sábado, 29 de marzo de 2014

El libro es mejor




Los que me conocéis ya sabéis de mi pasión por los libros (un poco menos desde que Candy Crush ha entrado en mi vida). Los que me conocéis bien sabéis que el cine es otra de mis grandes pasiones (sobretodo el pirateado). En realidad, literatura y cine vienen a ser lo mismo: narrativa. Lo único que diferencia a estas dos disciplinas narrativas es el medio, que no es poca cosa, porque el medio define los recursos narrativos y lo que nos permite hacer la pluma puede no ser posible en la pantalla, y viceversa.

Como en China hago poca vida social, leo mucho (menos cuando juego al Candy...) y, aunque voy poco al cine porque es complicado que estrenen películas en inglés, veo muchas en casa (pirateadas...). De hecho, es un plan casi perfecto. Comida basura, cerveza y una buena película (o tres malas películas, así... para compensar...). En invierno, suelo cambiar la cerveza por café, pero no siempre...

Dicen que el cine se ha quedado sin ideas, que ya está todo inventado. Dicen que por eso nos hartamos a ver como se reinterpretan los clásicos (remakes), y que también por la falta de innovación se estrenan montones de secuelas, precuelas, y "spin-offs". No basta con adaptar un famoso cómic de superhéroes al cine. Si la cosa da dinero, haremos una película nueva por cada uno de esos personajes. Si sigue dando dinero, haremos la segunda parte, o vestiremos a Lobezno de flamenca. Lo que haga falta para forrarse.

El caso es que, a veces, bueno, muchas veces, lo que vemos en la gran pantalla tiene de original poco o nada. Resulta que muchas de las películas que se estrenan todos los días en el cine son adaptaciones de novelas. Es por eso (o quizás no) que crecen como setas en los foros de cine los pseudo-intelectualoides dispuestos a afirmar que... "El libro es mejor". Eso sí, no esperéis que ninguno de estos jerks sin vida más allá de su cuenta de twitter os dé argumentos dignos de sostener esa afirmación.

Si bien es cierto que, en numerosas ocasiones, la adaptación de una novela al cine resulta siendo un desastre... no siempre es mejor el libro. Para ilustrar mi opinión, que, como bien sabéis, suele acercarse muchas veces a la verdad universal, he escogido algunas películas que creo superan a la obra escrita. No lo leáis si no habéis visto las películas, contiene algunos spoilers...avisados quedáis.

1. El Padrino Parte I (basada en la novela homónima de Mario Puzo que es, además, el guionista de la película). Probablemente una de las mejores películas que jamás se hayan filmado. Si no estás de acuerdo, no mereces vivir. Leí la novela hace unos diez años y me gustó bastante. ¿Por qué me gusta más la película? Por Marlon Brando y Robert Duvall (en absolutamente TODAS las escenas), la cabeza del caballo, la paliza a Carlo Rizzi, la muerte de Sonny, las escenas rodadas en Sicilia, la transformación de Michael Corleone y, por supuesto, la maravillosa música de Nino Rota. Nota para el libro: 8 / Nota para la película: 9.5

2. Blade Runner (basada en la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? del maestro Philip K. Dick). Basada...por decir algo. La verdad es que leí esta novela durante mi época de devoradora de libros de ciencia-ficción y me dejó, sin ser mala, bastante insatisfecha. ¿Por qué me gusta la película? Principalmente, porque no tiene mucho que ver con el libro. Si añadimos a Harrison Ford, replicantes en una metrópolis de neón con vida propia, la escena de la lucha con Pris y Roy y ese final...ese final que ha dado tanto que hablar... pues nos queda una obra de arte. Aquí también hago mención a la música, de Vangelis, tan maravillosa como esta increíble película. Nota para el libro: 6 / Nota para la película: 8.5

3. La trilogía de El Señor de los Anillos (basada en la trilogía homónima de J.R.R. Tolkien). Aquí algunos me machacarán, pero soy de las que cree que la película de Jackson se merienda a la obra escrita. Leí la trilogía dos veces, siendo una adolescente y después de estrenarse La Comunidad del Anillo (para recordar cosas que había olvidado). ¿Por qué me gusta más la película? La pregunta debería ser... ¿Por qué necesitaba Tolkien veinticinco páginas para describir un bosque? ¿Por qué había que escribir las canciones de los hobbits? ¿Por qué los personajes femeninos en el libro son mujeres florero? Sin restarle mérito a Tolkien, que creó un mundo de la nada, con sus lenguas y sus culturas, me quedo con la narrativa menos farragosa de Jackson. Añado a Ian McKellen y a Viggo Mortensen y repito el argumento de la banda sonora. Nota para el libro: 8 / Nota para la película: 9.5

4. Memorias de África (basada en la novela La granja africana de Isak Dinesen, pseudónimo utilizado por la propia baronesa Blixen). Hay varias cosas que me fascinan de esta película: la ambientación colonial, los paisajes, el guión y la banda sonora. La novela, que leí un verano hará unos 8 o 9 años, ofrece la maravillosa historia de Karen explicada por ella misma, sin todo lo que hace grande a la película. ¿Por qué me gusta más la película? Porque, si la historia de la baronesa ya es de por sí fascinante para un alma viajera como la mía, acompañada de los parajes de Kenya, Meryl Streep, Robert Redford y la música de John Barry, es una maravilla. Nota para el libro: 6.5 / Nota para la película: 9

5. Parque Jurásico (basada en la novela del mismo nombre, escrita por Michael Crichton). Leí esta novela después de ver la película de Spielberg. ¿Por qué me gusta más la película? Lo cierto es que hay pocos cambios, pero claro, ¿quién quiere que le describan un tiranosaurio pudiendo verlo en la pantalla? Además, estamos hablando de Spielberg, y eso son palabras mayores (aunque destrozase La Guerra de los Mundos...). Quizás sea porque leí el libro después de haber visto la película, pero me quedo con la última. De nuevo, la banda sonora, buenísima. Nota para el libro: 6.5 / Nota para la película: 8

