sábado, 22 de febrero de 2014

Naranjas de la China: La última aventura de la manada




 A mi vuelta de Hong Kong, me tocó ejercer de anfitriona con mis chicas, que, inspiradas por el impulso irrefrenable de Sue, se atrevieron a cruzar continentes para venir a verme a China. No puedo describir con qué nerviosismo e impaciencia había estado esperando el momento.

Desde Hong Kong, volé a Nanjing, donde tomé el tren rápido hasta Shanghai. Aquella tarde de sábado di un paseo por el Bund, aún sin creer que al día siguiente estaría dando el mismo paseo con las lobas. Por la noche, exhausta, decidí cenar en el hotel y acostarme temprano. Sue, Mónica y Sonia llegarían (o eso pensábamos...) a China desde Barcelona pasando por Zurich a eso de las ocho de la mañana del domingo. Diana tenía prevista su llegada desde las Américas a las cuatro de la tarde.

Me levanté a las seis y, aún en estado medio vegetativo, me dirigí al aeropuerto Pu Dong. La densa niebla que cubría Shanghai como con un manto ya debió hacerme sospechar de lo que estaba por llegar. Llevaba cuatro horas esperando el vuelo retrasado de mis chicas cuando me enteré que, precisamente por la niebla, el avión estaba en alguna jodida isla de Corea del Sur. Sergio, un sevillano afincado en Shanghai que esperaba el mismo vuelo que yo, en el que venían sus padres, fue quien me dio la mala noticia. 

Las chicas aparecieron por la puerta de llegadas a eso de las dos de la tarde, con lo que apenas tuvimos tiempo de comer algo en el aeropuerto y sentarnos a rezar para que Diana llegase puntual. Por suerte, así fue. La manada al completo en China... ¡Quién me lo iba a decir!

Los primeros tres días los pasamos en Shanghai, que no lucía tan hermosa como es por culpa del mal tiempo, pero que aun así nos regaló hermosos paseos por los jardines Yuyuan, decorados por el Año Nuevo, compras y alguna cena con vistas al río.


Desde Shanghai, hicimos una visita de un día al pueblo de agua de Tongli, extremadamente parecido a Luzhi, donde estuve el pasado octubre. Las chicas pudieron pasear por las calles milenarias del pueblo y vestirse de chinas para hacerse fotos, trauma por el que decidí no volver a pasar. Fue divertido ser testigo de aquel rato carnavalero, con montones de chinos haciendo fotos a las extranjeras friquis...



La siguiente parada era Beijing, donde llegamos tras unas cinco horas de tren. Si bien fue una pequeña odisea encontrar el hotel, valió la pena. Nos íbamos a alojar en una preciosa casa tradicional, con preciosos patios interiores, muebles antiguos... Si alguna vez vais a Beijing, éste es el lugar: Beijing Double Happiness Courtyard. No lo lamentaréis. El sitio es precioso y el desayuno es fantástico.






Además de ver (en mi caso, por segunda vez) la Plaza de Tiananmen, la Ciudad Prohibida, el Parque Beihai, el Palacio de Verano (verano, verano... estaba nevado pero bueno...), disfrutamos de las compras en el Silk Market (bueno, unas disfrutaron más que otras y casi pierdo la vida regateando el precio de una camiseta de la selección de fútbol china...), comimos hot pot con sopa de tomate en Haidilao (alguna de nosotras no lo disfrutó tanto...), nos tomamos un té tibetano y me quedé afónica en el karaoke. ¿Por qué siempre me quedo afónica en todos los viajes?


Desde Beijing fuimos a la Gran Muralla en su tramo de Badaling. A diferencia de mi primera vez, en esta ocasión tomamos un tren. En una hora más o menos estábamos ante esa maravilla que, si bien no mostraba su mejor cara debido al mal tiempo, no puede dejarte indiferente. En realidad, tuvimos suerte, porque el día siguiente nevaba muchísimo y hubiese sido complicado caminar por la muralla.

