del hotel han desaparecido.
- ¿Qué? ¿Cómo?
- Se durmieron.

A los ojos de mis viejos amigos, Hans debía parecer un chiflado de esos que se han pasado media vida vagando solos por el espacio en misiones de reconocimiento. Decidí intervenir y explicarles cuál era esa situación de emergencia que debíamos afrontar. Como Verner me había dicho en más de una ocasión, él no se consideraba a sí mismo un escéptico, por lo cual creyó mis palabras a pies juntillas. A Tya, sin embargo, le costó un poco más llegar a asimilar la traición de los sueños marcianos.

- No tiene sentido. – Repetía.
- Lo sé, cariño, pero aún así…
- La gente no desaparece así como así. Tenemos un cuerpo sólido incapaz de teletransportarse, hasta donde sabemos. Es absurdo. ¿De dónde sacas esa conclusión?
- Yo también he tenido sueños. Bueno, empezaron siendo sueños y acabaron siendo más bien pesadillas.
- Pero tú estás aquí. – Repuso Holbein.
- Sí, porque yo no he cedido a su voluntad.
- ¿La voluntad de quién?
- No lo sé, de alguien, de quien se lleva a la gente a su mundo.

Me sentía tremendamente ridículo explicando mis sueños y paranoias a Tya y a Verner. Hans escuchaba, ausente, sin participar de la conversación excepto cuando se le requería. En mis pesadillas, todo era tan real…

- Está bien. – Dijo Tya. – Supongamos que estás en lo cierto… ¿dónde va toda esa gente?
- A una casa, creo.
- ¿A una casa? Estamos hablando de la desaparición de cientos de personas. No caben en una casa.
- Bueno, yo qué sé. En mi sueño hay una casa. Vi a Jean Swanson allí.
- ¿Quién es Jean Swanson?
- Vine aquí porque Jean y Paul Swanson, dos turistas americanos, desaparecieron misteriosamente en este hotel.
- No sabía que eras detective.
- Y no lo soy. Lo único que importa es que los Swanson fueron sólo los primeros. Ahora no queda nadie. Excepto Hans y yo.

Verner seguía mis explicaciones al pie de la letra, interesándose por cada detalle. Miró a Hans y le preguntó:

- ¿Tampoco tú quisiste entrar en la casa, Hans?
- La casa da miedo. A veces da miedo.


Todos nos quedamos mirando a Hans, el loco de la colina, por si hacía pública alguna nueva revelación. Pero no fue así. Tya interrumpió el breve silencio:

- Bueno, y ¿por qué no hemos sido informados antes? ¿Por qué hacernos traer más gente sabiendo lo que pasaba?
- Mendes no sabe todo. No sabe que hoy no hay huéspedes en su hotel. Cree que las desapariciones son pocas y ha estado tratando de escurrir el bulto para no perder beneficios.


Tya se quedó pensativa un instante y luego dijo:

- Será mejor que volvamos. Trasvasaremos a los pasajeros al Halley II y volveremos a Tres. Habrá que informar de lo sucedido. Nosotros no pintamos nada aquí.
- ¿Y qué les diremos a los pasajeros? – Preguntó Holbein.
- Les diremos que hay problemas con los sistemas de presurización y compensación gravitatoria del hotel,      que su seguridad es lo más importante para Across Stars y que la compañía les devolverá el importe de sus vacaciones. – Resolvió Tya.
- ¿Y qué hacemos con los s-lavs? – Intervino Hans.
- No hacemos nada. Ellos seguirán trabajando aquí. La compañía decidirá qué hace con ellos mientras se resuelve este caos. Subid a la nave. Nos vamos. – Ordenó Holbein.

Obedecimos a Verner y entramos en la nave de transporte. El comandante nos pidió que nos abrochásemos los cinturones de seguridad. Luego dio la orden a los s-lavs de que se pusieran en marcha. Transcurrieron algunos minutos y la nave no se movía. Los motores no se pusieron en marcha, las luces no se encendieron. Verner tomó de nuevo la radio y volvió a ordenar a los s-lavs que pusieran rumbo al Halley y los s-lavs siguieron sin obedecer.