6. La naranja mecánica (basada en la novela homónima de Anthony Burgess). La novela es maravillosa y vale la pena leerla si no lo habéis hecho. ¿Por qué me gusta más la película? Por los incomparables planos de Kubrick, la crudeza de las escenas rodadas, mucho menos desarrolladas que en el libro, y la estética de la película en general. Nota para el libro: 6.5 / Nota para la película: 8.5

7. El Resplandor (basada en la novela homónima de Stephen King). Se han hecho muchas versiones de novelas de King, casi todas malísimas. Claro que, como fan suya, difícil es que me gusten más que sus libros. Sin embargo, ÉSTA es la excepción. ¿Por qué me gusta más la película? Será porque, de nuevo, hablamos de Kubrick y de sus planos y perspectivas, o será por un genial Jack Nicholson, pero me quedo con la peli. Nota para el libro: 7.5 / Nota para la película: 8.5

Por cierto, después de posponerlo mucho tiempo, he visto El Juego de Ender. Es mejor el libro.

domingo, 16 de marzo de 2014

Niñas Raras. Capítulo diez: Medicina para la tristeza



Cada vez era más complicado estar sola. Tenía que escuchar continuamente mis pensamientos. La cerveza resbalaba por la garganta dejando un regusto amargo, como la vida. Ya no era posible corregir los errores del pasado y cambiar el rumbo parecía cada vez más difícil. Tenía la certeza de no estar haciendo las cosas bien. No cabía duda de que el camino por el que me arrastraba no me llevaría sino a un mal final. O a muchos males intermedios, que casi era peor. Vivía dentro de mi cuerpo, pero me veía desde fuera. 

A las siete llamé a la niña fría para salir esa noche a tomar una copa. El alcohol es la medicina de los que no tienen cura, el veneno de los inmunes a las circunstancias, el camino retorcido de los que son incapaces de mantener el temple. Aquel día necesitaba sin duda una relativamente alta dosis de realidad.

La niña fría propuso vernos a las nueve en un bar de Lavapiés. Lo llevaba un sevillano que se hacía llamar El Geranio. Curioso nombre para un tipo más bien poco florido, enjuto y tirando a chepudo, con los ojos saltones de un sapo, y de talante malhumorado. De no haber sido por su marcado acento, nadie hubiese jurado que aquel tipo era andaluz.

Pedimos una ración de tortilla y unos vinos. La camarera, una niña pálida de sonrisa impuesta, soltó los vasos sobre la mesa sin delicadeza alguna, haciéndolos resbalar por la superficie húmeda de aquella mesa de bar de barrio. Al menos el vino era bueno, de esos que se quedan pegados al paladar y van soltando notas dulces mientras hablas.

-No pasa nada. -Me dijo la niña fría. -No es culpa tuya que el tío sea un capullo.
-Sí que es culpa mía...porque él me llama y yo voy ¿sabes? Y yo sé que estoy haciendo las cosas mal. Bueno, mal no, fatal, porque lo que debería hacer es respetarme a mí misma, ¿entiendes? -Ella asintió, y le dio un sorbo al vaso de vino. -Él llama y yo siempre, siempre le hago caso... Lo que tendría que hacer es, no sé, esperar.
-¿Esperar a qué? ¿A quién?
-No sé. A quien quiera venir. A quien quiera quedarse.
-Hay mucha gente que se moriría por estar contigo y lo sabes.
-Yo no quiero a mucha gente. Le quiero a él.

Se hizo un corto silencio y vaciamos los vasos. Hice un ademán a la camarera pálida para que nos pusiese otra ronda. Mientras, pinché con un palillo un trozo de tortilla y me lo llevé a la boca, con la realidad metida en el cráneo. "Le quiero a él", me repetía.

-He visto tu exposición. -Dije.

Esperé su respuesta un par de segundos, pero ella no dijo nada. Imaginé que esperaba que yo diese más detalles acerca de mi opinión.

-Me gusta la foto de la señora gorda. Esa que va tan repintada, ¿Sabes cuál digo? -Añadí.
-Sí, sé cuál dices.
-Es una foto fantástica.

En su cara se reflejó un gesto de fastidio.

-A todo el mundo le gusta la foto de María. ¿Sabes por qué? Porque es un ser humano triste, y la tristeza vende. Todos conocen a María, la ven tambalearse por el barrio y sienten lástima de ella. Luego ven una foto suya y dicen que es arte. -Se metió en la boca un pincho de tortilla, con aire casi ofendido. -Solamente es una foto. La foto de una mujer con una vida a las espaldas. Pero vende.

Yo escuchaba sin saber bien qué decir. No conocía a la Niña María.

-María es incompleta. Quiso ser y no fue. Rozó la felicidad para que luego se le escapase de los dedos. Eso le puede pasar a cualquiera, ¿sabes? Su problema no es ese. 

La camarera trajo dos vinos más mientras yo escuchaba hablar a la niña fría.

-¿Cuál es su problema? -Pregunté.
-Su problema es haberse dejado arrastrar por la desdicha. La felicidad es esquiva, pero hay que buscarla en todas partes. Y ella dejó de buscar. No hagas lo mismo. No quiero hacerte nunca una foto como esa.

Que se me comparase con la niña María me causaba, por una parte, una sensación de rechazo. No pienso terminar siendo otra mujer con sobrepeso y las cejas maquilladas que se pasa la mañana en un bar bebiendo como un cosaco y fumando como una cafetera. Por otra parte, me causaba vergüenza y preocupación. ¿Había renunciado también yo a la felicidad? No lo creía, pero sin duda me daba miedo llegar a hacerlo.

-¿Sabes? -Prosiguió la niña fría, sin dejar de comer. -Deberías acercarte a la gente que te quiere y te respeta. A las personas que te convienen.
-Las personas que me convienen no me gustan. -Repuse. -Y las personas que me gustan no me convienen.
-Pues, cariño, qué quieres que te diga... La primera vez que tomas una mala decisión, cometes un error. La segunda vez, no tienes excusa.


