domingo, 6 de octubre de 2013

Niñas raras. Capítulo uno: Niñas con principios


Empecemos. No tengo la menor idea de cómo he llegado al punto en que me encuentro. Imagino que se trata de un cúmulo de decisiones, aciertos, errores y algún que otro golpe de suerte. No me arrepiento de nada, y de todo me arrepiento. Es posible que me haya conducido hasta aquí el destino; o a lo mejor me he traído yo misma, a golpe de impulso irrefrenable.

Soy la niña sin principios, sin moral ni buenas intenciones. De genética hedonista y malas artes, soy mala perdedora y poco humilde. O eso dices tú, con tus palabras mentirosas. ¿Sabes una cosa? Quien no tiene principios eres tú. 

Eres atractivo, que no guapo. Masculino y atlético, magnético y narcisista. Tienes la sonrisa del diablo. Podrías acostarte con muchas, pero elegiste ser un niño con principios y no traicionar la confianza de la única con la que no disfrutas acostándote. Ese eres tú, el niño íntegro que vende cara su verdad.

Ella es una niña guapa, hasta cierto punto. Tiene una belleza sencilla, casi aburrida, creo yo. Cierto es que la miro con malos ojos. No puedo evitar sentir celos de quien consigue de ti lo que yo no consigo, sobretodo porque yo te doy lo que ella no sabe darte. Recuerda que soy la niña sin principios. Y ella, ella es la niña buena sin ambiciones, sin vocación. Y la quieres. Yo lo sé. Pero no la quieres a morir. Eso también lo sé. Imagino que ella también. Supongo que no le hace ni puta gracia.

Me deseas porque soy distinta, porque nunca pondría una cadena en tu cuello si no es para dominarte en la cama, porque nunca te necesitaría si no es para saciar mis apetitos. Eso crees tú, o quieres creer. Me miras como si fuese un helado de chocolate a punto de derretirse. Por eso me buscas, porque me encuentras. Y entonces jugamos y nos divertimos. Y ya está. Tú vuelves a tu casa, que es algo así como un palacio para príncipes y princesas de inversiones a medio plazo, piscina climatizada e hipoteca desmesurada. Y allí te relajas mientras juegas con tu teléfono móvil de alta gama, ese que ha pagado ella mientras me miras y te relames.

En realidad, todo lo ha pagado ella. Te ha comprado con su visa oro. Y te has vendido al precio que sea. No sé cuál. Pero ahí tienes ese coche carísimo que yo nunca te habría regalado, y esos cruceros por el Mediterráneo que nunca hubieses hecho conmigo. Eres como su pececillo de colores, nadando en un acuario enorme y precioso. En parte, desearías ver el mar y nadar libre. A veces me lo has dicho. Luego has corregido tus palabras, que no tus pensamientos. Se está bien en la pecera, y no te falta de nada. Solamente necesitas algo de emoción en tu anodina vida palaciega.

Y ahí entro yo, la niña sin principios, la que no vacila en golpear el cristal de tu pecera. Tú lo dijiste. A mí me da igual hacerle daño a ella. No me importa. No es mi amiga. Si yo tuviese principios, a lo mejor me mantendría lejos, a una distancia desde la que no pudiese desmontar vuestro palacio de borlas y arabescos.

-Estoy cerca de tu casa. ¿Tienes tiempo para un café? -Dijiste.
-Sí. -Contesté. -Pero tendrá que ser rápido, a la una he quedado para comer con un amigo.
-Vale, estoy ahí en cinco minutos.

Y ahí estabas.

No tomamos café. Estuvimos hablando en la calle, como dos amigos que no somos. Entre nosotros, medio metro de distancia y mucha precaución. No se me permiten, a pesar de mi ética, muestras públicas de afecto. 

Tus ojos repasaban mi cuerpo y yo no apartaba la vista de tu cara. Alguien apareció en nuestro mundo. Te conocía y estuvo hablando contigo. Te preguntó por ella y tú le dijiste que estaba trabajando. Luego me miró, examinando mi aspecto y mi postura, preguntándose mentalmente quién era la niña con la que hablabas tan animadamente. Supongo que debió pensar que no era de su incumbencia. Se marchó.

-Es un conocido de la familia de ella. -Me explicaste.

Me importaba una mierda quien fuese.

-No sé qué habrá pensado. -Añadiste.

Aún me preocupaba menos lo que pudiese pensar de mí aquel tipo que me había escrutado sin piedad.

