jueves, 16 de abril de 2015

Un día cualquiera




Llovía y hacía frío. Bueno, frío no, pero sí esa rasca propia de los últimos coletazos del invierno, de cuando ya crees que la primavera ha llegado porque así lo marca el calendario pero sabes que aún usarás la chaqueta unas semanas más. Me levanté un poco antes de las nueve. No me encontraba demasiado bien. No era nada físico, sino más bien una sensación de debilidad mental. Llevaba un par de días en una especie de montaña rusa emocional, con momentos de euforia máxima y otros de llorar por cualquier memez. Me preparé un café con leche y me senté delante del ordenador. Había montones de felicitaciones. Coño, si era mi cumpleaños. 

Lo de los cumpleaños es curioso. Cuando eres pequeño siempre te hace una enorme ilusión cumplir años y celebrarlo con tus amigos. Cuando te haces mayor, pues depende. Yo llevaba dos años en el exilio asiático, celebrando, por así decirlo, mi cumpleaños junto con personas que, si bien siempre me mostraron gran afecto, no eran mis amigos en el sentido estricto de la palabra. Tenía ganas de celebrar este aniversario en concreto, por estar de nuevo junto a mi familia, por llegar a una edad tan complicada y porque ahora tengo a mi lado a la persona más maravillosa que jamás haya conocido. No obstante, la celebración con amigos sería unos días más tarde. Aún estábamos a martes.

Después del café, de corregir algunos exámenes y leer las felicitaciones por internet, me duché, comí algo ligero y salí para el trabajo. Me esperaba una tarde larga y yo no estaba de ánimos para poner sonrisa de cumpleaños. Con el paraguas, la carpeta y una caja de pasteles para los compañeros de la academia, llegué a mi puesto de trabajo, con la cara mustia y el pelo un tanto encrespado. La tarde, tal y como estaba previsto, fue un tostón interminable. Cuando salí, eran las nueve y media, la calle estaba oscura y había dejado de llover. Volviendo a casa, hablé por teléfono con algunas personas, amigos y familiares que me habían llamado para felicitarme. Ah, coño. Si es que aún era mi puto cumpleaños. Había más felicitaciones por internet. Traté de responder a todas. 

Bajé del autobús y subí la calle. Pensé que ya estaba, que el día prácticamente había acabado y que, si bien había sido un día de trabajo normal, el sábado podría resarcirme. Subí las escaleras y abrí la puerta. Él me recibió con un cálido beso, pero... ¿vestido de traje? Normalmente me recibe con un beso igual pero mucha menos ropa, pensé. Me pidió que me quedase en la puerta. Con mi chaqueta puesta. Con mi bolso colgando del hombro. Con mi carpeta en la mano. Con mi cara de cansancio. Me pidió también que cerrase los ojos. Uy, uy, uy. Antes de hacerlo, pude atisbar comida y vino sobre la mesa del comedor. Se fue a la habitación. Oí un ruido como de bolsa de plástico. Pensé que me había comprado flores y que al cogerlas había arrugado el papel de celofán. Joder si me equivocaba. Me pidió que abriese los ojos. Frente a mí, un hombre de rodillas. No, un hombre no. El mío. Y en su mano, un donette de chocolate. 

Ya habíamos hablado de esto, del día que en casa viese donettes y de cuál sería su significado. Sencillamente, jamás habría pensado que aquel día común llegaría a ser el día de los donettes. Lo que me dijo me lo reservaré. Solamente os diré que, obviamente, dije que sí. Que me comí el donette y que, con la boca llena de chocolate y los ojos llenos de lágrimas, él volvió a pedírmelo, esta vez con un anillo en la mano, y que le volví a decir que sí como buenamente pude.

¿Puede un día común converstirse en un día mágico más allá de las películas románticas? El veinticuatro de marzo del dos mil quince es la prueba de ello. Y el anillo que llevo en el dedo me lo recuerda todos los días. 

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