Terminamos los vinos y salimos de allí. El Geranio nos echó una mirada seria desde la barra, donde secaba vasos con un paño que no parecía estar demasiado limpio.

No muy lejos de allí, había un bar famoso por sus ginebras y por ofrecer música en directo de jueves a domingo. Estaba a rebosar. Sobre el pequeño escenario, el niño soñador tocaba la guitarra y cantaba "One". El pelo castaño y lacio le caía sobre la frente, y se mordía el labio inferior en las partes en las que no tenía que cantar. Sin ser Johnny Cash, tenía una voz bastante profunda y magnética. 

La niña fría y yo pedimos sendos vodkas con Sprite y buscamos un rincón en el que acomodarnos. Metí el dedo índice en la copa y mezclé los líquidos transparentes. Luego me chupé el dedo mientras miraba al niño soñador rasgar la guitarra. 

Miré a mi compañera. Definitivamente era fría. Era como un carámbano fino a punto de partirse. Yo sabía que sufría, pero ella nunca decía nada. Ella me escuchaba, analizaba mis palabras, me daba su consejo. Hacía todo esto sin pensar que, quizás, también ella debería dejarse aconsejar. Me hubiese gustado tomarle una foto en aquel momento, con los labios en la copa y la mirada en el infinito, con el alma fuera del cuerpo.

Luego pensé en sus palabras. Pensé en mi condena. ¿Por qué no podía yo amar a quien me conviniese? ¿Por qué querer siempre lo que no se puede tener, lo que hace daño, o lo que escuece en las heridas? 

Ella había dicho que la tristeza vendía. Yo añadiría que algunas personas somos, hasta cierto punto, adictas a la tristeza, que necesitamos sentirnos víctimas de la vida para poder llorar, para poder beber, para poder contarlo. Yo sabía que cada vez que veía al niño con principios, él arrancaba de mí otro poco de dignidad. Sabía que en cuanto él salía por la puerta, yo me sentía morir, y en parte me gustaba esa sensación, porque así podía luego compadecerme de mí misma. 

El niño soñador terminó de cantar. La gente del local dejó las copas y aplaudió. También la niña fría lo hizo. Yo no solté mi copa. Me quedé mirando fijamente como sonreía agradecido, con los ojillos entrecerrados y un aire modesto, mientras hacía leves reverencias al público y me pregunté si la medicina para la tristeza era también la fórmula secreta de la felicidad.


sábado, 15 de marzo de 2014

El hombre de mantequilla



La carretera se extendía más allá de lo que alcanzaban a ver sus ojos. Conducía un Pontiac gris del 69 que lucía un encerado tan impecable que el polvo del camino sólo podía resbalar por su superficie, para perderse después en el aire arenoso de la llanura de pastizales. Con una mano, sacó de su bolsillo un paquete de Marlboro y lo acercó a su boca, para después sujetar un cigarrillo con los labios. Devolvió el paquete al bolsillo y sacó el mechero. Se encendió el pitillo mientras sonaba "Love in the Hot Afternoon" del gran Gene Watson, y pensó en la calle Bourbon, que tan atrás quedaba ya.

Se acordó de Ava y de cómo paseaba calle abajo cada día, al volver del instituto, con sus libros apretados contra el pecho. Y qué pechos tenía. Era imposible no fijarse en aquellos dos pechos grandes y firmes, que se balanceaban bajo la ropa como dos bolsas de agua redondas y perfectas. Alguna vez se la había encontrado en la tienda de Joe, comprando cosas para la casa. Siempre traía una lista que le había hecho su madre. Cuando ella le veía, siempre saludaba tímidamente, bajando un poco la cabeza, pero sonriendo. Y él quería mirarla a la cara, pero se le iban los ojos y tenía que hacer esfuerzos para controlarse, sobretodo en verano, cuando Nueva Orleans se convertía en un auténtico horno húmedo en el que la ropa se pegaba al cuerpo como se pegan las moscas a la mierda.

Se preguntó qué estaría haciendo Ava en ese momento. Seguramente estaría en clase, que es donde le correspondía estar. Él, sin embargo, no estaba nunca donde le correspondía. Siempre estaba en el lugar equivocado. Y por ese hábito suyo de meterse en camisa de once varas, ahora conducía por el medio oeste, con los ojos entrecerrados a pesar de las gafas de sol, y el cigarrillo consumiéndose en los labios.

Se había subido al coche hacía unas dieciséis horas y aún no había parado a descansar. Sólo había parado un par de veces a poner gasolina y a comprar tabaco. Lo cierto es que no estaba cansado. Bueno, estaba cansado de la vida, pero no de conducir. Lo malo es que la carretera era recta casi todo el tiempo, y conducir así era muy aburrido. A los lados no había nada. No había casas, ni puentes, ni bosques, ni nada. Solamente llanos resecos que se extendían hasta el horizonte. El jodido horizonte era como la felicidad, que por mucho que camines resulta imposible de alcanzar. O así lo veía él.

Tendría que parar pronto a descansar, pero no podía entretenerse. El hombre de mantequilla empezaba a oler en el maletero. La gente no sabe que, cuando acuchillas a alguien, te ensucias de grasa. En las películas siempre aparece mucha sangre, litros y litros que lo tiñen todo de un rojo intenso. Cuando clavó aquel cuchillo embotado en las tripas de Elijah, sin embargo, había una capa de grasa de unos seis centímetros bajo la piel. Recuerda haberla tocado con un dedo y parecía una gelatina de un color amarillo pálido, o de un blanco amarillento.  Jodido gordo seboso, era como un saco de manteca maloliente.

Al caer la noche, se bajó del coche, cerca del kilómetro doscientos quince, y decidió que aquel era un sitio tan bueno como cualquier otro para enterrar al hombre de mantequilla. Por allí no pasaba nadie, pero igualmente se daría prisa en cavar un hoyo lo suficientemente profundo como para sepultar aquel cuerpo orondo que tanto trabajo le había costado enfundar en una bolsa de basura para luego meterlo en el maletero. 

