domingo, 16 de marzo de 2014

Niñas Raras. Capítulo diez: Medicina para la tristeza



Cada vez era más complicado estar sola. Tenía que escuchar continuamente mis pensamientos. La cerveza resbalaba por la garganta dejando un regusto amargo, como la vida. Ya no era posible corregir los errores del pasado y cambiar el rumbo parecía cada vez más difícil. Tenía la certeza de no estar haciendo las cosas bien. No cabía duda de que el camino por el que me arrastraba no me llevaría sino a un mal final. O a muchos males intermedios, que casi era peor. Vivía dentro de mi cuerpo, pero me veía desde fuera. 

A las siete llamé a la niña fría para salir esa noche a tomar una copa. El alcohol es la medicina de los que no tienen cura, el veneno de los inmunes a las circunstancias, el camino retorcido de los que son incapaces de mantener el temple. Aquel día necesitaba sin duda una relativamente alta dosis de realidad.

La niña fría propuso vernos a las nueve en un bar de Lavapiés. Lo llevaba un sevillano que se hacía llamar El Geranio. Curioso nombre para un tipo más bien poco florido, enjuto y tirando a chepudo, con los ojos saltones de un sapo, y de talante malhumorado. De no haber sido por su marcado acento, nadie hubiese jurado que aquel tipo era andaluz.

Pedimos una ración de tortilla y unos vinos. La camarera, una niña pálida de sonrisa impuesta, soltó los vasos sobre la mesa sin delicadeza alguna, haciéndolos resbalar por la superficie húmeda de aquella mesa de bar de barrio. Al menos el vino era bueno, de esos que se quedan pegados al paladar y van soltando notas dulces mientras hablas.

-No pasa nada. -Me dijo la niña fría. -No es culpa tuya que el tío sea un capullo.
-Sí que es culpa mía...porque él me llama y yo voy ¿sabes? Y yo sé que estoy haciendo las cosas mal. Bueno, mal no, fatal, porque lo que debería hacer es respetarme a mí misma, ¿entiendes? -Ella asintió, y le dio un sorbo al vaso de vino. -Él llama y yo siempre, siempre le hago caso... Lo que tendría que hacer es, no sé, esperar.
-¿Esperar a qué? ¿A quién?
-No sé. A quien quiera venir. A quien quiera quedarse.
-Hay mucha gente que se moriría por estar contigo y lo sabes.
-Yo no quiero a mucha gente. Le quiero a él.

Se hizo un corto silencio y vaciamos los vasos. Hice un ademán a la camarera pálida para que nos pusiese otra ronda. Mientras, pinché con un palillo un trozo de tortilla y me lo llevé a la boca, con la realidad metida en el cráneo. "Le quiero a él", me repetía.

-He visto tu exposición. -Dije.

Esperé su respuesta un par de segundos, pero ella no dijo nada. Imaginé que esperaba que yo diese más detalles acerca de mi opinión.

-Me gusta la foto de la señora gorda. Esa que va tan repintada, ¿Sabes cuál digo? -Añadí.
-Sí, sé cuál dices.
-Es una foto fantástica.

En su cara se reflejó un gesto de fastidio.

-A todo el mundo le gusta la foto de María. ¿Sabes por qué? Porque es un ser humano triste, y la tristeza vende. Todos conocen a María, la ven tambalearse por el barrio y sienten lástima de ella. Luego ven una foto suya y dicen que es arte. -Se metió en la boca un pincho de tortilla, con aire casi ofendido. -Solamente es una foto. La foto de una mujer con una vida a las espaldas. Pero vende.

Yo escuchaba sin saber bien qué decir. No conocía a la Niña María.

-María es incompleta. Quiso ser y no fue. Rozó la felicidad para que luego se le escapase de los dedos. Eso le puede pasar a cualquiera, ¿sabes? Su problema no es ese. 

La camarera trajo dos vinos más mientras yo escuchaba hablar a la niña fría.

-¿Cuál es su problema? -Pregunté.
-Su problema es haberse dejado arrastrar por la desdicha. La felicidad es esquiva, pero hay que buscarla en todas partes. Y ella dejó de buscar. No hagas lo mismo. No quiero hacerte nunca una foto como esa.

Que se me comparase con la niña María me causaba, por una parte, una sensación de rechazo. No pienso terminar siendo otra mujer con sobrepeso y las cejas maquilladas que se pasa la mañana en un bar bebiendo como un cosaco y fumando como una cafetera. Por otra parte, me causaba vergüenza y preocupación. ¿Había renunciado también yo a la felicidad? No lo creía, pero sin duda me daba miedo llegar a hacerlo.

-¿Sabes? -Prosiguió la niña fría, sin dejar de comer. -Deberías acercarte a la gente que te quiere y te respeta. A las personas que te convienen.
-Las personas que me convienen no me gustan. -Repuse. -Y las personas que me gustan no me convienen.
-Pues, cariño, qué quieres que te diga... La primera vez que tomas una mala decisión, cometes un error. La segunda vez, no tienes excusa.


Terminamos los vinos y salimos de allí. El Geranio nos echó una mirada seria desde la barra, donde secaba vasos con un paño que no parecía estar demasiado limpio.

No muy lejos de allí, había un bar famoso por sus ginebras y por ofrecer música en directo de jueves a domingo. Estaba a rebosar. Sobre el pequeño escenario, el niño soñador tocaba la guitarra y cantaba "One". El pelo castaño y lacio le caía sobre la frente, y se mordía el labio inferior en las partes en las que no tenía que cantar. Sin ser Johnny Cash, tenía una voz bastante profunda y magnética. 

La niña fría y yo pedimos sendos vodkas con Sprite y buscamos un rincón en el que acomodarnos. Metí el dedo índice en la copa y mezclé los líquidos transparentes. Luego me chupé el dedo mientras miraba al niño soñador rasgar la guitarra. 

Miré a mi compañera. Definitivamente era fría. Era como un carámbano fino a punto de partirse. Yo sabía que sufría, pero ella nunca decía nada. Ella me escuchaba, analizaba mis palabras, me daba su consejo. Hacía todo esto sin pensar que, quizás, también ella debería dejarse aconsejar. Me hubiese gustado tomarle una foto en aquel momento, con los labios en la copa y la mirada en el infinito, con el alma fuera del cuerpo.

Luego pensé en sus palabras. Pensé en mi condena. ¿Por qué no podía yo amar a quien me conviniese? ¿Por qué querer siempre lo que no se puede tener, lo que hace daño, o lo que escuece en las heridas? 

Ella había dicho que la tristeza vendía. Yo añadiría que algunas personas somos, hasta cierto punto, adictas a la tristeza, que necesitamos sentirnos víctimas de la vida para poder llorar, para poder beber, para poder contarlo. Yo sabía que cada vez que veía al niño con principios, él arrancaba de mí otro poco de dignidad. Sabía que en cuanto él salía por la puerta, yo me sentía morir, y en parte me gustaba esa sensación, porque así podía luego compadecerme de mí misma. 

El niño soñador terminó de cantar. La gente del local dejó las copas y aplaudió. También la niña fría lo hizo. Yo no solté mi copa. Me quedé mirando fijamente como sonreía agradecido, con los ojillos entrecerrados y un aire modesto, mientras hacía leves reverencias al público y me pregunté si la medicina para la tristeza era también la fórmula secreta de la felicidad.