martes, 3 de abril de 2012

Viaje a Cuatro. Ocho: Insomnio



Jamás fui demasiado amigo de las casualidades ni un devoto de las coincidencias y no tenía ninguna intención de empezar a serlo en aquel momento. Que los sueños, o más bien pesadillas, podrían estar directamente relacionados con las crecientes desapariciones era, más que una simple suposición, una clarísima evidencia. Ahora bien, los vínculos o nexos que unían ambas realidades, así como sus correspondientes explicaciones lógicas, seguían siendo un misterio para mí. Sin embargo, podía presumir de ser de los pocos en llegar a dichas conclusiones a través de mi propia experiencia personal y del objetivo análisis de los hechos, al menos por el momento.



Los sueños con la casa del prado habían empezado en Cuatro, a mi llegada al Bradbury, cuando aún creía que los Swanson estarían probablemente encerrados en algún cuarto de las escobas. Poco a poco, la vivencia onírica había ido cambiando. Lo que fue hermoso se tornó pérfido, lo hogareño se transformó en ajeno, la sutil atracción se convirtió en terror. Y luego estaban las voces, los susurros. Y también los gritos. Los chillidos descarnados de Paul a lo lejos, la llamada de quienes me requerían, los llantos. Y Giada pidiéndome que me quedase a comer.  Lentamente, el mismo sueño se había ido transformando, añadiendo y eliminando decorado y personajes. Ahora Jean Swanson atrapada por la mano gris; ahora Giada sirviendo el almuerzo. Y Paul, que estaba allí también, aunque no le había visto aún.



Estaba casi seguro de que los otros también habrían traspasado la línea, todos los que habían desaparecido del hotel, y de otros hoteles de Cuatro. ¿Pero cómo? Los sueños son sólo manifestaciones de nuestras preocupaciones, obsesiones, alegrías, tristezas, frustraciones y empeños. Constituyen el teatrillo de nuestra mente, que trata de poner en orden el caos en nuestra vida interior. Nada más. Desde tiempos ancestrales, el hombre había tratado de interpretar el significado de los sueños, intentando dar con la explicación lógica del porqué de nosotros mismos persiguiendo a mamá con un gran cuchillo en las manos. En la antigüedad, muchos pueblos y civilizaciones entendieron los sueños como revelaciones divinas o demoníacas que podían revelar el porvenir de quien soñaba. El antiguo pensador Freud entendió la interpretación de los sueños como una útil herramienta de acceso a nuestro inconsciente. Pero esto era muy distinto, al parecer. Si las experiencias oníricas en Marte tenían alguna relación directa con el acceso voluntario o involuntario a otros mundos o realidades, estábamos si duda ante un gran descubrimiento que me producía un miedo enorme. 



El asustado Hans y yo fuimos a la habitación de Giada, sita en la planta para empleados. Abrimos haciendo uso de la tarjeta codificada. Dentro, todo parecía limpio y ordenado, aunque la cama estaba deshecha. En el pequeño armario había ropa y sobre la mesilla yacía un volumen de La Noche, de Marvin Johnson. Cualquier persona hubiese dicho que Giada se había levantado para ir a desayunar y que había dejado la cama sin hacer. Nada hacía pensar que se hubiese ido para siempre, pues sus cosas seguían allí y además no se había despedido. Por si eso fuese poco, su tarjeta codificada también se encontraba allí, en un estante junto a la puerta. Hans me miró y dijo:



- ¿Quién se marcha dejando la tarjeta dentro? La puerta no se abre sin la tarjeta.

- Ya. – Contesté.

- ¿Ya? ¿Y cuál es tu explicación? Sus cosas siguen aquí, la he buscado por todo el hotel, he intentado comunicarme con ella mediante el transmisor interno, he realizado llamadas desde recepción…

- No lo sé, ¿vale? Estoy igual que tú.

- Crees que le ha pasado lo mismo que a los Swanson, ¿verdad? Lo mismo que a los últimos huéspedes desaparecidos. Crees que se los ha tragado la tierra a todos y que ya no la encontraremos…

- No creo que se los haya tragado la tierra, Hans.- Dije, intentando parecer calmado.