Sacó la pala del asiento trasero y empezó a cavar. Pensó en cómo había llegado hasta allí. Las mujeres del sur son especiales. Son encantadoras y retorcidas a un tiempo. El clima les hace ser como los cocodrilos que habitan los oscuros pantanos, peligrosas porque no las ves venir y cuando las ves ya es demasiado tarde. Son damas y son hechiceras, son leales y traidoras. Pero son, sobretodo, capaces de conseguir que un hombre pierda el juicio y cave un hoyo para enterrar la prueba de su amor por ellas. Por suerte a ese gordo nadie lo echaría de menos, o eso pensó mientras la tierra iba tapando el negro plástico de la bolsa de basura. 

A unos cien kilómetros, decidió parar a descansar en un motel que parecía bastante digno. La chica de recepción, una joven de pelo pajizo y ojos verdes, le entregó una llave amablemente, sin saber de él ni sus circunstancias. No obstante, era observadora. Hizo mención a su acento sureño. Él no dijo nada. Cogió la llave y fue a la habitación. Se sacó las botas con los pies, empujando del talón hacia abajo, y se estiró en la pequeña cama con un cigarro entre los labios. Pensó en el hombre de mantequilla, ahora el hombre de arena, alimentando la llanura parda con su cuerpo adiposo. 

Antes de caer rendido por el sueño, dedicó unos minutos a ese amor en la tarde calurosa, el amor de la calle Bourbon, el amor pantanoso, que caminaba siempre ajeno a la realidad de los hombres débiles.




miércoles, 12 de marzo de 2014

Tú y yo





En Roma hay una calle estrecha que no tiene nombre. Se escurre entre adoquines y farolas, y el silencio es su testigo. Paso por aquí todos los días, golpeando el pavimento con los tacones, con el ritmo de un caballo que trota y repica sus cascos en la piedra. Solamente tardo cinco minutos en cruzar la calle sin nombre. A veces toco las fachadas de las casas con la yema de los dedos, de manera clandestina. Primero miro a ambos lados y me aseguro de que nadie me vea, luego estiro la mano, sin dejar de caminar, y arrastro los dedos por la pared rasposa. 

Pasa poca gente por aquí, ya sabes. Y entre la gente que pasa, vamos tú y yo, en direcciones siempre opuestas. Siempre te veo y nunca me miras. Vas con el paso caballeresco, con el porte firme y orgulloso. Y miras siempre hacia adelante. Y entonces suenan las campanas de Santa María, sobre nuestras cabezas ajenas, cuando me giro a mirar como te marchas.

Quiero que te pares. Por eso, hoy llego antes y me aposto contra la pared del lado tuyo, la que te ve pasar altivo sin mirarme. Hoy no he rozado la mía, aún no. Me apoyo en un ventanuco de madera, muy sucio, y espero. Soy mala esperando, pero hago un esfuerzo, porque hoy quiero cambiar el curso. Miro las golondrinas, que sobrevuelan los tejadillos, que van y vienen porque ya es casi verano. Y me fijo en las flores que adornan ese balcón de hierro retorcido a modo de filigrana, todas de un rosa pálido casi inerte.

Entonces te oigo llegar, tus zapatos martilleando la alfombra de piedra. Tus brazos siguen el compás del paso, casi militar. Tu cara se esconde entre sombras y no la veo bien. Unos metros más y entonces sí, entonces podré verla. Me sorprende mi propia falta de pudor mientras clavo mi mirada en esos ojos azules que se quieren escapar. Oigo las campanas de Santa María mientras analizo tu semblante frío. Vamos, vamos. Mírame. Y me miras. Son solamente unas décimas de segundo y el mundo se desvanece.

Podríamos hacer esto cada día. Yo te espero y tú te vas, sin decir nada. Solamente págame con algún gesto. Hoy, una mirada. Mañana, una sonrisa. Parece suficiente para comprarme el sueño. Nunca voy a decirte nada, porque soy cobarde, aunque no lo parezca. No voy a explicarte por qué necesito esos gestos, no voy a tratar de hacerte entender por qué me basta con la miseria. Sólo sé que voy a seguir haciendo esto un tiempo, hasta que no me quede un ápice de orgullo. Porque te amo, maldita sea, y no te das cuenta. Pero tú eres como las golondrinas, que se van en invierno para volver en verano, que nunca se quedan. Y yo, yo soy como las flores pálidas, siempre en el balcón, siempre bajo el sol y siempre sola.


martes, 11 de marzo de 2014

Soñar ante el espejo




Qué rabia me da despertarme antes de que suene la alarma. Miro el reloj y pienso: "Joder, solamente me queda una hora de paz". Y, durante esa hora, trato de soñar contigo. Cierro los ojos bien, bien fuerte, apretando los párpados, y me tapo la cabeza con el edredón, porque empieza a entrar luz mañanera en la habitación. Y yo, como bien sabes, odio las mañanas, por muy soleadas que sean. 

Sucede que, a pesar de mis intentos, no consigo que me vengas a la mente en forma de fantasía onírica, aunque sí estás ahí, como un pensamiento constante. Tú, sonriendo. Tú, pasando el brazo sobre mis hombros. Tú, comiéndome la boca. Soñar despierta es un asco, porque no puedes negar que todas esas imágenes son mentira, aunque ayer fuesen verdad.

Ahora sí, ahora suena el despertador. Antes amaba esta canción, nunca debí haberla escogido como tono de alarma... Fuera del edredón hace un frío polar, y he perdido un calcetín entre las sábanas. Ese pie no puedo colocarlo en el suelo, a no ser que quiera que me lo amputen. Busco ese calcetín rebelde, que se esconde entre pliegues de tela, bien arrugadito, para que no lo vea. Mi pie sonríe ante mi victoria. 

Sentada en la taza del váter, leo los mensajes en el teléfono. No hay ninguno tuyo, pero hay unas fotos. Las miro, con los ojos llenos de legañas, mientras asumo mis responsabilidades escatológicas matutinas. Qué poético.

