jueves, 26 de septiembre de 2013

Naranjas de la China: Ser mujer en China



Nací en China y soy mujer. Mi nombre no importa. Soy bonita. Tengo el pelo largo y negro y los ojos oscuros y brillantes. Siempre he sido buena estudiante, porque mis padres han insistido mucho en que los libros eran lo más importante. En la escuela tenía muchas amigas y, aunque fuera de ella apenas nos veíamos, compartíamos muchas horas diarias juntas. 

En el instituto, tener amigos era más difícil. Todos los días empezábamos a las siete y terminabamos a las diez de la noche. Solamente parábamos un par de horas a mediodía y otra hora por la tarde para cenar. Muchos sábados y domingos también debíamos ir a clase. Era una rutina durísima. Madrugar, ir a clase, comer, volver a clase, cenar, volver a clase, marcharse a casa muy tarde. Y vuelta a empezar. Así pasé mi adolescencia. Nada de ir al cine o a pasear con los amigos. Nada de novios, como las chicas occidentales. Solamente matemáticas, lengua, química... Los profesores decían que era muy buena estudiante, que se me daban bien las lenguas. También decían que se me daban bien las matemáticas, "a pesar de ser una chica".

La vida se volvió más fácil cuando fui a la universidad. Había menos presión, porque el objetivo ya estaba conseguido. Ir a una buena universidad es lo único que preocupa a los adolescentes chinos. La competencia es feroz y sólo los mejores lo consiguen. Esto es un país comunista. Aquí poco importa que tus padres tengan mucho dinero. Eso cobra importancia después, con el tiempo. 

En la facultad todo es más fácil. Estudias lo que quieres y el ritmo es más tranquilo. Los profesores no te dan tanto la paliza y te dejan más a tu aire. Mis padres no me dejaban a mi aire, a pesar de que había ganado algo de libertad tras haberme mudado a la residencia de la facultad. Seguían insistiendo en que estudiase. 

Yo me empecé a fijar en un chico de clase que me gustaba. A veces íbamos al centro comercial con otros compañeros, nos comíamos una hamburguesa y hablábamos de nuestras cosas. Nunca hubo nada más que miradas y sonrisas. Alguna vez me cogió de la mano. Eso es todo. En China, el contacto físico no es algo que surja de manera natural. Se guardan las distancias durante mucho tiempo hasta que se conoce bien a la otra persona. 

No sabría decir si llegué a enamorarme de él. No sé bien lo que es el amor. Solamente puedo decir que llegó un momento en el que me pasaba el día pensando en él y que me ponía muy nerviosa cada vez que él estaba cerca. Por suerte o por desgracia, dejamos de vernos en cuanto terminamos la carrera. Él regresó a su ciudad, que se encontraba a trescientos kilómetros de la mía. Para entonces, yo tenía ya veintidós años. 

Encontré un trabajo en una escuela elemental. Me gustan los niños, así que era el trabajo perfecto. Yo les enseñaba a escribir y ellos me pagaban con juegos y sonrisas. El sueldo no era ninguna maravilla, pero yo había vuelto a vivir con mis padres, así que tampoco es que necesitase más dinero. Aquella época fue buena, yo iba cada día a la escuela, hacía mi trabajo, regresaba a casa y mi madre me tenía lista la cena. Algunos fines de semana, iba a ver a una amiga que vivía en una ciudad cercana, íbamos de compras y a pasear. No me importaban demasiado los chicos y ya no pensaba tanto en mi antiguo compañero de facultad. Así estuve dos años, hasta los veinticuatro.

Entonces, mis padres se empezaron a poner nerviosos. O me casaba pronto o se me pasaría el arroz. Como yo no tenía novio -y la verdad, no me importaba- ellos se esforzaron en encontrar a alguien para mí. Unos amigos suyos tenían un hijo soltero que también debía casarse cuanto antes. Tenía veinticinco años y trabajaba en una fábrica de productos plásticos. Una noche, mis padres me dijeron que me presentarían formalmente al hijo de sus amigos. Yo no dije nada, asentí y volví a mi cena.

Recuerdo el día que nos conocimos. Pensé que no era guapo, que no me gustaba. Obviamente, no lo dije. Además, era más bajito que yo y empezaba a tener barriga. Pero, como daba igual lo que yo pensase, empezamos a salir. Lo habitual era dar paseos de la mano. De vez en cuando, si nadie nos veía, me daba un beso en los labios. A mí no me gustaba, pero eso era lo de menos.

Estuvimos dos meses saliendo. No hubo sexo. Eso es cosa de las mujeres occidentales. La mayor parte de las mujeres chinas esperan a estar casadas o, al menos, comprometidas. De todos modos, yo no quería tener sexo con él. Ni sabía. A veces notaba que él se ponía extraño después de darme un beso, que su cuerpo reaccionaba de manera... rara.