Una sensación familiar y aterradora me embargó. Miré a mi derecha y vi a Tya, inmóvil, mirando por su ventanilla. Frente a mí, Hans se había quedado dormido. Verner me miraba fijamente, con ojos vacíos de cualquier sentimiento. Y entonces, empecé a oírlas de nuevo. « ¿Adónde vas? No puedes irte… sólo faltas tú.» Las voces de mi sueño me acosaban de nuevo, más amenazadoras que nunca. Traté de soltarme el cinturón, pero no pude. Estaba aterrorizado. Por lo que sabía, no estaba dormido. Ninguno de los cuatro lo estábamos. Como si alguien estuviese leyéndome el cerebro, escuché: «No estás dormido». Poco a poco, mi visión de la nave de transporte fue desapareciendo, estaba siendo sustituida por el clásico escenario de mis pesadillas marcianas.

La casa apareció ante mí. Y el prado, las flores y los árboles. Era un precioso día soleado de primavera. Como siempre. Todo debía ser idílico para que la atracción nos condenase igual que a Eva. «¿Por qué?», pregunté. Nadie contestó. Ahora sólo se escuchaba el canto de las alondras y el silbar del viento. Miré a mi alrededor. Vi a Verner caminando hacia el porche. «¡No!», grité. Quería decirle que no siguiese acercándose a la casa, pero ellos me lo impedían. El viejo caminaba lento pero sin pausa. Se agarró a la barandilla y subió los escalones. Traté de correr hacia él. No me moví. Abrió la puerta y se perdió en la penumbra. Me eché a llorar. Nunca había llorado de aquella manera, sollozando como un niño, víctima de la más absoluta desesperación. Podía sentir el calor de mis lágrimas saladas resbalando por mis mejillas, podía sentir la desolación de la pérdida y el modo en que mi garganta se resecaba por la congoja.

Las voces mostraron su lado más cruel: «Verner no está, Verner no está». Oí carcajadas que provenían de todos los puntos del valle. Sucios cabrones, malditos bastardos. Quienesquiera que fuesen, sabían que no podría ir a ninguna parte. Yo sólo me resistía algo más de lo habitual, pero caería en sus redes tarde o temprano, y ellos lo sabían. Súbitamente, recordé a Hans y a Tya. «¿Dónde…?», me pregunté. «Hans no está, Hans no está», me contestaron. En ese momento, distinguí la silueta de Hans a través de una de las ventanas de la casa. «¡Hans!», grité. Las voces siguieron jugando conmigo: «Jean no está, Paul no está, Giada no está, Verner no está, Hans no está… y Tya no estará». ¿Dónde estaba Tya? «¡Tya, Tya!¿Dónde estás?».

Tya estaba recogiendo flores. Parecía que le gustaban las flores amarillas. Estaba confeccionando un hermoso buqué de flores amarillas de todas las clases. Aunque yo le gritaba, no parecía oírme. Seguía recogiendo flores, las olía, las miraba. «Tya, ¡ven aquí!», le pedí, desesperado. Me ignoró. Cuando consideró que ya tenía suficientes flores, se irguió y se dirigió hacia la casa, como ya habían hecho Hans y Verner. Alcanzó la escalinata y se paró. Se giró y, mirándome con una enorme sonrisa en los labios, dijo: «Ven con nosotros,… ven al mundo». Dejé de sentirme inmóvil y corrí tras ella. Yo corría y corría, pero no alcanzaba la escalinata. Ella se movía lentamente. Abrió la puerta y entró. Yo seguí corriendo hasta llegar al porche. Ahora ya no me quedaba más remedio que entrar ahí, por mucho miedo que tuviese. No podía dejar que se llevasen a Tya. No pensaba permitirlo.