- ¿No? ¡Pues dime dónde cojones están! Y dime… ¿estaremos mañana aquí tú y yo?¿eh? ¡Dime!

- ¿Quieres hacer el favor de calmarte? Así no me ayudas a pensar, ¿vale?



Lo cierto es que no había una explicación racional para nada de lo que allí estaba teniendo lugar. Y si la había, ni el desquiciado Hans ni yo la conocíamos. Además, nosotros no éramos más que un par de empleados de Across Stars, y no precisamente del entre los más competentes. Aquello sin duda nos superaba. ¿Qué debíamos hacer? ¿Le diríamos a la gente que no durmiese porque el tren de los sueños marcianos no incluía billete de vuelta?



Por otra parte, yo no quería quedarme allí, mi intención era marcharme a Tres en el crucero que partiría de Marte el día siguiente. Ni por todo el oro del mundo pensaba continuar allí. Hablaría con Mendes y le diría que se apañase, que enviase a alguien que de verdad pudiese hacer algo útil aquí. Sin embargo, hasta que el Halley no llegase por la mañana, Hans y yo estábamos al mando allí y era nuestro cometido evitar que más gente desapareciese esa última noche.



- Organiza un cotillón. – Le dije.

- ¿Un cotillón? ¿Esa es tu genial idea?

- Si están en una fiesta, bebiendo y bailando, no estarán durmiendo. – Aclaré.

- ¿Y qué hay de malo en que duerman?



Al parecer, había sobreestimado la inteligencia de mi amigo Hans.



- ¿Es que no te das cuenta? Todos desaparecen mientras duermen. La última vez que hablé con Giada se iba a descansar. Su cama está deshecha y no ha salido de la habitación.

- Eso no lo sabemos.

- Joder, Hans, ¡es evidente!



Se calló un momento, imagino que para asimilar la nueva información recibida.



- Un cotillón…

- Sí. Para celebrar la última noche en Cuatro. Como si fuese fin de siglo. Mucha comida, bebida para un regimiento, música y diversión hasta el amanecer.

- Ya, pero aquí hay alojadas muchas momias que dudo aguanten una noche entera de fiesta.

- Bueno, pero cuanto más tarde se vayan a dormir, menos posibilidades de que se los trague la tierra.

-  Tú y tus conclusiones sois realmente sorprendentes. – Dijo con ironía.

- Será mejor que empieces a organizarlo todo. Yo intentaré hablar de nuevo con Mendes.

- Sí, señor… ¿alguna orden más?

- Sí. Si puede ser,  no te quedes dormido. Te veo luego.





Hans salió de la habitación delante de mí. Por descontado que no creía una sola de mis palabras, pero era lo suficientemente listo como para no contradecirme, teniendo en cuenta las circunstancias a las que debíamos enfrentarnos.



De nuevo en mi habitación, usé el telecomunicador para intentar hablar con Mendes, pero no hubo suerte. Me senté en uno de los sofás durante algunos segundos. Ni siquiera yo creía que el cotillón pudiese funcionar. Hans tenía razón. Sí, la gente bebería, bailaría, vomitaría y luego se iría a dormir o a fornicar. Deseé que se fuesen todos a fornicar.



Era la hora del almuerzo. Me acerqué al comedor a palpar el ambiente. Una señora de mediana edad hablaba en susurros con quien parecía ser su hija. No pude seguir la conversación, aunque sí cogí al vuelo el asunto sobre el que murmuraban: la desaparición de más gente. No parecían asustadas, sino más bien confusas e intrigadas, como si sospechasen que los desdichados hubiesen  salido de excursión o cambiado de hotel. Esa idea me recordó que el Ares también había visto desaparecer a varios de sus huéspedes, y si el Ares y el Bradbury estaban siendo víctimas de la plaga de los sueños marcianos, por llamar de alguna manera a aquellos siniestros sucesos, sin duda el Mars también habría visto volatilizarse a algún que otro turista. Pero esto eran sólo suposiciones, claro.



