domingo, 19 de enero de 2014

Hacer camino






No era fácil llegar hasta allí. Primero, tuvimos que tomar un autobús que recorría la península de extremo a extremo, hasta La Puerta del Oeste. Enfrente teníamos ahora el golfo, que cruzaríamos a través del puente de Río-Antírio, para recorrer después la región Central. Ya veo a lo lejos el Parnaso, vestido de verde aceituna.

No sabemos dónde bajar, las indicaciones son malas y no hablamos el idioma. Hay un chico joven en el autobús. Habla un inglés rudimentario. Nos explica como puede que debemos cambiar de autobús en Anfisa. La carretera es angosta y hace mucho calor. Estamos a finales de septiembre pero el termómetro alcanza los cuarenta grados y el sol te fríe las ideas. Escucho como las ruedas del vehículo pasan sobre la grava que hay en esta calzada vieja y olvidada de la mano de dios, emitiendo una especie de crujido sordo. Sentados en la parte trasera, me abanico como puedo con un trozo de cartón.

En algún momento echo la vista atrás. El pueblo que se aleja de la ventanilla trasera resulta ser Anfisa. El autobús no ha parado, seguramente porque nadie se lo ha pedido al conductor. Pregunto al chico joven y confirma mis temores. Acabamos de pasarnos la parada. Avanzo torpemente por el pasillo, entre los asientos, y pido al conductor que pare. El hombre me grita y no entiendo una palabra de lo que dice. Yo le hago señas para que pare en el arcén, pero entiendo que me responde que no puede. Vamos dejando atrás el pueblo. Después de unos minutos discutiendo, el conductor para de manera brusca, abre las puertas y nos echa a gritos de su autobús. Supongo que piensa que somos los típicos turistas imbéciles que no han salido nunca de su casa.

Y allí estamos, con la mochila a la espalda, en mitad de la nada, bajo un sol abrasador y con unos cuantos kilómetros que retroceder hasta Anfisa. Yo me enfado y le grito. No es la primera vez que nos pasa algo así. Él se lo toma con calma, es como si le diese igual. Me mira con indiferencia y echa a caminar. Yo, en cambio, me altero, el sol me está quemando la piel y la mochila pesa demasiado. Sale la burguesa que hay en mí. La niña hedonista que hubiese preferido coger un avión hasta alguna isla tranquila donde mi copa nunca se vaciase. Las piedrecillas se cuelan en mis sandalias. A nuestro alrededor solamente se escucha a las cigarras, que parecen especialmente alteradas por el calor, y mi propia indignación.

Anfisa se nos muestra como lo más auténtico que veremos en este viaje. Las casas son blancas y hay poca gente en las calles. Nadie en su sano juicio saldría al tórrido exterior. Hay mucha gente mayor, las típicas señoras de anuncio de yogur, con la cara ajada por el sol y la edad, los ojos empequeñecidos por la luz mediterránea y el cabello gris cubierto por un pañuelo negro. Se asoman a las ventanas para vernos pasar. Algunas nos miran con desdén, otras lo hacen con curiosidad.

Entramos en un bar. Nadie diría que no estamos en España. Hay unos hombres sentados jugando al dominó en una mesa de fórmica. Beben vino claro y fuman cigarrillos mientras se juegan algunos dracmas. Me acerco a la barra y trato de hacer entender al hombre detrás de ésta que queremos llegar a Delfos. El hombre es amable y nos indica que calle abajo está la parada donde debiéramos haber cambiado de autobús horas antes. No obstante, me hace entender que el próximo no sale hasta dentro de dos horas. 

Volvemos a discutir. En mi opinión, todo ha sido culpa suya. Siempre deja que las cosas pasen, nunca toma la iniciativa, me toca hacerlo a mí. Pienso en las pocas ganas que tengo de quedarme en ese pueblo dos horas. Pienso en lo que me apetece una ducha. Pienso en la isla en la que debería estar bebiendo cócteles sobre una tumbona. 

El hombre del bar nos sirve una cerveza bien fría a cada uno sin que la hayamos pedido. Me descuelgo la mochila y me siento en el taburete a beber. La gente del bar nos dedica algunas miradas furtivas, pero básicamente nos ignoran. Y yo le ignoro a él, porque hay veces que me saca de quicio y ésta es una de ellas. Una de esas veces en que mi violencia innata quiere salir y golpear su cara de complacencia.

Una señora mayor saca unas dolmades en un pequeño plato. Tampoco las hemos pedido. La señora me sonríe y coloca el plato delante de mí. Él acerca la mano al plato, temeroso. Coge uno de los paquetillos de arroz y se lo mete en la boca entero, sin dejar de mirarme. En la televisión del bar, las noticias no paran de mostrar imágenes del atentado, pero nadie presta atención alguna.

Dos horas y tres cervezas más tarde, levanto mi culo sudado del taburete. Saco la billetera, pero él se ofrece a pagar. Solamente lo hace cuando se siente culpable. No me gusta que me ablanden, me pone de muy mala leche. 