Me interné en la oscuridad de la casa. El interior no era el mismo que había visto en el sueño en el que Giada preparaba la comida. Ahora no había nada allí: ni mesa, ni sillas, ni menaje, ni chimenea, nada. Solamente la más absoluta oscuridad. No vi a Verner o a Hans. Tampoco vi a Tya, aunque había entrado pocos segundos antes que yo. Allí no parecía haber nadie. Pero las voces me sacaron de mi error: «No estás solo. Nosotros estamos aquí. Todos estamos aquí,… en el mundo». Me sentía como un ratón atrapado en su propia ratonera. Retrocedí, buscando a tientas el pomo de la puerta. Tenía que salir de allí como fuese. «¿Dónde está la puerta?», pregunté. «¿Qué puerta?», contestaron. Ya no había puerta, ya no había casa, sólo penumbras marcianas en el mundo de los sueños, donde somos etéreos, transparentes sombras que vagan por el mundo.

Viaje a Cuatro. Ocho: Insomnio



Jamás fui demasiado amigo de las casualidades ni un devoto de las coincidencias y no tenía ninguna intención de empezar a serlo en aquel momento. Que los sueños, o más bien pesadillas, podrían estar directamente relacionados con las crecientes desapariciones era, más que una simple suposición, una clarísima evidencia. Ahora bien, los vínculos o nexos que unían ambas realidades, así como sus correspondientes explicaciones lógicas, seguían siendo un misterio para mí. Sin embargo, podía presumir de ser de los pocos en llegar a dichas conclusiones a través de mi propia experiencia personal y del objetivo análisis de los hechos, al menos por el momento.



Los sueños con la casa del prado habían empezado en Cuatro, a mi llegada al Bradbury, cuando aún creía que los Swanson estarían probablemente encerrados en algún cuarto de las escobas. Poco a poco, la vivencia onírica había ido cambiando. Lo que fue hermoso se tornó pérfido, lo hogareño se transformó en ajeno, la sutil atracción se convirtió en terror. Y luego estaban las voces, los susurros. Y también los gritos. Los chillidos descarnados de Paul a lo lejos, la llamada de quienes me requerían, los llantos. Y Giada pidiéndome que me quedase a comer.  Lentamente, el mismo sueño se había ido transformando, añadiendo y eliminando decorado y personajes. Ahora Jean Swanson atrapada por la mano gris; ahora Giada sirviendo el almuerzo. Y Paul, que estaba allí también, aunque no le había visto aún.



Estaba casi seguro de que los otros también habrían traspasado la línea, todos los que habían desaparecido del hotel, y de otros hoteles de Cuatro. ¿Pero cómo? Los sueños son sólo manifestaciones de nuestras preocupaciones, obsesiones, alegrías, tristezas, frustraciones y empeños. Constituyen el teatrillo de nuestra mente, que trata de poner en orden el caos en nuestra vida interior. Nada más. Desde tiempos ancestrales, el hombre había tratado de interpretar el significado de los sueños, intentando dar con la explicación lógica del porqué de nosotros mismos persiguiendo a mamá con un gran cuchillo en las manos. En la antigüedad, muchos pueblos y civilizaciones entendieron los sueños como revelaciones divinas o demoníacas que podían revelar el porvenir de quien soñaba. El antiguo pensador Freud entendió la interpretación de los sueños como una útil herramienta de acceso a nuestro inconsciente. Pero esto era muy distinto, al parecer. Si las experiencias oníricas en Marte tenían alguna relación directa con el acceso voluntario o involuntario a otros mundos o realidades, estábamos si duda ante un gran descubrimiento que me producía un miedo enorme. 



El asustado Hans y yo fuimos a la habitación de Giada, sita en la planta para empleados. Abrimos haciendo uso de la tarjeta codificada. Dentro, todo parecía limpio y ordenado, aunque la cama estaba deshecha. En el pequeño armario había ropa y sobre la mesilla yacía un volumen de La Noche, de Marvin Johnson. Cualquier persona hubiese dicho que Giada se había levantado para ir a desayunar y que había dejado la cama sin hacer. Nada hacía pensar que se hubiese ido para siempre, pues sus cosas seguían allí y además no se había despedido. Por si eso fuese poco, su tarjeta codificada también se encontraba allí, en un estante junto a la puerta. Hans me miró y dijo:



- ¿Quién se marcha dejando la tarjeta dentro? La puerta no se abre sin la tarjeta.

- Ya. – Contesté.

