sábado, 19 de abril de 2014

Niñas Raras. Capítulo once: Las niñas de mi vida




Me gusta como es ella. Siempre ha sido una mujer muy dulce y cariñosa. No es de las que se enfadan fácilmente, o te hacen reproches cada dos por tres. Además, es muy comprensiva. Siempre me escucha y apoya todas mis decisiones, por estúpidas que puedan parecer. Tiene esa mirada inocente y cándida que a veces me vuelve loco, porque yo sé leer lo que esa mirada esconde, y me encanta recitarlo.

La conocí a través de un amigo común. Todo surgió de un modo muy natural. Martín nos presentó en aquella cena en la que celebrábamos su cumpleaños. Cuando la vi, lo primero que pensé es que era bastante guapa. Llevaba el cabello rubio cortado a ras de mandíbula, liso y brillante. Los ojillos se entornaban vivarachos siempre que sonreía y aparecían entonces un par de hoyuelos encantadores en las mejillas. Además, ella se reía mucho, y siempre me han gustado las chicas que parecen felices.

Hablé con ella un largo rato. La conversación giró en torno a cosas sin importancia, hablamos de las películas que nos gustaban, de lo divertida que era la fiesta, y cosas así. Me agradó comprobar que teníamos gustos bastante parecidos y que ella parecía estar muy interesada en todo lo que yo tuviese que decir. Me escuchaba con una lata de cerveza en la mano y los ojos bien abiertos. De vez en cuando soltaba alguna carcajada, echando la cabeza hacia atrás ligeramente, en un gesto que se me antojaba poco natural pero que dejaba ver bien su cuello, largo y blanco.

Por aquella época yo trabajaba para el cuerpo de policía y, sin pretender ser presumido, lucía un cuerpo bien moldeado que volvía locas a muchas mujeres. Ella también tenía un cuerpo bonito. Era bastante delgada, con las piernas largas y el trasero firme. No era demasiado curvilínea, pero tenía buen tipo. Me gustó todo de ella desde el primer momento en que la vi, junto a la ventana, bebiendo a sorbos de su vaso mientras movía ligeramente las caderas al ritmo de la música.

Mentiría si digo que sé cómo terminamos siendo pareja formal. Yo, por aquel entonces, era un alma libre. Me gustaba estar con chicas, claro, pero sin comprometerme de ninguna manera. Disfrutaba charlando con mujeres, tomando algo con ellas, bailando, riendo... Si se daba la ocasión de tener sexo con ellas, mejor que mejor. Pero aunque terminase acostándome con ellas, o incluso repitiendo, nunca dejaba que la cosa fuese más allá. No es que me diese miedo comprometerme. Había tenido algunas relaciones más o  menos largas pero siempre terminaban igual por culpa de la rutina y la falta de pasión. Sin embargo, ella me enredó de tal manera que, casi sin darme cuenta, estábamos viviendo juntos y compartiendo hasta el champú.

No debíamos llevar más de un año juntos cuando perdí mi empleo como agente de policía. Una noche, mi compañero y yo detuvimos a un hombre acusado de robar con violencia en una joyería. Tenía antecedentes y se comportó de manera muy agresiva. Se resistió tanto como pudo cuando le detuvimos, e incluso nos agredió, por lo que puede que nos pusiésemos un poco duros con él y eso acabó costándonos un expediente interno y, poco tiempo después, cuando la prensa se hizo eco del caso del "hombre brutalmente maltratado por la policía local", el puesto de trabajo.

Por suerte, su padre me consiguió un trabajo en su empresa, una agencia inmobiliaria cerca de casa. Obviamente yo no tenía ni idea de cómo funciona el mundo inmobiliario, pero me puse las pilas y aprendí lo necesario en un tiempo récord. Como me iba bien en el trabajo y me sentía feliz con ella, en seguida me acostumbré a la vida juntos. Nunca nos ha faltado de nada, es más, creo que tenemos muchas más cosas de las que nadie pueda llegar a necesitar, así que dudo que ninguno de los dos pudiese quejarse.

Lo de las aventuras vino más tarde, cuando empecé a darme cuenta de que la vida cómoda es, a menudo, muy aburrida. Voy al gimnasio y conozco mujeres jóvenes que me tiran los trastos y no puedo evitar dejarme llevar. No es que las mujeres que conozco sean más guapas o más interesantes que ella, simplemente son otras mujeres distintas y el flirteo desata siempre esa sensación de que todo es posible, de lo incierto, que suele ser tentador por estar prohibido. Te produce en el estómago una especie de cosquilleo que tiene que ver con lo excitante de lo que podría suceder pero aún no ha sucedido.

Generalmente, sin embargo, la cosa no va más allá de las palabras, alguna conversación más o menos picante, alguna sonrisa insinuante... A veces termino teniendo sueños húmedos y fantasías que terminan empañando los azulejos de la ducha. Creo que esto es algo que le pasa a cualquier hombre de mi edad, tenga pareja o no la tenga. Normalmente es suficiente para mí saber que estas mujeres me desean y que, si yo quisiera, podría tener sexo con cualquiera de ellas, como, cuando y donde yo desease. Saber esto ya me excita muchísimo y me produce una satisfacción que normalmente alivio solo.

Un día se me cruzó una amiga de mi mujer. No estamos casados, pero dada nuestra vida cotidiana, no creo que esto importe demasiado. El caso es que yo ya me había fijado en su amiga antes, hacía mucho, cuando salía con aquel tipo, pero nunca había sucedido nada, porque aunque la tensión sexual era fuerte, ambos teníamos pareja. Sucede, no obstante, que la atracción es como una goma que puedes tensar solamente hasta cierto punto, porque si no, termina rompiéndose. Nosotros tensamos la goma más de lo debido, así que un día sucedió lo que habíamos tratado de evitar, o quizás no. Solamente sucedió una vez. Fue hace unas pocas semanas y luego ella se sentía fatal porque había traicionado a su amiga. Yo pienso que se equivocaba y que solamente hubiese sido  traición si ella se hubiese enterado. Yo estaba bastante tranquilo hasta que me dijo que Marta había caido por las escaleras en el edificio en el que vive su madre y que el golpe que se dio le había provocado un aborto. Yo sabía de su estado, pero ella no. Pensé que lo descubriría en el hospital, que Marta lo destaparía todo y diría que estaba allí por mi culpa. No me dio lástima de ella, a pesar de lo demacrado de su aspecto. En realidad fue un alivio saber que todo seguiría tal y como estaba. Ya no pensaba cometer aquel error nunca más.

Lo de la niña sin principios es otro asunto. No puedo dejar de pensar en ella, en su cuerpo de curvas peligrosas y en su melena oscura. No me la quito de la cabeza ni un minuto. No estoy enamorado de ella ni creo que pudiese estarlo nunca. No nos parecemos en nada, salvo en una cosa. Somos tal para cual cuando se trata de sexo. Es la única que sabe volverme loco, la única que me lo permite todo, absolutamente todo. Y está prohibida. Y por eso me fascina. Pero tengo que dejar de verla, y de hablar con ella. Creo que se está enamorando de mí.