Mis padres y los suyos organizaron una cena. El propósito era formalizar nuestra relación con un compromiso. No nos preguntaron. Simplemente lo hicieron y a nosotros nos tuvo que parecer bien. Antes, mis padres se habían asegurado de que él tenía un piso y dinero ahorrado para comprarme las joyas de la boda. Su piso no era una maravilla, así que tuvo que comprometerse a arreglarlo y redecorarlo a mi gusto. Me compró unos pendientes de diamantes y una gargantilla a juego. También me compró pulseras y el anillo de pedida. Tuvo que dedicar los ahorros de su vida -y un enorme préstamo bancario- en alhajas para su prometida, y su tiempo en reformar la que sería nuestra casa.

Ahora, ya comprometidos, teníamos vía libre para acostarnos juntos. Generalmente, él se colocaba encima, me besaba, me tocaba y me hacía el amor -o algo parecido- en un tiempo récord. Yo lo vivía con relativa indiferencia. Jamás he tenido un orgasmo, ni sé lo que es, así que tampoco sabía pedirlo y, francamente, dudo que él hubiese sabido dármelo. 

Fueron también nuestros padres quienes decidieron la fecha de la boda, que se celebraría en unos pocos meses, en el Día Nacional de China. Luego, mis padres insistieron en que dejase mi empleo, pues debía dedicarme por entero a los preparativos de la boda. Y así, entre flores, música, vestidos, tartas nupciales y fotos, pasaron aquellos meses.

El día de la boda fue bonito. Yo estaba feliz, a pesar de no haber elegido ni a mi futuro marido, ni la fecha, ni siquiera el vestido o el color de las flores. Me sentía hermosa como una reina. 

Fuimos de luna de miel a Hainan. Pasamos una semana en la playa pero no tomamos el sol. Eso es cosa de occidentales. Yo llevaba un bañador rosa y un sombrero para protegerme del sol. Dimos paseos por la orilla cogidos de la mano. Tuvimos sexo común.

En diciembre, me enteré de que estaba embarazada. Nunca habíamos puesto medios para evitarlo, él siempre se corría fuera. Una vez casados, empezó a hacerlo dentro. No era una sorpresa, pero sí una gran noticia para la familia. Mis padres no cabían en sí de gozo. Su hija, que hacía un año era una solterona sin futuro, ahora sería madre, que es lo máximo a lo que puede aspirar una mujer. 

Durante mi embarazo, no me dejaron hacer prácticamente nada. Mi madre y mi suegra escogieron los muebles y la ropa para el futuro bebé. Como no sabíamos si sería niño o niña, había cosas de todos los colores. No se puede conocer el sexo del bebé antes de que nazca. Muchas niñas terminan en abortos provocados.

Tuve mi bebé en agosto del año siguiente. Felizmente, era un niño. Un niño sano y precioso. Yo sólo quería cogerlo y estrecharlo entre mis brazos, oler aquella piel suave. Pero ahora empezaría elZuo Yue Zi” que literalmente significa “sentada todo el mes”. 

Así pues, en China, las mujeres llevan una vida un tanto especial tras el parto. No pueden salir de casa durante un mes, no pueden ducharse hasta pasadas dos o tres semanas. Deben comer exclusivamente lo que les haya dicho el médico. No pueden ver la televisión, ni utilizar ordenadores u otros aparatos. Deben llevar un calzado especial e ir todo el día en pijama. Las sábanas de la cama no deben cambiarse, aunque el bebé se haya meado o haya vomitado en ellas. Lo único bueno del "Zuo Yue Zi" es que no tenía que limpiar ni cocinar.

Lo pasé mal. Tenía el pelo sucio, sólo podía lavarme el cuerpo con un paño. Estaba cansada de estar todo el día en casa. Hacía calor y yo quería salir a pasear. Mi suegra me tenía todo el día vigilada. "No hagas esto", "Come lo otro".

Para el bebé, las cosas no eran mejores. Debía dormir siempre boca arriba. Si se movía, lo volvían a colocar en aquella posición. Apenas me dejaban estar con él, sólo para darle el pecho y para dormir. El resto del tiempo estaba en brazos de mi suegra o de mi madre. No es común ponerle pañales a un bebé tan pequeño. Había que limpiarle a menudo. Junto a la cama, siempre tenía un ramillete de esparto para "espantar a los malos espíritus".

Cuando se cumplió la baja por maternidad, mi marido y yo abrimos un negocio, una tienda de ropa en el centro. Tanto estudiar para acabar vendiendo camisetas. Se supone que soy feliz. Debo serlo. Tengo lo que cualquier mujer china desea: un marido, un empleo y un hijo. Cada día me levanto a las siete. A las ocho abro la tienda. Mi madre cuida de mi pequeño mientras trabajo. Mi marido sigue saliendo a pasear conmigo de la mano. Se supone que soy feliz.