domingo, 20 de julio de 2014

Metasueños



Me gusta tenderme en la cama boca abajo, con la cabeza ligeramente ladeada sobre la almohada fresca y los brazos dibujando un trapecio alrededor de la misma. Me gusta sentir tus dedos recorriendo mi espalda desnuda, desde la nuca hasta la zona lumbar, en la que termina una suavidad que da paso a otra de curvas descaradas. Cuando acercas la cabeza a mi cuello y siento tu aliento a través de los mechones despeinados, me nublo del todo.

Quiero abrir los ojos pero me cuesta, me pesan los párpados llenos de besos. Quiero mover el alma, pero no se deja tocar. Escucho respirar la tuya, lo suficientemente cerca como para saber que estoy aquí. Sé que estoy soñando, porque alguien entra en la habitación y me da igual que me vea desnuda, con el pecho apretado contra las sábanas y las piernas a las siete y veinticinco. 

Tú dices algo sin importancia, por lo que dejo las palabras pasar de largo mientras sigo absorta en mi burbuja onírica. Yo no sé si respondo algo, porque hace ya rato que mi lengua no obedece a mi cerebro ebrio de verano. Ella dice que quiere solamente bailar en tu boca, y no voy a ser yo quien se lo impida. 

Al fin logro abrir los ojos y despertar, por decir algo, de ese sueño de sábanas tibias. Tu brazo reposa sobre la curva de mi cintura y tu mano se hunde en el poco espacio libre entre mis pechos. Respiras en mi pelo alborotado y te siento desnudo contra mi espalda. No estoy, como en mi sueño, tendida boca abajo en la cama templada. Estoy mirando la ventana con los ojos casi cerrados.

Puedo sentir la suavidad y el calor, el subir y bajar de los pulmones dormidos, el aliento en la coronilla y un pie que se ha colado entre los míos. Quizá sea un sueño. Puede que no esté aquí tampoco. Dudo porque me gusta estirarme boca abajo, en mi cama vacía y fresca, donde a veces ruedo como una suerte de rodillo articulado, porque no hay obstáculos que me lo impidan.

Ahora sí, abro los ojos con relativa dificultad, pero los abro. Y veo cómo entra el sol por entre los agujerillos de la persiana. Y escucho a la gente que va y viene por la calle vestida de domingo. Y estoy tumbada boca abajo, con la cabeza ligeramente ladeada sobre la almohada fresca, y los brazos dibujando un trapecio alrededor de la misma. Y tu mano, tus dedos, dibujando mi espalda, que se estremece, y entonces sí, entonces sé que estoy soñando.

La buena de Blue




Llovía a mares en Bangkok. Era uno de esos días pegajosos, húmedos y extenuantes del mes de septiembre. Con aquel vestido amarillo limón que afilaba sus pezones, Blue bajaba la calle Khao San con la elegancia de una sibilante cobra, ajena al diluvio. Su mirada, oscura como el carbón, se perdía entre la multitud que la ignoraba. Colgando de su mano izquierda, un minúsculo bolso marrón que se tambaleaba al son de sus escuálidas caderas. En los pies, unas sandalias rojas de tacones imposibles cuyas tiras de piel sostenían unos pequeños pies tambaleantes, aunque ciertamente firmes. El agua hacía resbalar su cabello. Unos mechones descendían la frente lisa, dejando caer gotas sobre su exquisita nariz, otros perseguían las curvas de su espalda, como si del hueco entre sus omóplatos se hubiese formado un cañón que aquel río de pelo negro y liso debía recorrer. Una senda que terminaba justo en el punto en que el vestido amarillo volvía a cubrir su piel color cúrcuma, desafiando a la decencia para señalar sus formas femeninas. 

Blue se apartó el cabello de la cara con la mano derecha, sobre cuyo dorso se dibujaban los típicos códigos que todas las princesas de Khao San lucían. En rojo, la "thī̀mā", el código de pertenencia. En verde, el "plāy thāng",  el de destino. Al llegar al cruce del mercado, miró a su derecha instintivamente. Entonces vio a Decha, con sus enormes manos metidas en los bolsillos de sus pantalones camel, mirándola desde la entrada del club Phailin con aquellos ojillos viciosos y un cigarrillo en los labios. Jodido gordo asqueroso. 