- ¿Ya? ¿Y cuál es tu explicación? Sus cosas siguen aquí, la he buscado por todo el hotel, he intentado comunicarme con ella mediante el transmisor interno, he realizado llamadas desde recepción…

- No lo sé, ¿vale? Estoy igual que tú.

- Crees que le ha pasado lo mismo que a los Swanson, ¿verdad? Lo mismo que a los últimos huéspedes desaparecidos. Crees que se los ha tragado la tierra a todos y que ya no la encontraremos…

- No creo que se los haya tragado la tierra, Hans.- Dije, intentando parecer calmado.

- ¿No? ¡Pues dime dónde cojones están! Y dime… ¿estaremos mañana aquí tú y yo?¿eh? ¡Dime!

- ¿Quieres hacer el favor de calmarte? Así no me ayudas a pensar, ¿vale?



Lo cierto es que no había una explicación racional para nada de lo que allí estaba teniendo lugar. Y si la había, ni el desquiciado Hans ni yo la conocíamos. Además, nosotros no éramos más que un par de empleados de Across Stars, y no precisamente del entre los más competentes. Aquello sin duda nos superaba. ¿Qué debíamos hacer? ¿Le diríamos a la gente que no durmiese porque el tren de los sueños marcianos no incluía billete de vuelta?



Por otra parte, yo no quería quedarme allí, mi intención era marcharme a Tres en el crucero que partiría de Marte el día siguiente. Ni por todo el oro del mundo pensaba continuar allí. Hablaría con Mendes y le diría que se apañase, que enviase a alguien que de verdad pudiese hacer algo útil aquí. Sin embargo, hasta que el Halley no llegase por la mañana, Hans y yo estábamos al mando allí y era nuestro cometido evitar que más gente desapareciese esa última noche.



- Organiza un cotillón. – Le dije.

- ¿Un cotillón? ¿Esa es tu genial idea?

- Si están en una fiesta, bebiendo y bailando, no estarán durmiendo. – Aclaré.

- ¿Y qué hay de malo en que duerman?



Al parecer, había sobreestimado la inteligencia de mi amigo Hans.



- ¿Es que no te das cuenta? Todos desaparecen mientras duermen. La última vez que hablé con Giada se iba a descansar. Su cama está deshecha y no ha salido de la habitación.

- Eso no lo sabemos.

- Joder, Hans, ¡es evidente!



Se calló un momento, imagino que para asimilar la nueva información recibida.



- Un cotillón…

- Sí. Para celebrar la última noche en Cuatro. Como si fuese fin de siglo. Mucha comida, bebida para un regimiento, música y diversión hasta el amanecer.

- Ya, pero aquí hay alojadas muchas momias que dudo aguanten una noche entera de fiesta.

- Bueno, pero cuanto más tarde se vayan a dormir, menos posibilidades de que se los trague la tierra.

-  Tú y tus conclusiones sois realmente sorprendentes. – Dijo con ironía.

- Será mejor que empieces a organizarlo todo. Yo intentaré hablar de nuevo con Mendes.

- Sí, señor… ¿alguna orden más?

- Sí. Si puede ser,  no te quedes dormido. Te veo luego.





Hans salió de la habitación delante de mí. Por descontado que no creía una sola de mis palabras, pero era lo suficientemente listo como para no contradecirme, teniendo en cuenta las circunstancias a las que debíamos enfrentarnos.



De nuevo en mi habitación, usé el telecomunicador para intentar hablar con Mendes, pero no hubo suerte. Me senté en uno de los sofás durante algunos segundos. Ni siquiera yo creía que el cotillón pudiese funcionar. Hans tenía razón. Sí, la gente bebería, bailaría, vomitaría y luego se iría a dormir o a fornicar. Deseé que se fuesen todos a fornicar.