 

Nos despedimos de Beijing para volver a Shanghai otros tres días. Llevé a las chicas al Templo del Buda de Jade y a la Concesión Francesa (lo que me costó encontrar la calle de entrada...). Estuvimos también el la Plaza del Pueblo y la Calle Nanjing. Subimos a la SWFC, la torre más alta de la ciudad (por poco tiempo), conocida como el "abrebotellas" (para Sue, el "sacacorchos") y subimos también a la Torre de la Perla Oriental. La nieve nos persiguió hasta Shanghai y estábamos cansadas. Aun así, repetimos en Haidilao, donde además de comer, nos hicimos la manicura gratis (sí, en el mismo restaurante...).





Después de diez días juntas, con todo lo que ello conlleva (momentos divertidos y momentos tensos), era la hora de despedirnos de nuevo. Sue, Sonia y Mónica volvían a casa cargadas de compras, de fotos, de recuerdos... cansadas también después de tantos kilómetros. Es complicado viajar en grupo, yo había olvidado lo que era eso, acostumbrada a ir siempre sola en los últimos tiempos. Cuando una tiene hambre, otra tiene sueño y otra quiere ir a bailar. Pequeñas cosas a las que en otras circunstancias no prestaríamos atención se hacen difíciles de llevar. Aun así, yo me quedo solamente con lo bueno. Me quedo con las risas, con los momentos curiosos, con los buenos recuerdos, con los abrazos y los besos. Seguro que ellas se quedan con lo mismo, a pesar de la anfitriona desastrosa que soy... Sue, Sonia y Mónica nos abrazan antes de irse, a Diana y a mí aún nos queda una parada en Japón. ¡Nos vemos en verano, chicas!


miércoles, 19 de febrero de 2014

Naranjas de la China: Hong Kong y Macao



De entre las múltiples rarezas del mundo chino, destacan los lugares que, según como se miren, tienen menos de chino que yo de holandesa. Se les llama "Regiones Administrativas", y básicamente se trata de territorios que, si bien fueron parte de China en el pasado, pasaron después a ser colonias o protectorados de países europeos durante el auge imperial, para ahora ser una especie de cosa rara que ni ellos mismos entienden. 

Las Regiones Administrativas de Hong Kong y Macao, a diferencia de la República de China (conocida como Taiwan), no son estados independientes reconocidos, pero gozan de un alto nivel de independencia política y económica ("Un país, dos sistemas", búscalo en la wikipedia, no seas vago...). Tienen su propia divisa, su propio dominio en internet, su propia idiosincrasia y un idioma europeo oficial (inglés en Hong Kong, portugués en Macao) que acompaña al cantonés. Además, la subcultura honkonesa (fuertemente influenciada por la británica) y el juego legalizado de Macao tienen poco o nada que ver con la China que yo conozco.

Viajé a Hong Kong desde Nanjing, en un avión que salió tarde y llegó aún más tarde. Para llegar a Nanjing, primero tuve que desayunar un viajecito de casi tres horas en autobús. En Tianchang estábamos a dos grados bajo cero esa mañana. Cuando llegué a Hong Kong, a eso de las seis de la tarde, estábamos rondando los veinte. En el aeropuerto me esperaba mi amigo Camilo, quien me acogería esos días en su casa, ahorrándome así la reserva de un hotel. Dicen de la MTR, el metro de Hong Kong, que es uno de los mejores del mundo, y puedo corroborarlo. Letreros en inglés, transbordos bien indicados, precio más que asequible, convoyes cómodos y rápidos, wi-fi gratuito... una maravilla. Nada que ver con el maldito metro de Tokio... (ya explicaré en su momento).

Hong Kong se constituye de varias islas en el Mar de la China Meridional, y del cuarto territorio peninsular más densamente poblado del mundo. Es un mundo completamente vertical. Llegamos a Tsim Sha Tsui, en la zona de Kowloon (literalmente, los nueve dragones), al anochecer. Así, la ciudad me brinda sus neones en todo su esplendor. Esa noche ceno en el puerto con Camilo y otros amigos, con vistas a la bahía, y me tomo un buen vino que sabe a vacaciones.