Almorcé tan deprisa como pude. Volví a la habitación e intenté de nuevo hablar con el jefe. Seguía sin contestar. Me pregunté si no sería mi obligación informar a Cosmic de la situación, pero finalmente decidí que si Mendes se enteraba de que había hecho algo parecido, me cortaría los huevos. Al fin y al cabo, la seguridad de aquellos pijos me importaba un bledo. Yo sólo quería salvar mi culo, por eso debía mantener con vida a los huéspedes del Bradbury. Sólo por eso.



Hans vino a buscarme poco después. Su gesto decía a voz en grito que aquello estaba siendo demasiado para él.



- Ya está. Los s-lavs se encargarán de todo: comida, bebida y baile. Nuestros clientes están encantados con la idea de un baile de fin de curso. ¿Tienes ya pareja?



Lo dijo con una mezcla de rabia y resentimiento que nacía, sin duda, de la aversión que sentía  hacia mí.



- ¿A qué hora empieza la noche de los muertos vivientes? – Dije.

- A las nueve. Y más te vale estar allí.

- No me lo perdería por nada del mundo. – Contesté. – Quizás deberías descansar o esta noche no aguantarás. – Añadí.

- Creía que no me estaba permitido dormir. – Murmuró Hans con indiferencia.

- ¿Quién habla de dormir? Estírate un rato, date una ducha y come algo. Pero no cierres los ojos.

- A la orden, mi capitán.



Me quedé solo otra vez. Bajé a recepción. En los paneles electrónicos informativos se anunciaba el gran evento: un baile de gala para despedir la estancia en el planeta rojo por todo lo alto. Imprescindible vestir de etiqueta, claro. Busqué entre los empleados que correteaban por el hall a alguien que no fuese un robot. Junto a la fuente, una chica joven, aunque no tanto como Giada, atendía amablemente a un huésped que le preguntaba acerca del cotillón. Esperé que terminase y me acerqué.



- Perdone, señorita ¿podría hacerme un favor?



La chica, que respondía al nombre de Silvia Hernández, me miró extrañada pero solícita al mismo tiempo.



- Claro… dígame.

- Necesito que vaya a la enfermería y consiga todos los estimulantes que pueda.

- ¿Estimulantes?



Abrió los ojos como platos y me miró como si estuviese loco, pero se mostró dispuesta a colaborar.



- Sí, claro… a la enfermería. Sí, se los pediré a Hanif. Aunque es probable que me pregunte…

- Sólo dígale que son para mí, ¿de acuerdo?

- De acuerdo, pero… ¿para qué necesita usted estimulantes?... perdón, no quería ser entrometida. Disculpe. Se los pediré a Hanif.

- Gracias… Silvia.



Silvia asintió con la cabeza y se alejó.



Subí al bar con la intención de  tomar una copa de licor, aunque deseché la idea casi al instante, pues el licor me habría producido somnolencia, más aún después de comer. En su lugar, tomé un zumo de bayas. Una hora después fui al dormitorio de Hans, para asegurarme de que seguía despierto. Llamé a la puerta con los nudillos. Nadie contestó. Volví a llamar. No hubo éxito. En ese momento me invadió un ridículo miedo a perder a Hans. Empecé a gritar su nombre desde el pasillo. Cuando estaba a punto de tirar la puerta abajo, Hans abrió.



- ¿Tampoco puedo ducharme?

- Pensé que…

- Sí, bueno, no te negaré que me caigo de sueño, pero aún resisto. ¿Y tú?

- He pedido estimulantes.

- Ajá. – Soltó con indiferencia.

- No son para mí.

- ¿No?

- Son para todos. Los pondremos en la bebida. – Dije, casi emocionado.



Hans me miró arqueando una ceja y espetó con gran sarcasmo:



- Uy, ¡qué bien! Será como en la universidad…

- Si no se te ocurre nada mejor…

- Vale, lo siento, estoy cansado.