Era la hora del almuerzo. Me acerqué al comedor a palpar el ambiente. Una señora de mediana edad hablaba en susurros con quien parecía ser su hija. No pude seguir la conversación, aunque sí cogí al vuelo el asunto sobre el que murmuraban: la desaparición de más gente. No parecían asustadas, sino más bien confusas e intrigadas, como si sospechasen que los desdichados hubiesen  salido de excursión o cambiado de hotel. Esa idea me recordó que el Ares también había visto desaparecer a varios de sus huéspedes, y si el Ares y el Bradbury estaban siendo víctimas de la plaga de los sueños marcianos, por llamar de alguna manera a aquellos siniestros sucesos, sin duda el Mars también habría visto volatilizarse a algún que otro turista. Pero esto eran sólo suposiciones, claro.



Almorcé tan deprisa como pude. Volví a la habitación e intenté de nuevo hablar con el jefe. Seguía sin contestar. Me pregunté si no sería mi obligación informar a Cosmic de la situación, pero finalmente decidí que si Mendes se enteraba de que había hecho algo parecido, me cortaría los huevos. Al fin y al cabo, la seguridad de aquellos pijos me importaba un bledo. Yo sólo quería salvar mi culo, por eso debía mantener con vida a los huéspedes del Bradbury. Sólo por eso.



Hans vino a buscarme poco después. Su gesto decía a voz en grito que aquello estaba siendo demasiado para él.



- Ya está. Los s-lavs se encargarán de todo: comida, bebida y baile. Nuestros clientes están encantados con la idea de un baile de fin de curso. ¿Tienes ya pareja?



Lo dijo con una mezcla de rabia y resentimiento que nacía, sin duda, de la aversión que sentía  hacia mí.



- ¿A qué hora empieza la noche de los muertos vivientes? – Dije.

- A las nueve. Y más te vale estar allí.

- No me lo perdería por nada del mundo. – Contesté. – Quizás deberías descansar o esta noche no aguantarás. – Añadí.

- Creía que no me estaba permitido dormir. – Murmuró Hans con indiferencia.

- ¿Quién habla de dormir? Estírate un rato, date una ducha y come algo. Pero no cierres los ojos.

- A la orden, mi capitán.



Me quedé solo otra vez. Bajé a recepción. En los paneles electrónicos informativos se anunciaba el gran evento: un baile de gala para despedir la estancia en el planeta rojo por todo lo alto. Imprescindible vestir de etiqueta, claro. Busqué entre los empleados que correteaban por el hall a alguien que no fuese un robot. Junto a la fuente, una chica joven, aunque no tanto como Giada, atendía amablemente a un huésped que le preguntaba acerca del cotillón. Esperé que terminase y me acerqué.



- Perdone, señorita ¿podría hacerme un favor?



La chica, que respondía al nombre de Silvia Hernández, me miró extrañada pero solícita al mismo tiempo.



- Claro… dígame.

- Necesito que vaya a la enfermería y consiga todos los estimulantes que pueda.

- ¿Estimulantes?



Abrió los ojos como platos y me miró como si estuviese loco, pero se mostró dispuesta a colaborar.



- Sí, claro… a la enfermería. Sí, se los pediré a Hanif. Aunque es probable que me pregunte…

- Sólo dígale que son para mí, ¿de acuerdo?

- De acuerdo, pero… ¿para qué necesita usted estimulantes?... perdón, no quería ser entrometida. Disculpe. Se los pediré a Hanif.

- Gracias… Silvia.



Silvia asintió con la cabeza y se alejó.



Subí al bar con la intención de  tomar una copa de licor, aunque deseché la idea casi al instante, pues el licor me habría producido somnolencia, más aún después de comer. En su lugar, tomé un zumo de bayas. Una hora después fui al dormitorio de Hans, para asegurarme de que seguía despierto. Llamé a la puerta con los nudillos. Nadie contestó. Volví a llamar. No hubo éxito. En ese momento me invadió un ridículo miedo a perder a Hans. Empecé a gritar su nombre desde el pasillo. Cuando estaba a punto de tirar la puerta abajo, Hans abrió.



- ¿Tampoco puedo ducharme?

- Pensé que…

- Sí, bueno, no te negaré que me caigo de sueño, pero aún resisto. ¿Y tú?

- He pedido estimulantes.

- Ajá. – Soltó con indiferencia.

- No son para mí.

- ¿No?

- Son para todos. Los pondremos en la bebida. – Dije, casi emocionado.