Mi primera mañana en la ciudad estoy sola porque Camilo tiene que trabajar. Tomo un autobús en Causeway Bay que me lleva, bajo un sol tórrido para esta época del año, a Stanley Main Beach, una playa que se me ofrece tranquila, pero que imagino estará a reventar en cuanto llegue marzo... Llevaba casi siete meses sin ver el mar, y eso, para un alma mediterránea, es una eternidad. El agua no está como para nadar, aún está demasiado fría para mi gusto, pero nadie me impide pasear con los pies descalzos por la orilla, mientras los cormoranes sobrevuelan las aguas.



Cerca de la playa hay un mercado y montones de restaurantes. Elijo un tailandés que, sin ser barato, sirve un curry de mango buenísimo. Disfruto de la comida en manga corta, con las gafas de sol puestas, bajo un sol de primavera y con una gran jarra de cerveza. Por la noche, después de la cena, tomamos algo en la terraza de uno de los múltiples rascacielos de la ciudad, donde las vistas me dejan con la boca abierta.




Al día siguiente sigo con ganas de sentirme pequeña, así que aprovecho que Camilo está libre y vamos al Peak, un observatorio situado en una colina desde el que se ve una panorámica increíble de toda la ciudad, incluso en días poco claros como el que nos toca a nosotros. Además del observatorio, hay un centro comercial, restaurantes y el Madame Tussauds hongkonés, al que no entramos porque, a ver... ¡la figura de Bruce Lee está fuera! Ya me daba igual lo que hubiese dentro. En el observatorio conocemos a Cecilia y Bernardo, una pareja de argentinos viajeros que ha llegado a la ciudad desde Tailandia. Igual no viene a cuento pero si ya es difícil callar a un argentino, ni te cuento lo que es callar a tres... Os aseguro que no hubo ni un solo silencio incómodo, bueno, ni un solo silencio.




A pesar de estar agotados, esa fue la única noche que salimos a bailar. La vida nocturna de Hong Kong es como la de Shanghai, cálzate un buen vestido o traje, buenos zapatos y una gran sonrisa occidental. Los contactos son las llaves que abren las puertas en esta ciudad y, si tienes buenos contactos, las puertas se abren solas.

De nuevo me quedo sola el siguiente día. Aprovecho para ir a visitar el Ladies' Market en Mongkok, donde compro un montón de cosas que no necesito, y, de vuelta a Kowloon, me encuentro con un pequeño templo que me resulta encantador. Lo mejor de viajar es siempre guardar la guía y los mapas en el bolso. 




Después de comer, por la tarde, me acerco a la Avenida de las Estrellas y rindo pleitesía a la estatua de Bruce Lee y a las estrellas de otros grandes actores del cine hongkonés, como Jackie Chan, Chow Yun Fat o Jet Li. Aún me queda tiempo para acercarme a la isla de Hong Kong y darme una vuelta por el distrito financiero, donde la cámara de fotos se queda corta ante tal despliegue de grandeza.




La víspera del Año Nuevo chino viajamos en ferry a Macao. Allí nos esperaban Víctor y Mili, que andaban viajando por el sur de China. El viaje dura una hora aproximadamente y, como es una Región Administrativa al margen del sistema político-económico chino, al igual que Hong Kong, hay que pasar por aduanas otra vez. Debo reconocer que Macao (o Macau) me resulta algo decepcionante. Dividida en dos grandes zonas claramente separadas, la de los casinos y la colonial, reconozco que esperaba más de esta antigua colonia portuguesa. 

Son curiosos los letreros escritos en cantonés y portugués, así como algunos edificios del casco antiguo, que parecen fuera de contexto en Asia. En cuanto a los casinos, pues bueno, sin haber estado nunca en Las Vegas, imagino que debe ser bastante parecido, muy artificial, muy lujoso y muy extravagante.



La noche de Fin de Año probamos suerte en el Grand Lisboa, donde perdimos dinero en un cajero automático que nos estafó, y luego en el Wynn, donde la ruleta, las bebidas gratis y un señor disfrazado de ¿Confucio? que repartía chocolate hicieron la noche sumamente divertida. 