Recordaba con claridad la primera vez que vio a Decha, el día en que éste fue a visitar a sus padres a Krit cuando ella tenía sólo once años. Mientras su padre contaba el dinero, Decha se deshacía de los mosquitos golpeándose la piel con la palma de la mano, sucia y sudorosa. Luego había subido a Blue a su coche. En el coche olía a tabaco. Antes de arrancar, Decha sacó la tatuadora y marcó a Blue. Ahora era suya.

Le hizo un gesto con la cabeza para que se acercase. Ella se subió el tirante izquierdo del vestido amarillo, que caía constantemente sobre su hombro. Cada día estaba más delgada, pero aún era bonita. Era como un jarrón Ming que se hubiese caído al suelo y del que alguien hubiese recuperado los pedazos para pegarlos más tarde. Rota, pero hermosa. Miró con desprecio a Decha, aunque sabía que eso era aún peor. Sabía que aquello era para él una provocación. Solamente había una cosa peor que satisfacer a aquellos repulsivos occidentales de piel requemada por el sol de Tailandia, y esa cosa era satisfacer a Decha. A Blue le hubiese gustado decir que la primera vez fue la peor, pero no era cierto. La primera vez fue asqueroso, eso era cierto. Con aquel cuerpo enorme y blando que le había aplastado las costillas en cada embestida, aquella boca que apestaba siempre a humo, aquellos brazos que no sabía cómo contener. Y los gemidos, como de un asno, o quizás como de un cerdo en matanza, cuando se corrió dentro de ella. No obstante, las hubo mucho peores. Aquella vez en que a él le dio por liarse a puñetazos con su diminuta cara, por ejemplo. Le había saltado dos dientes y luego tuvo que ir al hospital con Pequeña Flor, para que le cosiesen el labio. Y luego estaba aquella otra ocasión en que tuvo que vérselas con los amigos de Decha, acorralada por lobos que la devoraron sin clemencia. Aquello sí fue horrible, un cuento de nunca acabar que le impidió caminar durante más de una semana y que, eso sí, supuso el fin de sus preocupaciones por quedarse embarazada.

Con el paso firme pero lento, Blue se acercó a Decha y bajó la mirada. Estaba empapada, con el vestido amarillo pegado a su cuerpo como una segunda piel, dejando entrever sus pechos, su espalda, sus piernas, su culo. Todo ello propiedad de Decha, por supuesto. Él tiró el cigarrillo y  alcanzó a Blue por la barbilla para besarle violentamente, metiendo su lengua sucia entre los labios de ella. Luego desplazó su mano gigantesca hasta la nuca y la agarró por el pelo, fuertemente. Ella tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás un instante, en un gesto reflejo por no quedarse calva. Entonces, Decha la arrastró adentro. 

Blue iba dejando un reguero de agua a su paso por entre las mesas altas que inundaban el local. Al fondo había unos sillones tapizados con una especie de terciopelo azul. Junto a ellos, una puerta acolchada. Decha llevó a Blue al otro lado de la puerta. En el club, la gente seguía a lo suyo. Unos americanos metían billetes en las bragas de una muchacha que bailaba. Un joven japonés vestido con un traje de ejecutivo lamía los pechos de una chica de mirada extraviada y alma seca. Pasó media hora hasta que la puerta volvió a abrirse. Blue atravesó el umbral, con su bolso marrón y su vestido amarillo. No llevaba zapatos. Se encaminó descalza hacia la salida. No cruzó palabra con nadie. No miró al japonés lascivo. No juzgó la lujuria en los ojos de los americanos. Puso un pie fuera, en la mojada y sucia calle. Ya no llovía, al menos fuera de su cabeza. Cruzó al otro lado, sin mirar, y paró un tuk tuk

Tras la puerta acolchada, tirado en la cama, Decha se arrancó el tacón de la garganta, que ahora sangraba a borbotones. Bajó la mirada un instante, tocándose el pecho con la barbilla en un intento por no desangrarse. Vio su cuerpo rotundo, mórbido, con su pene flácido recostado sobre el muslo derecho, pegajoso por el esperma. Tembló un momento, se sacudió sobre las sábanas mugrientas en un último aliento, mientras Blue bajaba la calle sentada en el tuk tuk, con las manos sobre el regazo, viendo como la "thī̀mā" de color rojo se iba desvaneciendo.