Hans me miró arqueando una ceja y espetó con gran sarcasmo:



- Uy, ¡qué bien! Será como en la universidad…

- Si no se te ocurre nada mejor…

- Vale, lo siento, estoy cansado.

- Voy a ducharme y a afeitarme. Nos vemos en un par de horas en el salón de baile. Por lo que más quieras, no te duermas…

- Pues tráeme esos jodidos estimulantes.

- ¿Para qué? ¿Para que los pierdas jugando a Doble-dos?

- Vete a la mierda.



Cuando salía de la ducha, llamaron a mi puerta. Era Silvia. Traía una docena de botecitos llenos de estimulantes. Aún así, aquello no era ni de lejos suficiente para los cientos de huéspedes del hotel.



- ¿Sólo había esto?

- ¿Por qué? ¿No son suficientes? Aquí hay muchos…

- Está bien, no te preocupes. Será suficiente. Gracias.



Silvia se marchó deprisa, como si temiese que le pidiera alguna cosa más. Seguramente pensaba que yo estaba loco o algo así. O que era un drogadicto.



Me afeité y me vestí elegantemente. Cogí los botes de pastillas y los guardé en una pequeña bolsa de plástico. Al salir al pasillo, pude respirar el ajetreo que los turistas se traían entre manos, escogiendo atuendo y complementos, excitados por el gran evento. Subí al ascensor y pulsé el botón de la planta en la que se encontraba el salón. Era gigantesco. Más de veinte salas interconectadas, miles y miles de metros cuadrados de suelos relucientes y decoración exquisita. Mesas de bufé y barras de bar preparadas con mimo para la ocasión.  Y no había un solo sofá. Bien por Hans. Después de todo, no era tan idiota. Si los huéspedes no se sentaban, sería más difícil que les entrase el sueño.



Vi a mi cómplice dando instrucciones a los músicos. Cuando se percató de mi presencia, se acercó.



- He pedido a los s-lavs que preparen ponche de alga dulce con licor, así será más fácil boicotear las bebidas. Las jarras están aún en las cocinas.

- Vale. Espérame aquí. No tardaré.



En total habría unas mil doscientas pastillas, aproximadamente. Las dividí y las deshice en el líquido morado, esperando que aquello sirviese de algo y nuestros invitados a la fiesta aguantaran la marcha hasta la salida del sol. Una pareja de s-lavs empezó a sacar jarras de mi cóctel especial a las mesas de bufé.



A las nueve menos cuarto, el gran salón de baile estaba a rebosar. Los músicos calentaban el ambiente y sus canciones llegaban a todos los rincones, animando a la gente paulatinamente. Todo el mundo se había vestido de punta en blanco para la ocasión y a nadie parecía importarle en ese momento si sus vecinos de pasillo habían pasado a mejor vida. Todo transcurría según lo planeado, pero aún era temprano. Hans y yo probamos el cóctel de la casa para no quedarnos fritos. Su efecto estimulante apenas se notaba. Como mucho, sentía uno esa falsa felicidad que también reporta el alcohol. Bueno, habría que esperar a que fuese efectivo.



A eso de las once y media, cuando la comida de las mesas empezó a desaparecer, la gente empezó a beber más. Parecían divertirse de lo lindo, no como nosotros, que éramos una pareja de infelices con ideas estrambóticas que difícilmente salvarían el mundo. Los huéspedes charlaban, se reían, se besaban y no paraban de bailar. Todo parecía perfecto. Y de hecho, la cosa funcionó a las mil maravillas hasta las tres y media de la madrugada, cuando se fue la luz.