El destino quiere que el corto trayecto hasta Delfos lo hagamos en asientos separados, lo cual es un alivio, en cierto modo. La calle principal está colmada de pensiones y restaurantes a ambos lados, nada especialmente interesante, sino fuese porque en pocos minutos estaré bajo un chorro de agua fría. 

La pensión es bastante kitsch, hay cientos de lámparas, cuadros y cortinas de todos los colores. El dueño habla un poco de español. Presume de hablar muchos idiomas y no dudo de su palabra. Nos da la llave de la habitación. En la pared sobre la cama hay un cuadro enorme tan barroco que parece haber sido sacado de algún burdel alemán. 

Después de la ducha, sólo pienso en dormir hasta la cena, pero él no me deja. Dice que se va al yacimiento. ¿Ahora? Sí, dice que se va ahora, conmigo o sin mí. Que ha venido a ver eso, que lleva soportando mi mal genio y mis quejas todo el día. No, todo el día no, todo el viaje. Dice que si quiero ir con él, que me vista ya. Que si no quiero ir, que me quede. Pero que él se va.

Le miro desde la cama, asombrada ante tal despliegue de honestidad e iniciativa, y no digo nada. Me pongo un vestido de tirantes y las sandalias. Me recojo el pelo. Me miro en el espejo y me veo las mejillas quemadas. Él me coge de la mano y me arrastra fuera de la pensión. Caminamos sin hablar durante unos veinte minutos, camino del oráculo. Las montañas nos rodean, todo es de un verde cetrino que hipnotiza. Estamos a tal altitud que a lo lejos se ve el mar, en el golfo de Itea.

En un risco entre lo terrenal y lo divino, no lejos de la fuente de Castalia, se encuentra uno de los puntos de mayor energía del planeta. Las Fedríades rodean las ruinas del más importante punto de peregrinación del mundo antiguo. Se decía de Delfos que es el ombligo del mundo y cuando estás entre esas montañas te lo crees. 

Con los ojos puestos en el horizonte heleno, siento como el día ha valido la pena. Siento que las piedras en los zapatos no han sido un alto precio. Siento su mano agarrar la mía con firmeza, y pienso en el destino. Pienso que quizás tenía que ser así, en un momento de desencanto, porque de haber sido de otro modo, seguramente no me habría dejado invadir por la magia y estaría haciendo fotos con la cámara, sin preguntarme qué demonios me trajo aquí.

sábado, 11 de enero de 2014

Niñas Raras. Capítulo ocho: Vodka de un martes tibio



El niño con principios debía sufrir un episodio de repentina necesidad. Se pasó la noche enviando mensajes a mi móvil. En ningún mensaje decía que me quisiese, o que me echase de menos. Solamente decía que quería verme, que quería tocarme, que el pantalón le iba a reventar. Decía que la niña aburrida dormía plácidamente, pero que él no podía dormir. 

Yo leía Cosmópolis de DeLillo, sentada en la repisa de la ventana, sobre un cojín bermellón, mientras bebía un vodka con tónica y me fumaba un cigarrillo. Cada dos minutos recibía una notificación en el móvil. Lo cogía, leía el mensaje y lo soltaba de nuevo sobre el cojín. ¿Dónde estaba? Ah, sí. El presidente ha llegado a la ciudad. 

No quería contestar al niño con principios, que seguramente se la estaba cascando al lado de su mujer, estirado en la cama boca arriba, con la polla dura en la mano y pensando en mí. Si me viese con esta sudadera gris raída y estos pantalones chinos, mis pies enfundados en los calcetines más viejos que tengo, el pelo recogido en una coleta baja y la cara lavada, seguro que se le quitarían las ganas de meneársela a mi salud. Además, era obvio que no me necesitaba. Sus sucios pensamientos y su siempre caliente entrepierna eran estímulos suficientes.

A las dos y media, llevé el vaso a la cocina, recogí el cenicero y dejé el libro sobre el cojín bermellón. Fui al baño a lavarme la cara y los dientes antes de acostarme. Hacía unos diez minutos que no recibía ningún mensaje, por lo que supuse que el niño con principios se habría corrido hacía rato, quizás sobre el culo de su mujer dormida. Sonreí con este pensamiento mientras me cepillaba los dientes y la pasta se me escurrió un poco por la barbilla. Escupí y saqué una bolsa con algodoncillos y tónico para la cara. Empapé un algodoncillo y me lo pasé por la frente. El móvil sonó de nuevo. Vaya, la cosa parece seria.

"¿Puedo ir a verte?". Decía su mensaje.

Dudé un segundo. Solamente uno. Pensé que lo mejor sería no responder, pero él sabía que había leído su mensaje y, por lo tanto, que estaba despierta. Maldita tecnología. 

"Me voy a dormir. Tú deberías hacer lo mismo." Respondí.

