domingo, 20 de abril de 2014

Perfecto



Se mira al espejo todos los días. Por la mañana, cuando se levanta, es lo primero que hace. Va al cuarto de baño y se mira, durante un buen rato, incluso antes de atender las necesidades fisiológicas y de la ducha. Se mira. Y el espejo le devuelve un reflejo joven, una cara de proporciones aúreas perfectas, de ojos grises como el hielo, de cejas tupidas y oscuras, de labios bien dibujados y mandíbula masculina. Se mira desde la realidad y ve unos pómulos elevados sobre unas mejillas afeitadas, suaves como las de una mujer. La mata de pelo oscuro, ligeramente alborotado por el sueño, enmarca las facciones, viriles pero delicadas, perfiladas en una piel ligeramente morena. Se mira y se gusta.

Antes de salir de casa, por la mañana, vuelve a mirarse. Lo hace en el pasillo, donde cuelga un gran espejo ovalado de marcos en plata. Ahora se gusta más, porque está limpio y su piel canela reluce en su suavidad. Los mechones de su cabellera caen en el lugar perfecto, como la hiedra acaricia los ladrillos de la pared, los toca sutilmente en un intento de beso vegetal. Uno cae sobre la frente lisa y otro apunta un pómulo respingón. Se enamora del que roza la nuca, aún húmedo de burbujas de jabón. Nunca sonríe cuando se mira, aunque le maraville lo que ve. Siempre mantiene la boca relajada, y así contiene la firmeza de las comisuras.

En la calle, de camino al centro, se mira más veces. Ve su cuerpo de perfil, atravesando el cristal de los escaparates, firme y moldeado, de armonía renacentista, con el talle fino y las espaldas anchas, la cabeza siempre erguida y el pecho saliente. No se detiene, pero camina y los ojos no miran al frente, sino al lado, buscando su reflejo en las grandes ventanas, mientras los mechones de ese pelo divino bailan al compás de sus pasos medidos.

Hoy le esperan para hacer una audición. Cuando llega, hay una docena de narcisos urbanos como él, esperando el momento para desplegar las alas angelicales de la perfecta belleza. No se miran entre ellos, sino que buscan sus reflejos donde quiera que puedan encontrarlos. En las ventanas, en las superficies metálicas, incluso en el suelo de superficie recién pulida. Se buscan ávidamente, hasta que se encuentran. Algunos traen consigo pequeños espejos de mano. Con el semblante serio, tratan de encontrar cualquier pequeña imperfección.

Es su turno. Entra en una sala grande y le piden que se quite la camisa. Con sumo cuidado, se desabrocha cada botón en una especie de ritual lento y coordinado. Luego dobla la camisa minuciosamente y la coloca sobre una silla. Hay tres personas en la sala. Dos son mujeres. Le miran fijamente. Observan su cara, su pelo, su torso desnudo. Empieza a ponerse nervioso, no porque le dé vergüenza mostrarse, sino porque le gustaría a él también poder verse. Pero no hay espejos en la sala, solamente los ojos de las tres personas que ahora anotan cosas en un cuaderno. Le piden que se ponga de perfil, que se dé la vuelta. Luego tiene que quitarse los pantalones y lo hace con la misma delicadeza con que se desprendió de su camisa. Coloca los pantalones doblados sobre otra silla. Le gustaría poder bajar la cabeza y mirarse las piernas. Los muslos torneados, ligeramente musculosos, las pantorrillas perfectamente depiladas, la piel suave y uniforme. No tiene cicatrices, ni verrugas, ni lunares. Todo él está envuelto en un pedazo de seda perfecta y luminosa. 

Le piden que vuelva a vestirse y le dicen que le llamarán. Se viste con cuidado, sin prisa, sabe que cada minuto que pase ahí dentro aumenta las posibilidades de conseguir el trabajo. Cuando termina, sale con la cabeza alta. Fuera aún hay algunos como él, esperando mostrar el torso berniniano.

Dos días pasan hasta que recibe la esperada llamada. La sesión fotográfica será el próximo jueves a las ocho. Por descontado, él ya conoce los preparativos a los que debe someterse. Una dieta de carnes magras y verdura, litros y litros de agua, cremas, mascarillas, depilación... Lo ha hecho más veces, conoce bien el precio de ser perfecto.

El miércoles por la tarde, de camino a casa desde el gimnasio, cruza el parque. No suele hacerlo porque en el parque no hay tiendas ni escaparates, pero la calle principal está cortada por obras y éste es el camino más corto hasta su apartamento. Camina más deprisa de lo normal, pues no hay nada que le distraiga en su caminar, al menos así es hasta que alcanza el lago. Junto al puente más pequeño, hay un chico sentado en un banco, leyendo un libro. No sabe por qué se ha fijado en él. Tiene el pelo castaño y ondulado, con algunas canas. Los ojos son azules, pero usa gafas para leer, con lo que no puede verlos bien. Va vestido de manera común, con una cazadora de piel, pantalones de pana en color beis y unos zapatos marrones. No hay motivo para detenerse ante él. 

El chico debe tener treinta y tantos, y sonríe mientras lee. Y, cuando sonríe, se le enmarcan la boca y los ojos con pequeñas arruguitas. Tiene unas manos bonitas y masculinas. Aunque está sentado en una postura algo encorvada, se le adivina un cuerpo atractivo. De todos modos, está muy lejos de ser perfecto.

Cuando pasa por delante del chico que lee, su distracción le cuesta un tropiezo. Cae de bruces delante del chico imperfecto, que se levanta del banco para ayudarle. Le sujeta por el brazo y le pregunta, mientras él se incorpora, si se encuentra bien. Le abruma la vergüenza y no sabe qué decir. Asiente con la cabeza y trata de no mirar a su benefactor. En un instante, los ojos le desobedecen y se alzan a comprobar la sonrisa que se dibuja en su cara, y el brillo de los ojos azules tras las gafas. Es curioso que vea los ojos en lugar de buscar su propio reflejo en los cristales graduados. Aún nota la mano del desconocido sujetándole el brazo. Se suelta y se sacude la tierra de los pantalones. Le da las gracias muy bajito, sin poder apartar la mirada de él. Y ve cómo se sienta de nuevo en el banco, cómo agarra el libro, cruza las piernas y vuelve a su lectura, con los ojos puestos en las páginas y las manos acariciando la tosca encuadernación. 

Al llegar a casa, se mira en el espejo de la entrada, el ovalado de marcos en plata, y se descubre un rasguño en la mejilla izquierda. No sebe ser mayor que una cereza pero a él le parece tan grande como una manzana. Mañana es la sesión de fotos y se ve como un jarrón roto, como un lienzo arañado. Por descontado que con un poco de maquillaje y algunos retoques no se verá, pero él sabe que está ahí, su imperfección temporal, su defecto repentino. Por un momento, piensa en el desconocido del parque. ¿Cómo lo hará él? ¿Cómo podrá vivir sabiendo que no es perfecto?


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