martes, 3 de abril de 2012

Viaje a Cuatro. Nueve: Final del trayecto


Me pregunté si en la casa del prado cabría tanta gente o si la habrían sustituido por un hotel de gigantescas dimensiones. La desaparición de los Swanson quedaba ya muy lejana en el tiempo, a pesar de que apenas habían transcurrido unos pocos días desde mi llegada a Cuatro. ¿Qué sentido tenía todo aquello? ¿Acaso habían soñado lo mismo cientos de personas? ¿La misma noche? Cómo podía saberlo, yo era sólo un agente de Across Stars, probablemente el peor de todos. Pero yo seguía allí. Y Hans. La extraña pareja de insomnes supervivientes.

Los ojos de Hans estaban hinchados y enrojecidos. Sus manos y sus rodillas temblaban. Sin embargo, su voz era firme y clara y sus sentimientos hacia mi persona irradiaban odio, desconfianza y resentimiento. Realmente me culpaba por lo sucedido. A lo mejor él estaba en lo cierto y yo debería haber alarmado a la gente, evitar que saliesen del salón, utilizando la fuerza si hubiese sido necesario. Pero no lo hice y no sentía remordimientos por ello, sólo tenía miedo de acompañarles si me dejaba arrastrar por Mr. Sandman.

Los s-lavs seguían allí. Ellos no dormían y, por ende, no soñaban. Cuando sus niveles de energía alcanzaban el mínimo necesario para funcionar, eran recargados haciendo uso de la Red. En pocos minutos estaban listos de nuevo para picar, fregar, cargar, servir… en definitiva, para ser tan solícitos como siempre. Ser simples máquinas les permitía seguir allí, ajenos a los sueños raptores que se habían llevado a los frágiles terrícolas al nuevo hogar de los Swanson.

Durante un par de horas, Hans y yo permanecimos en recepción, cada uno sentado en un sillón de gato, absortos en nuestros pensamientos, escuchando decenas de canciones a través del hilo musical. Mi mirada se mantuvo clavada en el suelo, pues no quería levantar la vista para comprobar nuestra más absoluta soledad. Un s-lav se acercó a Hans y le dijo algo en voz tan baja que no pude oír. Éste se levantó inmediatamente y se acercó a uno de los mostradores del hall. Se colocó los auriculares del telecomunicador y habló:

- Aquí el agente 7286 de Across Stars, permiso para aterrizar,pero no desembarquen a ningún pasajero. Repito, no desembarquen. Cambio.

No pude escuchar al interlocutor, pero se trataba sin duda de algún oficial del Halley, que habría regresado de Tres. Probablemente se hallase en la estación aeroespacial, esperando recibir órdenes para empezar a enviar y recibir naves de transporte de modo que pudiesen recoger a los turistas que debían partir ese día, así como dejar en el hotel a los que traían desde la Tierra para pasar sus vacaciones en el Bradbury. Pero allí no había nadie a quien recoger, excepto yo. Los demás se habían esfumado esa noche.

-  Les habla de nuevo el agente 7286 de Across Stars, rogamos envíen nave de transporte sin turistas. Cubierta diez, hangar dos. Nos encontramos en una situación de emergencia. Repito: nos encontramos en una situación de emergencia, no envíen turistas. Cambio.


Hans se quitó los auriculares y apoyó las manos sobre el mostrador, agachando la cabeza en un gesto de desesperación. A diferencia de aquel tipo enjuto a quien había visto perder al Doble-dos y apropiarse de lo ajeno, me inspiró lástima. Me acerqué y le pregunté:

-  ¿Eran los del Halley?
-  Sí.
-      ¿Vienen?
-  Sí, vienen.
- ¿No deberíamos subir a las cubiertas de hangares?
- Sube. Cuando venga la nave de transporte, podrás irte junto con todos los demás. – Dijo, derrotado.
- ¡Hans, reacciona, joder! ¡No puedes quedarte aquí! ¡Vámonos!

Sin esperar su respuesta, le cogí fuertemente del brazo y casi le arrastré hasta el ascensor. Subimos a las cubiertas de hangares. En el hangar número dos de la cubierta número diez, esperamos la llegada de la nave de transporte. Vimos como aterrizaba suavemente y como se abría la compuerta. No venían turistas. De la nave, comandada por s-lavs, salieron sólo dos personas: Tya y Verner.

- ¿Qué pasa, hemos llegado tarde a la fiesta? – Dijo el viejo con sorna, sin saber que estaba en lo cierto.

Luego me miró y añadió:

- Joder, ¡qué mala cara tienes!


Tardé un segundo en asimilar lo que estaba sucediendo. No reaccioné hasta que vi los ojos verdes de Tya mirándome desde la compuerta. La preciosa Tya se acercó y me abrazó fuertemente, para luego besarme como sólo ella sabía hacerlo. Las palabras sobraban en aquel instante. Por un momento, me olvidé de la situación en la que nos encontrábamos. Pero sólo por unos segundos.