La gente se asustó y empezó a gritar, aunque la oscuridad no era total, pues se activaron las luces de emergencia. Hans fue corriendo a transmitir un mensaje por megafonía para llamar a la calma, mientras yo apremiaba a un grupo de s-lavs para que fuesen a revisar la instalación y a tratar de solucionar el problema. Pasaban los minutos y la luz no volvía, pero al menos los asistentes a la fiesta habían dejado de chillar. Después de un cuarto de hora, muchos empezaron a abandonar el salón de baile, activando sus tarjetas para volver a sus habitaciones. Hans trataba, por megafonía, de impedir que el salón se vaciase:



- Esperen, por favor, estamos solucionando el problema. Pronto estará arreglado. Lo más probable es que el viento o algún rayo hayan dañado la instalación. Por favon, no se marchen, la fiesta aún no ha terminado…





Nadie le hizo caso. Poco a poco, todos se fueron a dormir, sin saber nada del peligro que corrían sus vidas. Podríamos haber empezado a gritar como histéricos «¡No vayan a dormir o morirán!», pero no me pareció que dar la alarma y causar el caos en un lugar como aquel, abarrotado de gente y sin la más mínima posibilidad de salir al exterior, fuese una buena idea. Eso suponiendo que nos hubiesen creído y que no se hubiesen desternillado a costa nuestra. Por eso me resigné a dejar que se marchasen. ¿Qué otra cosa podía hacer? Además, los s-lavs que había enviado a revisar la instalación no habían regresado aún, con lo que imaginé que la luz podía tardar horas en volver.



Hans, sin embargo, no parecía dispuesto a abandonar e incluso me reprochó que me rindiese tan pronto:



- ¡Tenemos que decírselo! ¡No podemos dejarles ir!

- Hans, no podemos hacer nada. Será mejor que nos vayamos a dormir también tú y yo.

- Pero… tú dijiste que no podíamos dormir… ¡lo dijiste!

- Oye, yo también puedo equivocarme vale, lo de los sueños sólo es una teoría, a lo mejor es una teoría estúpida y absurda. – Dije, intentando parecer calmado, aunque estaba derrotado, en realidad. – No podemos impedir que cientos de personas se vayan a dormir. Son más de las cuatro y no hay luz. Debemos mantener la calma. En unas pocas horas, llegará el Halley y el Halley II partirá rumbo a la Tierra. Son sólo unas pocas horas.

- Claro, ahora lo entiendo, lo único que te importa es tu culo, ¿no? Pero yo no me voy en unas horas, yo tengo que quedarme aquí ¿sabes?



No contesté. Tenía razón, pero a mí no me quedaban fuerzas para discutir con él. Abandoné el salón y activé mi tarjeta con el código de mi habitación.



No tenía sueño, estaba demasiado excitado con todo lo que había sucedido y quizás los estimulantes también hubiesen hecho su trabajo. Al cabo de una hora la iluminación de emergencia se desconectó automáticamente y volvió la luz. Recogí mis cosas. Quería tenerlo todo preparado para cuando empezasen a llegar las naves de transporte. Guardé la ropa y el neceser, dejando el sobre ocre y los papeles sobre la mesilla. Ya no los necesitaba para nada. Me estiré en uno de los sofás y pensé en Tya. En unas pocas horas tal vez la vería, si todo iba bien.



A las seis, y sin haber dormido nada, me duché y me dirigí al comedor por última vez durante mi estancia en el Bradbury. El comedor estaba vacío, excepto por los s-lavs que preparaban el desayuno diligentemente. No había nadie. Ni un alma. Era temprano, es cierto, pero, teniendo en cuenta el más que numeroso grupo de huéspedes que acogía el hotel, así como el servicio de comidas ininterrumpido del mismo, en los comedores siempre había gente. Hasta ese día. Miré a mi alrededor, más sorprendido que asustado. Mesas y sillas vacías, nadie en la cola del bufé. Silencio casi absoluto. No encontré una explicación.



Bajé a recepción. Los agentes humanos brillaban por su ausencia. Sólo había empleados robóticos allí, como si la cosa no fuese con ellos, haciendo sus tareas con la misma entrega de siempre. Fui a buscar a Hans, temiendo lo peor. No le encontré en su habitación, ni en el bar, ni en la sala de juegos. Volví de nuevo a recepción. Estaba sentado en un sillón azul, con la cabeza entre las manos y los codos apoyados en las rodillas. Me paré ante él, sin decir nada. No pareció reparar en mí. Pasaron unos segundos, entonces levantó la cabeza y, con los ojos inundados me dijo:



- Es culpa tuya.