- Voy a ducharme y a afeitarme. Nos vemos en un par de horas en el salón de baile. Por lo que más quieras, no te duermas…

- Pues tráeme esos jodidos estimulantes.

- ¿Para qué? ¿Para que los pierdas jugando a Doble-dos?

- Vete a la mierda.



Cuando salía de la ducha, llamaron a mi puerta. Era Silvia. Traía una docena de botecitos llenos de estimulantes. Aún así, aquello no era ni de lejos suficiente para los cientos de huéspedes del hotel.



- ¿Sólo había esto?

- ¿Por qué? ¿No son suficientes? Aquí hay muchos…

- Está bien, no te preocupes. Será suficiente. Gracias.



Silvia se marchó deprisa, como si temiese que le pidiera alguna cosa más. Seguramente pensaba que yo estaba loco o algo así. O que era un drogadicto.



Me afeité y me vestí elegantemente. Cogí los botes de pastillas y los guardé en una pequeña bolsa de plástico. Al salir al pasillo, pude respirar el ajetreo que los turistas se traían entre manos, escogiendo atuendo y complementos, excitados por el gran evento. Subí al ascensor y pulsé el botón de la planta en la que se encontraba el salón. Era gigantesco. Más de veinte salas interconectadas, miles y miles de metros cuadrados de suelos relucientes y decoración exquisita. Mesas de bufé y barras de bar preparadas con mimo para la ocasión.  Y no había un solo sofá. Bien por Hans. Después de todo, no era tan idiota. Si los huéspedes no se sentaban, sería más difícil que les entrase el sueño.



Vi a mi cómplice dando instrucciones a los músicos. Cuando se percató de mi presencia, se acercó.



- He pedido a los s-lavs que preparen ponche de alga dulce con licor, así será más fácil boicotear las bebidas. Las jarras están aún en las cocinas.

- Vale. Espérame aquí. No tardaré.



En total habría unas mil doscientas pastillas, aproximadamente. Las dividí y las deshice en el líquido morado, esperando que aquello sirviese de algo y nuestros invitados a la fiesta aguantaran la marcha hasta la salida del sol. Una pareja de s-lavs empezó a sacar jarras de mi cóctel especial a las mesas de bufé.



A las nueve menos cuarto, el gran salón de baile estaba a rebosar. Los músicos calentaban el ambiente y sus canciones llegaban a todos los rincones, animando a la gente paulatinamente. Todo el mundo se había vestido de punta en blanco para la ocasión y a nadie parecía importarle en ese momento si sus vecinos de pasillo habían pasado a mejor vida. Todo transcurría según lo planeado, pero aún era temprano. Hans y yo probamos el cóctel de la casa para no quedarnos fritos. Su efecto estimulante apenas se notaba. Como mucho, sentía uno esa falsa felicidad que también reporta el alcohol. Bueno, habría que esperar a que fuese efectivo.



A eso de las once y media, cuando la comida de las mesas empezó a desaparecer, la gente empezó a beber más. Parecían divertirse de lo lindo, no como nosotros, que éramos una pareja de infelices con ideas estrambóticas que difícilmente salvarían el mundo. Los huéspedes charlaban, se reían, se besaban y no paraban de bailar. Todo parecía perfecto. Y de hecho, la cosa funcionó a las mil maravillas hasta las tres y media de la madrugada, cuando se fue la luz.



La gente se asustó y empezó a gritar, aunque la oscuridad no era total, pues se activaron las luces de emergencia. Hans fue corriendo a transmitir un mensaje por megafonía para llamar a la calma, mientras yo apremiaba a un grupo de s-lavs para que fuesen a revisar la instalación y a tratar de solucionar el problema. Pasaban los minutos y la luz no volvía, pero al menos los asistentes a la fiesta habían dejado de chillar. Después de un cuarto de hora, muchos empezaron a abandonar el salón de baile, activando sus tarjetas para volver a sus habitaciones. Hans trataba, por megafonía, de impedir que el salón se vaciase:



