sábado, 1 de marzo de 2014

Naranjas de la China (y del Japón): Tokio




No, no me he vuelto loca. Tampoco suspendía la geografía en el instituto. Sé que Tokio es la capital de Japón. ¿Por qué, entonces, hablar de Tokio en mi serie de entradas sobre China? Porque me da la gana. Que para eso es mi blog. Y porque no puedo hablar de Japón sin hablar de China. Las comparaciones son odiosas, e inevitables.

Como ya expliqué en la anterior entrada de la serie, Sue, Mónica y Sonia se marcharon de China para regresar a Barcelona tras diez días por este país de locos. Diana y yo nos quedamos solas en aquella habitación de hotel en Shanghai solamente unas horas más. Debíamos volver al aeropuerto Pudong para tomar el vuelo a la capital japonesa. 

En mi lista de sueños por cumplir y países por visitar, Japón ocupaba una posición muy alta. Mi visión romántica de Tokio, construida a partir de fotogramas de cine y ratos leyendo a Murakami, iba a ser demasiado distinta a lo que en realidad nos encontramos.

Llegamos a Tokio a mediodía. Desde Narita, tomamos un tren hasta la famosa estación de Shibuya, donde nos esperaba la estatua de Hachiko, el perro más leal del mundo, así como el paso de peatones más famoso del planeta. Desde Shibuya, caminamos hasta el hotel, que si bien se antojaba cercano en nuestro mapa, estaba a media hora subiendo una pendiente horrorosa por la que me hubiese gustado despeñar mi maleta.





El hotel, una casita tradicional, contaba con habitaciones de madera, puertas de papel y suelos de bambú. Durante esos cinco días, dormiríamos en un futón en el suelo que, si bien resultó ser comodísimo, venía acompañado de una ¿almohada? que más bien parecía un saco de alubias. La habitación no tenía apenas muebles. ¿Viva el minimalismo? No había donde dejar la ropa, así que se quedó en la maleta. El baño era como el de los aviones, minúsculo y llegado del hiperespacio. Aun así, el hotel tenía su magia y wi-fi gratis. 

Ay, el wi-fi... Si sois de los que creéis que Japón es el país más tecnológicamente avanzado de la tierra porque fabrican robots y todo eso... os equivocáis. No sabéis lo que cuesta encontrar una cafetería o bar donde haya acceso a internet, por no hablar de que en las famosas tiendas del barrio tecnológico de Shinjuku venden hasta walkmans... Sí, tecnología punta. Como la de los trenes que dejan de funcionar cuando nieva o la del metro de los años ochenta...



Hay muchas cosas que me han encantado de Tokio. Me gusta el aire urbano, aunque en mi opinión poco cosmopolita, de la gran ciudad. Me gustan los restaurantes tradicionales, la maravillosa comida japonesa, sencilla y sabrosa, sin tantos artificios como la comida china. Me gusta que todo esté limpio y ordenado, los modales de los japoneses y su diligencia. Me gustan los altos rascacielos y las vistas nocturnas de la metrópolis más poblada del mundo. Me gustan las tiendas raras que venden videojuegos, cómics, juguetes sexuales, ropa extravagante y disfraces. Me encantan las tazas de váter con música y desodorante. Me gusta la lengua japonesa, que suena bonita a mis oídos, excepto cuando cantan o cuando las dependientas de las tiendas maúllan como si fuesen muñecas.






Hay otras muchas cosas que, sinceramente, me han resultado decepcionantes o no me han gustado. Por un lado, el excesivo servilismo. No necesito que alguien se incline ante mí y me diga "bienvenida" treinta veces mientras compro una camiseta de diez euros. Además, casi nadie habla inglés. En Shanghai es mucho más fácil comunicarse en inglés con la gente. En parte porque es una ciudad mucho más cosmopolita. Otra cosa que no echaré de menos son los precios. No hay nada barato en Tokio. Nada.

Sin embargo, hay dos cosas que se llevan la palma. Una es el metro. De las redes de metro que conozco, la de Tokio es de las peores. Nada que ver con la fabulosa MTR de Hong Kong o con el metro de Shanghai. El de Tokio es viejo, es caro y es un lío. Hay varias compañías que operan al mismo tiempo, con lo que, a veces, para hacer un trayecto corto, hay que hacer transbordo (y pagar) tres veces. O hay que salir a la calle para hacer el transbordo. Además está muy mal indicado, en algunas estaciones no hay letreros en inglés y los anuncios por megafonía se hacen sólo en japonés. Horrible. Lo siento. Y eso que no tuvimos que vérnoslas con los empujadores. Otra cosa que no me gusta de Tokio (no sé si es extensible a todo Japón) es la afición por la pornografía infantil. Por todos lados hay cómics o revistas o películas que cuentan con protagonistas infantiles escasas de ropa y en actitudes sexuales. Ah, y no quiero olvidarme de las mujeres completamente artificiales que se comportan como niñas tontas e infantiles. ¿Esto es lo que se entiende por sexy?






No me malinterpretéis. Tokio es una ciudad bonita. Hay que verla al menos una vez en la vida. Se queda, sin embargo, demasiado lejos de mi imagen idealizada. Hemos conocido gente estupenda, la cerveza japonesa es buenísima (no como la china, que parece gaseosa...) y creo que si hubiésemos podido ir al Monte Fuji (la nieve no nos dejó), Japón habría ganado muchos puntos.





No obstante, y después de casi dos años en China, me quedo con Shanghai, con su multiculturalidad (en Tokio no hay más que japoneses y turistas), con su vida nocturna, sus templos, sus mercados  y sus rascacielos (más bonitos e interesantes que los de Tokio). ¿No me estaré volviendo china? No, pero sí creo que la visión idealizada que los occidentales tenemos de todo lo japonés, así como la visión negativa que tenemos de China, está un tanto equivocada...

¿Lo mejor de Tokio? La comida, los baños públicos, la cerveza y el color de las luces de neón.
¿Lo peor de Tokio? Las dependientas tontas, el metro y lo sobrevalorada que está la ciudad en general.

Será por haber estado en Hong Kong pocos días antes, pero Tokio, lo siento, ya no eres mi gran amor. Al menos puedo decir que me he reído muchísimo con mi soul-sister, que hemos disfrutado a tope y que puedo tachar otro país de mi lista.



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