- ¿Dónde está Giada? – Preguntó Verner.
- Hans es el nuevo responsable del hotel. – Contesté.

Tya y Holbein examinaron brevemente al desaseado y rendido Hans que se encontraba junto a mí, para luego volver a mirarme, incrédulos.

- ¿Hans? ¿Este es Hans? – Requirió el viejo.
- Sí. – Dije.
- ¿Y Hans no habla?
- Nos encontramos en una situación de emergencia. – Intervino Hans mecánicamente.
- ¿Cuál? – Preguntó Tya.
- Todos los huéspedes del hotel han desaparecido.
- ¿Qué? ¿Cómo?
- Se durmieron.

A los ojos de mis viejos amigos, Hans debía parecer un chiflado de esos que se han pasado media vida vagando solos por el espacio en misiones de reconocimiento. Decidí intervenir y explicarles cuál era esa situación de emergencia que debíamos afrontar. Como Verner me había dicho en más de una ocasión, él no se consideraba a sí mismo un escéptico, por lo cual creyó mis palabras a pies juntillas. A Tya, sin embargo, le costó un poco más llegar a asimilar la traición de los sueños marcianos.

- No tiene sentido. – Repetía.
- Lo sé, cariño, pero aún así…
- La gente no desaparece así como así. Tenemos un cuerpo sólido incapaz de teletransportarse, hasta donde sabemos. Es absurdo. ¿De dónde sacas esa conclusión?
- Yo también he tenido sueños. Bueno, empezaron siendo sueños y acabaron siendo más bien pesadillas.
- Pero tú estás aquí. – Repuso Holbein.
- Sí, porque yo no he cedido a su voluntad.
- ¿La voluntad de quién?
- No lo sé, de alguien, de quien se lleva a la gente a su mundo.

Me sentía tremendamente ridículo explicando mis sueños y paranoias a Tya y a Verner. Hans escuchaba, ausente, sin participar de la conversación excepto cuando se le requería. En mis pesadillas, todo era tan real…

- Está bien. – Dijo Tya. – Supongamos que estás en lo cierto… ¿dónde va toda esa gente?
- A una casa, creo.
- ¿A una casa? Estamos hablando de la desaparición de cientos de personas. No caben en una casa.
- Bueno, yo qué sé. En mi sueño hay una casa. Vi a Jean Swanson allí.
- ¿Quién es Jean Swanson?
- Vine aquí porque Jean y Paul Swanson, dos turistas americanos, desaparecieron misteriosamente en este hotel.
- No sabía que eras detective.
- Y no lo soy. Lo único que importa es que los Swanson fueron sólo los primeros. Ahora no queda nadie. Excepto Hans y yo.

Verner seguía mis explicaciones al pie de la letra, interesándose por cada detalle. Miró a Hans y le preguntó:

- ¿Tampoco tú quisiste entrar en la casa, Hans?
- La casa da miedo. A veces da miedo.


Todos nos quedamos mirando a Hans, el loco de la colina, por si hacía pública alguna nueva revelación. Pero no fue así. Tya interrumpió el breve silencio:

- Bueno, y ¿por qué no hemos sido informados antes? ¿Por qué hacernos traer más gente sabiendo lo que pasaba?
- Mendes no sabe todo. No sabe que hoy no hay huéspedes en su hotel. Cree que las desapariciones son pocas y ha estado tratando de escurrir el bulto para no perder beneficios.


Tya se quedó pensativa un instante y luego dijo:

- Será mejor que volvamos. Trasvasaremos a los pasajeros al Halley II y volveremos a Tres. Habrá que informar de lo sucedido. Nosotros no pintamos nada aquí.
- ¿Y qué les diremos a los pasajeros? – Preguntó Holbein.
- Les diremos que hay problemas con los sistemas de presurización y compensación gravitatoria del hotel,      que su seguridad es lo más importante para Across Stars y que la compañía les devolverá el importe de sus vacaciones. – Resolvió Tya.
- ¿Y qué hacemos con los s-lavs? – Intervino Hans.
- No hacemos nada. Ellos seguirán trabajando aquí. La compañía decidirá qué hace con ellos mientras se resuelve este caos. Subid a la nave. Nos vamos. – Ordenó Holbein.

Obedecimos a Verner y entramos en la nave de transporte. El comandante nos pidió que nos abrochásemos los cinturones de seguridad. Luego dio la orden a los s-lavs de que se pusieran en marcha. Transcurrieron algunos minutos y la nave no se movía. Los motores no se pusieron en marcha, las luces no se encendieron. Verner tomó de nuevo la radio y volvió a ordenar a los s-lavs que pusieran rumbo al Halley y los s-lavs siguieron sin obedecer.