- Esperen, por favor, estamos solucionando el problema. Pronto estará arreglado. Lo más probable es que el viento o algún rayo hayan dañado la instalación. Por favon, no se marchen, la fiesta aún no ha terminado…





Nadie le hizo caso. Poco a poco, todos se fueron a dormir, sin saber nada del peligro que corrían sus vidas. Podríamos haber empezado a gritar como histéricos «¡No vayan a dormir o morirán!», pero no me pareció que dar la alarma y causar el caos en un lugar como aquel, abarrotado de gente y sin la más mínima posibilidad de salir al exterior, fuese una buena idea. Eso suponiendo que nos hubiesen creído y que no se hubiesen desternillado a costa nuestra. Por eso me resigné a dejar que se marchasen. ¿Qué otra cosa podía hacer? Además, los s-lavs que había enviado a revisar la instalación no habían regresado aún, con lo que imaginé que la luz podía tardar horas en volver.



Hans, sin embargo, no parecía dispuesto a abandonar e incluso me reprochó que me rindiese tan pronto:



- ¡Tenemos que decírselo! ¡No podemos dejarles ir!

- Hans, no podemos hacer nada. Será mejor que nos vayamos a dormir también tú y yo.

- Pero… tú dijiste que no podíamos dormir… ¡lo dijiste!

- Oye, yo también puedo equivocarme vale, lo de los sueños sólo es una teoría, a lo mejor es una teoría estúpida y absurda. – Dije, intentando parecer calmado, aunque estaba derrotado, en realidad. – No podemos impedir que cientos de personas se vayan a dormir. Son más de las cuatro y no hay luz. Debemos mantener la calma. En unas pocas horas, llegará el Halley y el Halley II partirá rumbo a la Tierra. Son sólo unas pocas horas.

- Claro, ahora lo entiendo, lo único que te importa es tu culo, ¿no? Pero yo no me voy en unas horas, yo tengo que quedarme aquí ¿sabes?



No contesté. Tenía razón, pero a mí no me quedaban fuerzas para discutir con él. Abandoné el salón y activé mi tarjeta con el código de mi habitación.



No tenía sueño, estaba demasiado excitado con todo lo que había sucedido y quizás los estimulantes también hubiesen hecho su trabajo. Al cabo de una hora la iluminación de emergencia se desconectó automáticamente y volvió la luz. Recogí mis cosas. Quería tenerlo todo preparado para cuando empezasen a llegar las naves de transporte. Guardé la ropa y el neceser, dejando el sobre ocre y los papeles sobre la mesilla. Ya no los necesitaba para nada. Me estiré en uno de los sofás y pensé en Tya. En unas pocas horas tal vez la vería, si todo iba bien.



A las seis, y sin haber dormido nada, me duché y me dirigí al comedor por última vez durante mi estancia en el Bradbury. El comedor estaba vacío, excepto por los s-lavs que preparaban el desayuno diligentemente. No había nadie. Ni un alma. Era temprano, es cierto, pero, teniendo en cuenta el más que numeroso grupo de huéspedes que acogía el hotel, así como el servicio de comidas ininterrumpido del mismo, en los comedores siempre había gente. Hasta ese día. Miré a mi alrededor, más sorprendido que asustado. Mesas y sillas vacías, nadie en la cola del bufé. Silencio casi absoluto. No encontré una explicación.



Bajé a recepción. Los agentes humanos brillaban por su ausencia. Sólo había empleados robóticos allí, como si la cosa no fuese con ellos, haciendo sus tareas con la misma entrega de siempre. Fui a buscar a Hans, temiendo lo peor. No le encontré en su habitación, ni en el bar, ni en la sala de juegos. Volví de nuevo a recepción. Estaba sentado en un sillón azul, con la cabeza entre las manos y los codos apoyados en las rodillas. Me paré ante él, sin decir nada. No pareció reparar en mí. Pasaron unos segundos, entonces levantó la cabeza y, con los ojos inundados me dijo:



- Es culpa tuya.

 




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