Frente al espejo, me lavo la cara. Envejecer es complicado, no lo llevo bien, ayer no había esa arruga ahí. Cojo del estante un frasco de crema que cuesta sesenta euros y que no ha servido para evitar la aparición de la arruga del demonio. "Aún creo en ti", le digo al frasco de crema, con la fe puesta en que esa mezcla de ácido hialurónico y aceite de rosas de Persia sepa cómo parar el tiempo.

A lo mejor, ésa es la razón de tu desdén. Ya no puedo competir con esas niñas de veintitantos, jóvenes y firmes. Pero no, no puede ser eso, ¿verdad? Aún tengo las tetas más o menos en su sitio, y de momento no hay canas a la vista. Bueno, me salió una el mes pasado, pero la desterré y le dije que no se le ocurriese volver por aquí.

La culpa es mía, que soy muy poco exigente. Me conformo con cualquier cosa, con un abrazo cálido que no significa nada y con un beso húmedo libre de expectativas. No pido mucho y así me va. Está el pervertido, obsesionado con mi ropa y mis zapatos; el obsesionado que lo daría todo pero no hace nada; el que se queda por que no le hago caso, el que se marcha porque quiero soñar con él. Y yo, frente a mi espejo, con la cara de las mañanas raras, torcidas, pre-cafeinadas, si se me permite la invención de un nuevo término... Yo, que no sé por dónde tirar, porque cada vez que me propongo hacer las cosas bien, aparece quien me hace ceder. Estoy estancada en este estado y no avanzo, no me supero porque no aprendo.

Miro de nuevo las fotos. Todo encaja, eres tú. Ése eres tú, por mucho que yo quiera verte de otra manera e imaginar que haces otras cosas y dices otras palabras. Por mucho que trate de no olvidar tus gestos, que creí sinceros. Eres tú, y no te quiero.

Voy a preparar ese café.

sábado, 8 de marzo de 2014

Naranjas de la China: Yangzhou




Debería haber publicado esta entrada hace ya tiempo, pero como soy un desastre pues la he ido apartando hasta hoy. No porque Yangzhou no sea una ciudad bonita -que lo es- sino porque mi estancia en la ciudad fue muy corta -una visita exprés de reconocimiento- y pocos días después partí para Hong Kong y ya se me nublaron los sentidos.

Yangzhou es una ciudad histórica de la provincia de Jiangsu, y queda relativamente cerca de Tianchang, a tan sólo una hora de carretera. Tenía curiosidad por conocer esta ciudad al norte del Yangtsé, que fue capital del sur de China durante la segunda dinastía Sui. Así pues, tomé un autobús desde Tianchang por la mañana temprano y, en aproximadamente una hora, estaba en Yangzhou.

El día era claro, pero hacía un frío tremendo, lo que es normal en esta zona de China en pleno enero. Después de registrarme en el hotel, camino hasta el Lago Estrecho del Oeste, una de las razones por las que he venido. El lago es famoso por sus parques, kioscos, puentes y su pequeña pagoda blanca. La entrada es carísima -120 yuans, unos 15 euros- sobretodo en comparación con los precios para entrar en la Ciudad Prohibida de Beijing o para acceder a la Gran Muralla, que no pasan de los 45 yuans.

No había mucha gente en el lago, en parte por ser un día laborable, así que pude pasear con tranquilidad y recorrerlo de punta a punta. Tomé fotos de las barcas, los patos y el famoso puente de mármol. Luego me acerqué a la Pagoda Blanca, pequeña pero hermosa, junto a la cual hay un minúsculo templo del que salen cánticos budistas.





Ver el lago por completo te lleva una mañana entera, así que, al salir, fui a comer arroz a un restaurante muy cerca del mismo. Para los que no vayáis mucho a restaurantes chinos, os informo de que el famoso arroz frito Yangzhou no se llama así por ser el plato típico de esta ciudad, aunque hayan tratado de apropiarse la receta, que es cantonesa. A diferencia del arroz frito tres delicias, el de Yangzhou tiene un color más oscuro porque lleva salsa de soja.

Después de comer, di un paseo por el centro de la ciudad, limpia y ordenada. Luego me acerqué a lo que ellos llaman Times Square, que viene a ser un centro comercial chino. En China hay tres tipos de centros comerciales: los que parecen más bien mercados desordenados y caóticos, con muchas pequeñas tiendas chinas; los centros comerciales chinos al estilo El Corte Inglés y los centros comerciales de estilo occidental, que acogen Starbucks, Zara y similares.Este lugar en concreto era del segundo tipo, aunque en las plantas subterráneas esconde un mercadillo de productos de imitación en el que podéis perder el tiempo regateando.



Por la noche, cené en la calle. Compré unas brochetas y algo de fruta. El frío era bastante intenso, así que volví pronto al hotel. A la mañana siguiente y después de realizar algunas compras, regresé a Tianchang en el autobús. La corta visita resultó agradable y de gran utilidad. Siempre va bien saber que a poca distancia hay una ciudad bastante bonita y con algo de vida occidental. Sin duda volveré a Yangzhou, la próxima vez, a inspeccionar la noche, ¡pero habrá que esperar a que pase este largo invierno!

Mujeres




 Mientras tiende la ropa, miro desde la sillita de la terraza. Veo como el sol se escurre entre las sábanas y sus manos ajadas, y la escucho cantar. Tararea alguna de esas canciones con regusto de otros tiempos, de cuando era joven.

Dicen que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero ella sabe que es mentira. Lo sabe porque nació en una España pobre y campesina, porque vivió cuarenta años de represión en un país dividido tras la guerra, porque pasó hambre, porque perdió hijos por el camino. Así no hay quien convenza a María de que deje entrar la melancolía. ¿Para qué? Ella que ha parido bajo un olivo en Jaén, mientras recogía aceitunas estando embarazada de casi nueve meses sabe que sus nietas nunca tendrán que pasar por lo mismo.