Terminé de limpiarme la cara y me cepillé el pelo. Fui hasta el dormitorio y me quité la sudadera y los pantalones. Me saqué los calcetines y me acosté. Puse el teléfono en la mesilla de noche. Desde la almohada, lo miraba en la penunbra, esperando su respuesta. Sonó un par de veces, pero pensé fríamente que era mejor no leer los mensajes, así él pensaría que de veras estaba durmiendo, en lugar de saber que tenía la mano entre las piernas mientras esperaba que viniese.

Empecé a relajarme y cerré los ojos. En el tránsito hacia el sueño, con los ojos cerrados y la mano dentro de las bragas, me acaricié sin ambiciones. No fui a más. Entonces, cuando me hallaba a punto de perder la consciencia por completo, sonó el teléfono. Esta vez no era un mensaje. El muy hijo de perra me estaba llamando. A las tres de la madrugada. ¿Quién nos ha hecho así? Amantes de las llamadas a horas intempestivas, de lo prohibido, de lo vano, de lo absurdo. Amigos del instinto y del impulso irrefrenable, del olor de las bestias, del sabor de los flujos, del color de la noche.

La ciudad duerme siempre en camas de plumas, con las horas contadas para volver al mundo blanco. La gran mayoría de la gente no vive las sombras del alma triste, como nosotros, no bebe vodka un martes cualquiera, no rompe las reglas cada dos por tres.

Cojo el teléfono.

-Estaba durmiendo...-Digo mientras trato de fingir una voz cansada.
-Mentirosa.
-No es broma. ¿Qué crees que hace la gente a las tres de la madrugada de un día cualquiera entre semana?
-No lo sé y me da igual. ¿Puedo ir a verte? -Insiste.
-Estoy en la cama.
-Ya. Mira, la mitad del trabajo hecho.
-Otro día mejor, de verdad. -Me excuso. -Además, ¿qué va a pensar ella si ve que te escapas de casa a esta hora?
-Está dormida. No se despierta hasta por la mañana, la conozco. Venga..., yo voy un rato y luego me vuelvo pitando. ¿Desde cuándo te preocupa que me pillen?
-Desde nunca. Pero en serio, no me apetece que vengas.
-Mentirosa... ¿Qué estabas haciendo este rato que no dormías? ¿Estabas cachonda?

Maldito hijo de puta listo.

-No.
-No me lo creo. 

Tampoco yo me lo creía.

-Me da igual.
-Yo si estoy cachondo. Venga... déjame ir, ¿no ves cómo me tienes?

Me rindo, me puede.

-Eres insufrible. 
-Genial. Estoy ahí en media hora como mucho.

Salto de la cama y vuelvo al baño. Todo está debidamente depilado, pero mi cara... uf, qué mala pinta. Un poco de corrector de ojeras, un poco de color, lápiz de ojos sutil. Esto es otra cosa. Me pongo desodorante y un poco de perfume, solamente en la nuca. Corro al dormitorio y me cambio de bragas. Las que llevo son demasiado cómodas. Vuelvo a cepillarme el pelo y me siento en la cama, a esperar.

Me veo reflejada en el espejo y pienso que soy patética. Una imbécil solitaria que se levanta a las tres de la madrugada para asearse y adecentarse un poco porque el marido de otra viene a echarle un polvo. Soy su puto juguete y no sé cómo evitarlo. Soy una mierda para él, que no me respeta. Tampoco yo me respeto a mí misma, supongo. 

A veces me gustaría ser como ella y necesitar menos. Conformarme con una vida cómoda y sencilla. Tener un empleo en una oficina del centro, salir a las seis y ver a mi marido a la hora de cenar. Sentarnos luego a ver la tele en el sofá, sólo a ver la tele. Ir a comprar al centro comercial el sábado por la mañana. Llenar el carro con pan de molde, cereales y bombillas de bajo consumo. Tener mis experiencias más femeninas en la peluquería, rodeada de mujeres haciéndose las mechas o alisándose el cabello. Quiero ser una niña normal, pero la vida no me deja. Hay demasiadas tentaciones. En la cocina hay una botella de Absolut donde debiera haber un tarro de mermelada light y tengo tantos juguetes sexuales que podría montar una tienda. Y me follo al marido de otra. Joder, me doy asco.

Suena el timbre y abro la puerta vestida solamente con ropa interior. No me dice nada. Me agarra la cabeza y me besa con fuerza. Me estampa contra la pared y se desabrocha el pantalón. Por como viene, no creo que aguante mucho. Me aparta las bragas, me levanta del suelo y me embiste de golpe contra los ladrillos. No creo que se haya dado cuenta de que llevo perfume. Dudo que haya reparado en el colorete de mis mejillas. Si mañana le preguntas, no sabrá de qué color era mi ropa interior. Aguanta bastante  más de lo que había predicho.  El último empujón se siente como un golpe tremendo y grita en mi oreja como un animal. Se vuelve a abrochar el pantalón. Me da un beso fugaz mientras su esperma resbala por mi muslo hasta los tobillos. Es la primera vez que no me corro con él. Es la primera vez que me arrepiento de veras. Es la primera vez que me siento como una puta.

-Gracias, preciosa. Mañana te llamo.


Es la última vez que nos veremos.