Al día siguiente fuimos a pasear por el casco antiguo. Sorprendentemente (o no) un chino nos abordó en un parque hablando español. Se hacía llamar Dalío (Darío) Li, y nos contó que había vivido en Panamá. Bueno, qué narices, nos contó su vida en verso. Luego nos dijo que en Macao hay un restaurante regentado por catalanes, donde hacen pollos a l'ast. Había que verlo para creerlo. En la entrada, un dibujo de un pollo con barretina y, sí, hacían comida española. Por desgracia, los dueños no estaban, así que no pudimos charlar con ellos.





Por la tarde, vuelvo a Hong Kong, cansada pero contenta. Al día siguiente vuelo a Shanghai a recoger a mis lobas, que vienen a ver China, pero esa es otra historia...

martes, 18 de febrero de 2014

Poemas de aeropuerto




UNO

Camino por el pasillo y camino lento,
aunque no sé,
nunca he sabido.
En una mano el pasaporte
y en la otra mi mejilla húmeda 
donde se recogen los golpes
que de ti me llevo.

No puedo leer las señales,
aunque ambarinas, no puedo.
Que mis ojos turbios no alcanzan 
a encontrar su nitidez.
A la vera mía no va nadie,
que ya te quedaste atrás.

Esta mañana nos hemos despedido,
después de la noche amarescente
en la que te he conocido.
Me has sujetado la cara con las manos
y yo la he dejado caer,
taciturna, me has dicho.

He negado tus palabras
porque soy imbécil.
Porque no quería herirte
y por eso la herida me llevo,
que la herida es mía,
como siempre.

Nada significan tus miradas claras,
ni tus manos firmes,
ni tu cuerpo sobre mi espalda.
Nada para ti, claro, porque así funcionas.
Yo sigo creyendo en el aroma.
Y por eso me lo llevo en la maleta.

La recojo ahora de la cinta, pesada
más que nunca.
Pasa por mi lado y huele igual que tú.
Esnifo la droga que me has dado cinco noches
y luego tengo que dejarla.
Y, al salir a la calle, de nuevo, tus palabras.

DOS

A pesar de todo, 
sigo siendo mala.
Sigo buscando el placer,
sin las circunstancias.
Sigo recomponiendo rotos
y remendados.

Te sientas a mi lado,
ojos aceitunados.
Me vendes la aventura 
de los desconocidos.
Que si en el mismo avión vamos,
mejor juntos que separados.

La vida dura lo que un vuelo,
el despegue siempre es demasiado corto,
el aterrizaje demasiado brusco.
Mientras tanto, nuestras manos se buscan
bajo la pequeña manta, 
sin descanso.

Ya se marcha la azafata,
me parece que no nos ha visto
romper las reglas de vuelo,
saltar sin paracaídas
y sin temor a caernos.

No quiero más
que el placer de este vuelo,
no quiero verte en tierra,
que desde el aire todo es bello
pero al desembarcar todo se estrella.

TRES

Deja de mirarme, que no me conoces.
Soy una más que va y que viene.
Ni vengo de donde llegas,
ni voy a donde te diriges.

No hablamos la misma lengua,
ni vamos a compartirla,
a pesar de las soledades
y de las horas de diferencia.

Saco del bolso mi pequeño espejo
y arreglo lo insubsanable,
mientras me miras desde tu asiento
con la mirada leopardina
y el gesto inmutable.

Joder, no tengo tiempo para esto.
No puedo escribir más en aeropuertos.
Que ni sé qué día es hoy,
ni si es verano o invierno.
Que miro a traves de las lunas
y ya nada veo.

Te levantas y te acercas,
jodido descarado.
Y te plantas justo delante,
y me nublas la vergüenza,
que no me han dejado facturarla.

Si lo dices porque lo dices,
y si no, por omisión,
cometes el error de conocer al desconocido
o de obviar el destino,
o de meter de nuevo la pata.

Sube a tu avión,
que yo me quedo.
No nos corresponde cambiar eso.
Y sin embargo aquí se queda
por siempre tu reminiscencia.