La vida ahora es distinta. Su hija trabaja tantas horas como su yerno, y además lleva la casa. Porque por muy distinta que sea la vida, algunas cosas cuesta cambiarlas. Antes los hombres no hacían nada en casa, ahora "ayudan", o de eso se jactan las más progresistas.

Su hija tiene carácter, tiene ese temperamento español que a veces da hasta miedo. Con la mirada oscura y protectora de las madres mediterráneas, ella lleva su casa con amor y disciplina. Ha tenido suerte en la vida, no podría haber escogido marido mejor que el que tiene. Algunas de sus amigas saben lo que es que te levanten la mano un día tras otro y al mismo tiempo recibir el desdén de la sociedad. Otras no tienen que vivir esa desgracia diaria, pero saben de los escarceos de sus maridos con otras mujeres y desconocen las medidas que pueden tomar. Divorciarse es aún castillos en el aire.

Ella duerme al lado de un hombre trabajador y cariñoso. Una persona sencilla que la quiere, pero que no ha sido educado para fregar platos ni para limpiar. Así que, de vez en cuando, cuando no está muy cansado, la "ayuda" con las tareas domésticas, pero asume siempre que son responsabilidad de ella.

Criar y educar a los hijos también es responsabilidad femenina, aunque él toma parte siempre que puede, porque los adora. Y esos niños son muy afortunados, porque crecen en una casa donde hay amor, y nunca jamás han visto a su padre humillar o imponerse a su madre, nunca le han visto negar su valía, ni despreciar su entrega. Y han recibido de él la confianza y el valor para enfrentarse al mundo. Él les ha repetido muchas veces lo importante que es estudiar, porque sabe lo que es no tener estudios y tener que aceptar cualquier trabajo para sobrevivir.

Siglo veintinuno y aún debemos mantener la lucha. Todavía hay muchas asignaturas pendientes. Yo también conozco mujeres que sufren malos tratos, físicos o psicológicos. Tengo la suerte de no haberlos sufrido nunca. Conozco mujeres que no son conscientes de lo que valen, mujeres que permiten que su pareja les diga cómo vestir, con quién hablar, si pueden trabajar o no... El gobierno aprueba leyes que nos hacen retroceder. Terminan con años de lucha a golpe de anteproyectos. Y hay mujeres que lo aprueban. Al igual que hay mujeres que defienden aún hoy que la casa es cosa nuestra, trabajemos o no fuera de ella. Como también hay mujeres empresarias que, aun a sabiendas de cuán difícil es conseguir un empleo siendo una mujer de treinta y tantos, se niegan a contratarnos por si acaso nos da por ponernos a parir. 

No hay nadie más machista que la propia mujer. La mujer que dice que quien no es madre no es mujer. La que asegura que la principal tarea de una mujer es sacar la familia adelante, la que pide al resto de mujeres del mundo que se sometan a la voluntad de los hombres, en nombre de Dios, eso sí.

Por eso, si somos nosotras las que limitamos nuestra propia libertad, sólo nosotras podemos concedérnosla. Nada podemos esperar de los demás. No quiero un hombre que me "ayude", quiero un hombre que me acompañe, que me apoye y que me quiera libre. Porque soy libre. Porque yo solita he tomado las decisiones que me han llevado donde estoy, para bien o para mal, porque si mi padre es capaz de entender que yo gobierno el timón de mi vida, ningún hombre o mujer puede venir de fuera a negarlo.

No es el día de la mujer trabajadora, ni siquiera es el día de la mujer. Es ocho de marzo, un día cualquiera en el que hombres y mujeres se levantan, van a trabajar o cuidan de la casa, llevan a los niños a la escuela, van al supermercado, ven la televisión y hacen la cena. Muchas mujeres pueden haberse perdido en el camino, pero no importa, porque solamente nosotras podemos tomar las riendas de nuestra vida. 

Hoy es sábado, no tengo que trabajar. Terminaré mi café y saldré a pasear. Y seguiré siendo una mujer trabajadora. Y seguiré siendo una mujer libre, porque dentro de mi cabeza no pueden gobernar, ni legislar. Y veré a las mujeres en el parque jugar con sus hijos, y a las amigas comprando ropa, y a mis vecinas charlar en la plaza. Y pensaré en esa imagen de mi abuela tendiendo la ropa y sabiendo que la vida cambia con cada decisión que tomamos.


sábado, 1 de marzo de 2014

Naranjas de la China (y del Japón): Tokio




No, no me he vuelto loca. Tampoco suspendía la geografía en el instituto. Sé que Tokio es la capital de Japón. ¿Por qué, entonces, hablar de Tokio en mi serie de entradas sobre China? Porque me da la gana. Que para eso es mi blog. Y porque no puedo hablar de Japón sin hablar de China. Las comparaciones son odiosas, e inevitables.

Como ya expliqué en la anterior entrada de la serie, Sue, Mónica y Sonia se marcharon de China para regresar a Barcelona tras diez días por este país de locos. Diana y yo nos quedamos solas en aquella habitación de hotel en Shanghai solamente unas horas más. Debíamos volver al aeropuerto Pudong para tomar el vuelo a la capital japonesa. 

En mi lista de sueños por cumplir y países por visitar, Japón ocupaba una posición muy alta. Mi visión romántica de Tokio, construida a partir de fotogramas de cine y ratos leyendo a Murakami, iba a ser demasiado distinta a lo que en realidad nos encontramos.

Llegamos a Tokio a mediodía. Desde Narita, tomamos un tren hasta la famosa estación de Shibuya, donde nos esperaba la estatua de Hachiko, el perro más leal del mundo, así como el paso de peatones más famoso del planeta. Desde Shibuya, caminamos hasta el hotel, que si bien se antojaba cercano en nuestro mapa, estaba a media hora subiendo una pendiente horrorosa por la que me hubiese gustado despeñar mi maleta.





