martes, 23 de abril de 2013

Piedras



Como el guijarro dulce,
me deshilvanas
de los prespuntes de mi conciencia,
entre una pared y un muro
de piedras de algodón.

Me lo dijiste tarde.
Tuve que arrancarlo 
mientras tiraba del hilo,
todo a un tiempo,
deshojada.

Tus palabras eran nudos
con cabos maltrechos.
Nunca me ataste con ellos,
nunca me liberaste de ellos.

Como la roca amarga
me hundes en agua
con sabor al metal
de tu garganta,
y hoy me toca, sin duda,
remendar mi mañana.

lunes, 8 de abril de 2013

Kokoro




Al lavarse las manos bajo el agua fría, casi helada, sintió pequeñas punzadas de dolor. Eran como pequeños latigazos en las venas, que trepaban violáceas desde la muñeca al codo, bañadas en el marrón oscuro de la sangre aún caliente. Todavía podía ver la marca de la vía en el dorso de la mano izquierda, de donde se había arrancado una aguja de seis centímetros. Le parecía difícil de creer que aún pudiese sentir algo más allá del palpitar de sus sienes. Había transcurrido suficiente tiempo como para que el párpado superior del ojo izquierdo se hubiese inflamado tanto que le impedía ver correctamente. Sobre la piel blanca y suave, como el papel de seda, los colores de su mala suerte pintaban un arcoiris de azules verdosos y amarillos ocre. Perfilando el labio inferior casi de manera milimétrica, un corte  carmesí oscuro que terminaba por partir la comisura en dos. Aunque lo peor no era su cara.

Debajo del camisón de algodón, sus entrañas se habían convertido en un amasijo de tejidos que se le pegaban al vientre, bajando hasta las paredes interiores de sus muslos nacarados, goteando la sangre hasta los tobillos. Le hubiese gustado no tener pechos y así no sentir el escozor agudo en los pezones, que habían pasado de un rosa pálido a un gris mortecino. Y luego estaba la espalda, que arqueaba por el dolor y los espasmos, sintiendo que su columna vertebral era como una ramita que en cualquier momento se partiría en dos.

A menudo se decía que Kokoro no podía sentir, aunque ella no sabía nada de lo que se decía. ¿Qué era, pues, aquello? Ah, bueno. Se trataba de dolor físico. No era a eso a lo que se referían los demás. Hablaban de sentimientos, no de sensaciones. Kokoro, desde luego, no supo nunca lo que era el amor, ni la paz interior, ni los entresijos del corazón humano. Sin embargo, estaba casi segura de que alguna clase de sentimiento negativo la invadía en aquel instante, cuando, frente a una de las ventanas de la sala doce de la granja, vio el reflejo de un cadáver que la miraba. ¿Cómo describirlo? Kokoro no lo sabía.

Se dio la vuelta y vio las camas, alineadas de a ocho, herméticamente selladas. Estaban todas ocupadas, todas funcionando a pleno rendimiento. Menos la suya, la que estaba abierta, en la tercera fila. En el suelo, dos cuerpos sin vida. El primero, el del médico, que trató de sujetarla. Le había enroscado alrededor del cuello el tubo del gotero. Lo había hecho sin mirar, sin incorporarse, tumbada bajo las vigas metálicas mientras la luz fluorescente parpadeaba sobre su cabeza. No sabía si le había costado mucho esfuerzo. Había salivado bastante y recordaba haber rechinado un poco los dientes. Después apareció el otro, que se acercó a la cama con el arma entre las manos. Y la miró. Durante un buen rato, no supo qué hacer. Kokoro no se movía. No pestañeaba. Sabía hacerlo, pero no le hacía falta. Entonces se le había abalanzado, como una fiera descontrolada. Le tiró del pelo, le mordió y le arañó. Él la golpeó en la cara. Luego perdió su arma y Kokoro la recogió. No sabía usarla. Ni siquiera sabía cómo manejarla. La usó a modo de bate y le reventó la cabeza a golpes. Luego la soltó y fue hasta la ventana sobre el fregadero

¿Por qué lo había hecho? Demonios, ni siquiera sabía por qué estaba allí. Ni por qué le habían vaciado el cuerpo por dentro. No entendía el porqué de los golpes y la carnicería. La habían despertado súbitamente. Había visto una cara desconocida. Un hombre con gafas y la frente arrugada. Se había colocado entre sus piernas abiertas y le había hecho  algo mientras ella se retorcía de dolor y miedo. Una mujer joven le había ayudado. Luego se llevó lo que había en su interior. No pudo verlo. El señor de las gafas se había acercado a Kokoro y le había dicho algo sobre los efectos de la anestesia. Luego se sacó la vía y lo estranguló. Ahora estaba en el suelo, tendido boca abajo, con el tubo enredado y la lengua fuera de la boca. Lo miró y sintió algo, pero no sabía qué era.

Caminó entre las camas. Apenas veía ya nada con el ojo izquierdo, pero no le hacía falta más que un ojo para ver. Kokoro 12. Kokoro 27. Todas se parecían. Todas dormían. Todas tenían el vientre abultado bajo el camisón de algodón. El suyo estaba sucio. Se lo levantó. Había sangre oscura y reseca. Sintió un líquido pegajoso que salía de su interior desgarrado. Se tocó y sintió algo, pero no sabía qué era. Estaba rota por fuera y por dentro. Sacó la mano de su vientre. La necesitó en su cara. Acababa de parpadear sin proponérselo, y la mejilla se sentía húmeda e irritada.