Sugeriste ir a un lugar más íntimo, donde miradas indiscretas no pudiesen poner en peligro tu vida en la pecera cómoda y aburrida. Entramos en el portal. Me apoyé contra la pared y te acercaste mucho. Demasiado. Sentía tu respiración en mi cara y un cierto temblor que provenía de tu cuerpo. Como no tengo moral alguna, me puse cachonda con tu erección en mi vientre. No nos tocamos, seguimos charlando, con la voz baja y rota.

Clavabas tus ojos en los míos, como en una lucha perpetua, sosteniendo la mirada ardiente tanto como fuese posible. Ah, en eso siempre gano yo. Retiré un poco el trasero de la pared, echándolo hacia adelante para rozar mi pelvis con la tuya. Con las manos, jugueteaba con las llaves, que había sacado del bolso hacía unos minutos para abrir la puerta. Tú no sabías qué hacer con tus manos, tus pantalones no tenían bolsillos. Las apoyaste en la pared, a ambos lados de mi cabeza. 

Te acercaste a oler mi cuello y mi pelo. Sé que te gustó. Lo pude leer en tu cara. Yo estaba ganando la partida con mis malas artes de mala niña. Tú tratabas de contener a la bestia, que empezaba a asomar entre los barrotes de una jaula que te empeñas en cerrar con candado de tres vueltas.

Oímos pasos. Era una vecina que bajaba las escaleras. Te apartaste de mí. La vecina pasó por nuestro lado, seguramente pensando qué demonios hacíamos ahí, a plena luz del día. Aunque separados, en nuestras caras podía leerse la guerra que peleábamos, tú, contra tus principios; yo, contra ti.

La vecina salió del edificio. Miraste tu reloj.

-Tengo que marcharme. -Dijiste.
-Bien. -Repuse.

Pero no te ibas. Seguías allí parado, delante de mí, mi pecado de carne preferido, tembloroso, palpitante, loco de ganas de nadar en aguas bravas. Estiraste el brazo y me sujetaste el cuello con relativa fuerza. Yo no me inmuté. Mi entrepierna se recreó. Te miré desafiante y me besaste con furia desmedida, sin apartar tu mano de mi garganta. Me comiste la boca sin piedad durante un buen rato. Luego me dejaste ir.

-Será mejor que me vaya.
-De acuerdo. -Dije.
-Ya buscaremos otro momento para vernos. Hoy no puede ser. -Te excusaste.
-No importa. Ya te he dicho que he quedado. Tampoco yo puedo entretenerme.

Salimos a la calle. Tú te subiste a tu moto y te marchaste. Yo acudí a mi cita. 

Muchas otras quieren lo que yo te he quitado. A veces te pregunto:

-¿Por qué yo? ¿Por qué no ellas?

Cuando te pregunto esto, espero de algún modo saberme especial, porque yo soy la otra. Soy la niña con la que no duermes ni compartes.

A menudo me respondes:

-Tú tienes ese punto que te hace distinta. Nos entendemos bien. Queremos las mismas cosas.

No es verdad. Yo no quiero una pecera, aunque sea de cristal de Murano. No quiero aprovecharme del amor de otra persona y no me apetece ser alguien que no soy.

Casi siempre respondes lo mismo, pero en una ocasión dijiste la verdad. Tu verdad.

-Ella tiene principios. Entiende mi situación y nunca haría nada que pudiese herir a terceros.

Hablabas sobre otra niña que, al parecer, también tiene ese punto, como tú bien dices. Sé que no te importaría salir de la pecera y nadar en su estanque de vez en cuando. Ella es la niña con principios, a ella sí le parece mal romper tu pecera. Quizás yo debiera aprender de ella.

-¿Insinúas que yo no los tengo?
-Yo no he dicho eso. -Me corregiste.

Si te ofrezco pan y torta y eliges pan, es que no quieres torta.

Tú juegas con otras, las mimas y dejas que te mimen. Disfrutas con la caza y la pesca, aunque luego devuelvas los peces al mar. Engañas a quien te ama, le escondes secretos, le cuentas excusas de saldo. Pero yo no tengo principios. Eres el niño de los valores intachables y yo la niña de mala cuna. Créelo si así eres feliz y te sientes satisfecho. Sigue mirando tu mundo a través del cristal de tu pequeña cárcel, que yo soy libre, tengo principios y no he pecado.