El hotel, una casita tradicional, contaba con habitaciones de madera, puertas de papel y suelos de bambú. Durante esos cinco días, dormiríamos en un futón en el suelo que, si bien resultó ser comodísimo, venía acompañado de una ¿almohada? que más bien parecía un saco de alubias. La habitación no tenía apenas muebles. ¿Viva el minimalismo? No había donde dejar la ropa, así que se quedó en la maleta. El baño era como el de los aviones, minúsculo y llegado del hiperespacio. Aun así, el hotel tenía su magia y wi-fi gratis. 

Ay, el wi-fi... Si sois de los que creéis que Japón es el país más tecnológicamente avanzado de la tierra porque fabrican robots y todo eso... os equivocáis. No sabéis lo que cuesta encontrar una cafetería o bar donde haya acceso a internet, por no hablar de que en las famosas tiendas del barrio tecnológico de Shinjuku venden hasta walkmans... Sí, tecnología punta. Como la de los trenes que dejan de funcionar cuando nieva o la del metro de los años ochenta...



Hay muchas cosas que me han encantado de Tokio. Me gusta el aire urbano, aunque en mi opinión poco cosmopolita, de la gran ciudad. Me gustan los restaurantes tradicionales, la maravillosa comida japonesa, sencilla y sabrosa, sin tantos artificios como la comida china. Me gusta que todo esté limpio y ordenado, los modales de los japoneses y su diligencia. Me gustan los altos rascacielos y las vistas nocturnas de la metrópolis más poblada del mundo. Me gustan las tiendas raras que venden videojuegos, cómics, juguetes sexuales, ropa extravagante y disfraces. Me encantan las tazas de váter con música y desodorante. Me gusta la lengua japonesa, que suena bonita a mis oídos, excepto cuando cantan o cuando las dependientas de las tiendas maúllan como si fuesen muñecas.






Hay otras muchas cosas que, sinceramente, me han resultado decepcionantes o no me han gustado. Por un lado, el excesivo servilismo. No necesito que alguien se incline ante mí y me diga "bienvenida" treinta veces mientras compro una camiseta de diez euros. Además, casi nadie habla inglés. En Shanghai es mucho más fácil comunicarse en inglés con la gente. En parte porque es una ciudad mucho más cosmopolita. Otra cosa que no echaré de menos son los precios. No hay nada barato en Tokio. Nada.

Sin embargo, hay dos cosas que se llevan la palma. Una es el metro. De las redes de metro que conozco, la de Tokio es de las peores. Nada que ver con la fabulosa MTR de Hong Kong o con el metro de Shanghai. El de Tokio es viejo, es caro y es un lío. Hay varias compañías que operan al mismo tiempo, con lo que, a veces, para hacer un trayecto corto, hay que hacer transbordo (y pagar) tres veces. O hay que salir a la calle para hacer el transbordo. Además está muy mal indicado, en algunas estaciones no hay letreros en inglés y los anuncios por megafonía se hacen sólo en japonés. Horrible. Lo siento. Y eso que no tuvimos que vérnoslas con los empujadores. Otra cosa que no me gusta de Tokio (no sé si es extensible a todo Japón) es la afición por la pornografía infantil. Por todos lados hay cómics o revistas o películas que cuentan con protagonistas infantiles escasas de ropa y en actitudes sexuales. Ah, y no quiero olvidarme de las mujeres completamente artificiales que se comportan como niñas tontas e infantiles. ¿Esto es lo que se entiende por sexy?






No me malinterpretéis. Tokio es una ciudad bonita. Hay que verla al menos una vez en la vida. Se queda, sin embargo, demasiado lejos de mi imagen idealizada. Hemos conocido gente estupenda, la cerveza japonesa es buenísima (no como la china, que parece gaseosa...) y creo que si hubiésemos podido ir al Monte Fuji (la nieve no nos dejó), Japón habría ganado muchos puntos.





No obstante, y después de casi dos años en China, me quedo con Shanghai, con su multiculturalidad (en Tokio no hay más que japoneses y turistas), con su vida nocturna, sus templos, sus mercados  y sus rascacielos (más bonitos e interesantes que los de Tokio). ¿No me estaré volviendo china? No, pero sí creo que la visión idealizada que los occidentales tenemos de todo lo japonés, así como la visión negativa que tenemos de China, está un tanto equivocada...

¿Lo mejor de Tokio? La comida, los baños públicos, la cerveza y el color de las luces de neón.
¿Lo peor de Tokio? Las dependientas tontas, el metro y lo sobrevalorada que está la ciudad en general.

Será por haber estado en Hong Kong pocos días antes, pero Tokio, lo siento, ya no eres mi gran amor. Al menos puedo decir que me he reído muchísimo con mi soul-sister, que hemos disfrutado a tope y que puedo tachar otro país de mi lista.



Niñas Raras. Capítulo nueve: Males mayores



En el hospital olía a formol y a desinfectante; olía a enfermedad y a muerte; a malas noticias y a esperanzas tristes. El fino tubo transparente que ocupaba sus fosas nasales era muy molesto. La larguísima aguja clavada en la vena de su mano blanca le había causado un pequeño hematoma azul. El vacío que sentía en su vientre, justo bajo el camisón de algodón frío, era enorme, y no creía que jamás pudiese volver a sentirse completa.

Con esfuerzo, giró la cabeza unos treinta grados a la derecha. Luego repitió el gesto a la izquierda. Los ojos aún no funcionaban correctamente. El izquierdo no podía abrirlo del todo. La vida había perdido su nitidez. 

No había nadie con ella, en aquella habitación impersonal pintada de color crema. Sin embargo, vio que en la butaca negra junto a la cama alguien había dejado una rebeca de punto y un bolso de piel desgastada. María había venido. A saber dónde demonios se habría metido. Seguramente se estaría fumando un paquete entero de tabaco en la puerta del hospital. 

Con la mano izquierda, se palpó el vientre por debajo de las sábanas y de la ropa. Hizo el amago de echarse a llorar, pero no le salían las lágrimas, solamente un sollozo casi impostado, burlón, y un feo gesto en la cara. La vida era tan injusta con ella que ni siquiera le permitía llorar por su desgracia. La pérdida era tan grande que jamás habría nada que pudiese compensarla. 