Kokoro no podía sentir, ni tomar decisiones. 

Se acercó de nuevo a su cama y se tumbó dentro. Al fin y al cabo estaba en casa.


viernes, 5 de abril de 2013

El grupo de Bloomsbury: El amante de Lady Chatterley, y se hizo el escándalo



Durante los años que pasé en la universidad estudiando filología inglesa, leí cientos de libros. Tenía tantísimas lecturas obligatorias que, cuando llegaban las vacaciones, no quería leer ni las etiquetas del champú. Yo amo leer, es una pasión para mí. Sin embargo, cuando leer se convierte en un deber, obviamente, no se disfruta al mismo nivel (a veces, simplemente, no se disfruta a ningún nivel). De entre todo lo que tuve que leer en aquellos tiempos, salvaría de la quema un setenta por ciento aproximadamente. Por un lado, la mayoría de los clásicos (Dickens, Shakespeare, Blake, Poe, Whitman, Faulkner, Woolf...). Digo la mayoría porque fui incapaz de aprender a tolerar a Jane Austen (quizás mi próxima víctima) o a Hemingway, a pesar de mis numerosos intentos. Salvo a casi todos los poetas, y también a muchos escritores modernistas (de Joyce no sé qué decir...). Por supuesto adoro a los representantes de la contracultura americana como Kerouac o Burroughs, así como a los grandes nombres de la literatura poscolonial, especialmente a Selvon, y  defiendo ciertos nombres respetables de la narrativa contemporánea.

Recuerdo algunas novelas con cariño, pequeños descubrimientos que me hicieron mis profesores, como El gran Gatsby, Rebecca o Un pasaje a la India. Entre ellas, quiero destacar la obra más importante de D. H. Lawrence (aunque El arco iris tambien me fascina), que voy a comentar hoy, El amante de Lady Chatterley, una novela que me encanta y que, además, marcó un antes y un después en la manera de concebir el erotismo en la literatura inglesa.

De acuerdo, voy al grano. La novela cuenta la historia de Connie, la esposa de Sir Chatterley, inválido de guerra. Los Chatterley llevan una vida social muy activa y disfrutan de una existencia acomodada. Sin embargo, Connie no es feliz. Su marido no puede llenar su vacío, ese vacío que ella siente, concretamente, entre las piernas. La invalidez de Clifford Chatterley impide apagar los fuegos de su esposa. Pero entonces aparece Michaelis, un amigo de Clifford que se convierte en nuevo amigo con derecho a roce de Connie. ¡Pero estamos en los años veinte! (aunque la censura impidiese la publicación de la novela hasta finales de los cincuenta...) Por lo tanto, para Connie, el sexo por el sexo con Michaelis (o Mick) no le aporta satisfacción completa, especialmente porque resulta que este tipo es más bien egoísta en la cama, pero menos da una piedra. Sexo clandestino a espaldas del marido es mejor que nada.

De todos modos, Connie sigue insatisfecha. Entonces, empieza a dar paseos por el bosque, y un día conoce a Oliver Mellors, el guardabosques, símbolo de la masculinidad que, no sólo le va a dar a Connie sexo ardiente y de calidad, sino que también hará que ella se descubra, sin complejos, y se sienta la mujer más deseada y poderosa del mundo. Las escenas de sexo y los diálogos entre Connie y Mellors dieron mucho que hablar en la época, tanto que, como he dicho, la novela fue censurada y tachada de obscena y pornográfica. Obviamente, a día de hoy, rodeados de adolescentes que practican felaciones entre deberes de matemáticas y ensayos de ballet, puede no resultar tan fuerte. Aún así, esta es una de las novelas más eróticas que he leído, no por lo que dice, sino por lo que se intuye, el ardor entre los protagonistas, el deseo de lo carnal.

Connie es una mujer que se atreve a disfrutar del sexo en plena posguerra en la Inglaterra del saber estar, los protocolos y los buenos modales. Mientras la mayoría de las mujeres bordaban y hablaban de teteras, ella se pasaba por la piedra a un guardabosques. Sólo por esto vale la pena leer la novela. Y también porque las cosas censuradas merecen el eco que se les negó en su día. Es como darle una hostia al censor a través del tiempo. "¿Tú censuras el libro? ¡Pues yo lo recomiendo! ¡Que te jodan!"

A Lawrence se le tachó de pornógrafo en su época por poner a un rudo guardabosques entre las piernas de una señorita de alta curnia. Puede que en pleno 2013 la obra peque de machista en algunos momentos (hay quien dice que ha envejecido mal, y tal vez así sea), no en vano esta novela fue escrita hace casi un siglo. Dejadme añadir que quizás el final no esté a la altura. Aún así, por ser una novela que leí con ganas y por lo transgresor del personaje de Connie, la recomiendo totalmente. 

"Sí, la gente finge tener emociones cuando, en realidad, nada siente. Creo que ser romántico consiste en eso."