Una sensación familiar y aterradora me embargó. Miré a mi derecha y vi a Tya, inmóvil, mirando por su ventanilla. Frente a mí, Hans se había quedado dormido. Verner me miraba fijamente, con ojos vacíos de cualquier sentimiento. Y entonces, empecé a oírlas de nuevo. « ¿Adónde vas? No puedes irte… sólo faltas tú.» Las voces de mi sueño me acosaban de nuevo, más amenazadoras que nunca. Traté de soltarme el cinturón, pero no pude. Estaba aterrorizado. Por lo que sabía, no estaba dormido. Ninguno de los cuatro lo estábamos. Como si alguien estuviese leyéndome el cerebro, escuché: «No estás dormido». Poco a poco, mi visión de la nave de transporte fue desapareciendo, estaba siendo sustituida por el clásico escenario de mis pesadillas marcianas.

La casa apareció ante mí. Y el prado, las flores y los árboles. Era un precioso día soleado de primavera. Como siempre. Todo debía ser idílico para que la atracción nos condenase igual que a Eva. «¿Por qué?», pregunté. Nadie contestó. Ahora sólo se escuchaba el canto de las alondras y el silbar del viento. Miré a mi alrededor. Vi a Verner caminando hacia el porche. «¡No!», grité. Quería decirle que no siguiese acercándose a la casa, pero ellos me lo impedían. El viejo caminaba lento pero sin pausa. Se agarró a la barandilla y subió los escalones. Traté de correr hacia él. No me moví. Abrió la puerta y se perdió en la penumbra. Me eché a llorar. Nunca había llorado de aquella manera, sollozando como un niño, víctima de la más absoluta desesperación. Podía sentir el calor de mis lágrimas saladas resbalando por mis mejillas, podía sentir la desolación de la pérdida y el modo en que mi garganta se resecaba por la congoja.

Las voces mostraron su lado más cruel: «Verner no está, Verner no está». Oí carcajadas que provenían de todos los puntos del valle. Sucios cabrones, malditos bastardos. Quienesquiera que fuesen, sabían que no podría ir a ninguna parte. Yo sólo me resistía algo más de lo habitual, pero caería en sus redes tarde o temprano, y ellos lo sabían. Súbitamente, recordé a Hans y a Tya. «¿Dónde…?», me pregunté. «Hans no está, Hans no está», me contestaron. En ese momento, distinguí la silueta de Hans a través de una de las ventanas de la casa. «¡Hans!», grité. Las voces siguieron jugando conmigo: «Jean no está, Paul no está, Giada no está, Verner no está, Hans no está… y Tya no estará». ¿Dónde estaba Tya? «¡Tya, Tya!¿Dónde estás?».

Tya estaba recogiendo flores. Parecía que le gustaban las flores amarillas. Estaba confeccionando un hermoso buqué de flores amarillas de todas las clases. Aunque yo le gritaba, no parecía oírme. Seguía recogiendo flores, las olía, las miraba. «Tya, ¡ven aquí!», le pedí, desesperado. Me ignoró. Cuando consideró que ya tenía suficientes flores, se irguió y se dirigió hacia la casa, como ya habían hecho Hans y Verner. Alcanzó la escalinata y se paró. Se giró y, mirándome con una enorme sonrisa en los labios, dijo: «Ven con nosotros,… ven al mundo». Dejé de sentirme inmóvil y corrí tras ella. Yo corría y corría, pero no alcanzaba la escalinata. Ella se movía lentamente. Abrió la puerta y entró. Yo seguí corriendo hasta llegar al porche. Ahora ya no me quedaba más remedio que entrar ahí, por mucho miedo que tuviese. No podía dejar que se llevasen a Tya. No pensaba permitirlo.

Me interné en la oscuridad de la casa. El interior no era el mismo que había visto en el sueño en el que Giada preparaba la comida. Ahora no había nada allí: ni mesa, ni sillas, ni menaje, ni chimenea, nada. Solamente la más absoluta oscuridad. No vi a Verner o a Hans. Tampoco vi a Tya, aunque había entrado pocos segundos antes que yo. Allí no parecía haber nadie. Pero las voces me sacaron de mi error: «No estás solo. Nosotros estamos aquí. Todos estamos aquí,… en el mundo». Me sentía como un ratón atrapado en su propia ratonera. Retrocedí, buscando a tientas el pomo de la puerta. Tenía que salir de allí como fuese. «¿Dónde está la puerta?», pregunté. «¿Qué puerta?», contestaron. Ya no había puerta, ya no había casa, sólo penumbras marcianas en el mundo de los sueños, donde somos etéreos, transparentes sombras que vagan por el mundo.

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