No sabría decir cuántos minutos pasaron antes de que se abriese la puerta de la habitación. María traía en la mano un café de máquina expendedora, y en los ojos una mirada entre culpable y cansada, entre triste y hastiada. En qué mal momento le había llegado aquella prueba a la que no sabía cómo hacer frente. Si hay un incendio, avisas a los bomberos. Si te roban, llamas a la policía. Si la vida se hunde bajo tus pies... no puedes confiársela a quien camina sobre desechos.

No obstante, ahí estaba ella, las carnes bajo las axilas rebosando fuera de la pequeña camiseta de tirantes. El pelo recogido en una diminuta coleta torcida. Se había maquillado, claro está. Nadie sale a lo salvaje del mundo sin sus pinturas de guerra, y menos aún la niña María. Seguía camuflada en su propia decadencia. Pero había venido. Tardó un poco en darse cuenta de que Marta estaba consciente. Luego la miró y no supo qué decir. Nunca sabía qué decir. Tampoco Marta lo sabía. No sabía qué palabras quería escuchar de boca de su madre, la fuente de casi todas sus decepciones. No sabía si quería que ella estuviese allí, pero tenía la certeza de que, de no haber sido así, la hubiese odiado por siempre. 

-Voy a llamar a la enfermera. -Dijo María, sin emoción tangible en su ronca voz.

Con el café en la mano, apretó su dedo índice contra el botón junto al cabezal de la cama. Y la enfermera vino. Con diligencia, realizó un pequeño chequeo. Comprobó que todo estuviese bien. Pero nada estaba bien. No había ciencia que pudiese arreglar el desastre que era su vida. 

-No me lo dijiste. -Soltó María, que ahora se había sentado en la butaca, sin tener cuidado de no arrugar la rebeca.
-No. -Repuso Marta, sin dejar de mirar el techo.
-Debiste decírmelo en lugar de salir corriendo.
-Ya.
-¿De quién era? -Preguntó María.
-Era mío.

Se hizo un silencio incómodo. Marta seguía sin poder llorar, a pesar de sus esfuerzos y pese a la situación en la que se hallaba. 

-Si me lo hubieses dicho, yo...
-¿Tú qué? ¿Me habrías ayudado? Lo dudo mucho... Mira lo que tardaste en echarme de tu casa...
-Yo no te eché. 
-Como si lo hubieses hecho. No me querías allí y punto. Siempre entorpezco tu vida, ¿verdad? Desde que nací y se terminó tu carrera. Soy la causa de tu desdicha.
-No digas eso. 

Marta hablaba como una autómata. Tenía la voz más clara que nunca, pero no había movimiento, ni dinamismo, ni emoción. Aun así, ella pensaba que estaba siendo más sincera de lo que nunca antes había sido. María trataba de contener el desgarro de su voz y su infortunio.

-¿Por qué no debo decirlo? ¿Porque es cierto? 
-Tú no tienes la culpa de nada.
-Ya. No tengo la culpa de nada... pero me miras y ves tu desgracia. 

María se levanta, deja el vaso de plástico sobre la mesilla y sale de la habitación. En el pasillo, se apoya contra la pared, bajo el fluorescente tintineante, y se lleva las manos a la cara. Los rechonchos nudillos le cubren las mejillas y las uñas se clavan temblorosas en su frente. Los sollozos se ahogan entre la piel morena de su faz y los huecos que dejan las palmas de las manos. Marta tiene razón. Su vida terminó el día en que ella nació. No sabe si la quiere. No lo sabe.

Marta sigue en la cama, mirando el techo y tratando de romper a llorar. Joder, si la vida no puede ser más triste. Debería ser fácil. Pero no. Pablo iba a casarse con otra, con una italiana. El niño que esperaba se rompió en las escaleras de casa de su madre, que nunca tendría el valor de decirle que ella era la culpable de todos sus males.

Alguien llamó a la puerta. No podía ser María. Estaba fumando en la puerta del hospital, con la máscara de pestañas hecha un pegote negro, y una ceja medio despintada. Entró Ana, que traía unas flores. Venía con él.

-Hola, cariño. -Dijo Ana dulcemente, justo antes de besarle la mejilla. -No te pregunto cómo estás, lo imagino.

No, no lo podía imaginar. No sabía lo que era aquella pérdida.

-Gracias por venir. Y por las flores. Son bonitas. -Soltó Marta mecánicamente.

Ana empezó a hablar. No sabía lo que decía. Trataba de consolar un alma inconsolable. Se perdía en sus propias palabras absurdas. Marta dejó de escuchar. Miraba con los ojos borrosos al niño con principios, que no decía nada. Vio como su gesto incómodo se torcía poco a poco. Sabía lo que estaba pensando. Sabía que no quería estar allí, que no quería participar de aquel episodio triste de su vida. 

Marta trató de ser amable. Hizo preguntas cordiales acerca de cosas que no le importaban lo más mínimo. Sonrió impostadamente ante comentarios supuestamente divertidos. Mostró agradecimiento porque Ana y el niño con principios hubiesen venido a visitarla. Hizo comentarios banales acerca de la vida, de la suerte, de la fortaleza. Se esforzó en no mirar fijamente al niño con principios, en no hacerle partícipe de su desgracia. 

¿Qué sabía él? Nada. No sabía nada. Probablemente tampoco quisiera saber. Ni ver. Ni entender. Él solamente quería marcharse a su lujosa pecera, volver a su mundo cómodo. Aquello que tenía ante sus ojos no era sino un error subsanable. De hecho, se había subsanado solito. Gracias al cielo.

Ana y el niño con principios se marcharon pronto, pero a Marta le pareció que habían estado allí una eternidad, interrumpiendo su atormentada vida. Ana volvió a darle un beso en la mejilla. Salió agarrada de su mano de aquella habitación deprimente. Y Marta volvió a quedarse sola con sus malditas ganas de llorar. Y volvió a fracasar en su intento. Y se palpó de nuevo el vientre bajo las sábanas y la ropa. No había duda alguna. Estaba vacía.