sábado, 24 de marzo de 2012

Viaje a Cuatro. Cuatro: El Bradbury



La última mañana de viaje a bordo del crucero la pasé en la cama con Tya y mis píldoras amarillas a mano. No me apetecía salir de la cabina, no quería cruzarme con Holbein y tener que fingir que nada había sucedido el día anterior. Pedimos el desayuno por el transmisor y nos lo trajeron al camarote. Después de saciar todas y cada una de nuestras necesidades fisiológicas, Tya se levantó y se metió en la ducha. Tenía que estar en el puente en media hora, así que por desgracia tendría que pasar el resto del día, y del viaje, solo. 

Pregunté a Tya a qué hora llegaríamos a Cuatro.

- La llegada está prevista para las seis y cuarto, eso si los vientos lo permiten, claro.
Había oído hablar de las ventiscas marcianas muchas veces, de las tormentas de arena y de cómo estas cuestiones meteorológicas afectaban la llegada y la partida de naves y el trabajo o las maniobras en la superficie del planeta. Por este motivo los japoneses habían diseñado los s-lavs de modo que su estructura y sus circuitos estuviesen provistos de una cobertura especial, fabricada con componentes orgánicos al cien por cien, que evitaba que la tierra u otras partículas en suspensión pudiesen dañarlos. El hombre no podía permanecer en la superficie de Cuatro, pero los s-lavs podían moverse con relativa agilidad sobre las mesetas marcianas, cavar, extraer metales, construir edificios y maquinaria, reparar dichas construcciones… e incluso servirte una copa de licor al final del día.
- ¿Y qué voy a hacer aquí solo hasta las seis y cuarto? – le dije a Tya con aire infantil desde la cama, mientras ella se duchaba.
- Hay montones de mujeres ricas a bordo que seguro estarán encantadas de cuidarte hasta entonces. – gritó desde la ducha - Y hay montones de botellas de licor en el bar.
- Sabes que no puedo beber hasta que me agencie un nuevo estómago.
- Pues ve a jugar al Cubo-6 con el viejo.
No contesté. El viejo había estado husmeando en mi cabina el día de ayer como si nada. Ese jodido viejo borracho y fisgón. 

Tya salió de la ducha, se secó cuidadosamente y se puso el uniforme. Me miró y me dijo:
- Ha sido un placer, agente 4815. 
La besé y la dejé ir, a mi pesar. Era preciosa.
Decidí que, ya que iba a quedarme allí el resto del día, volvería a estudiar los papeles sobre Jean y Paul Swanson, los estúpidos turistas desaparecidos en Cuatro. Me senté junto al escritorio y empecé a remover los documentos sin saber muy bien lo que buscaba. Mendes había dicho en su nota que los americanos habían llegado a salir del Bradbury. Aquello no encajaba por ninguna parte. Dudo mucho que los gringos llevasen trajes espaciales en su equipaje, así que era imposible que salieran a la superficie del planeta tal cual, a que les diese el aire. Y si habían llegado a subir al transportador que les debía conducir a la nave, no era posible que se hubiesen bajado del mismo por el camino. Algo olía a podrido en todo aquello. Pensé que leer de nuevo la nota de Mendes me refrescaría la memoria. La busqué entre los mapas, los documentos de reserva, los permisos interespaciales y demás papeles. Nada. Juraría que estaba allí, no recordaba haber tirado la nota ni haberla destruido, aunque tampoco era imposible. Intenté hacer memoria. Mendes hablaba en su nota de una tal Giada Bianco. Supongo que debería hablar con ella nada más llegar al Bradbury. Quizá ella podría aclararme algunas cuestiones o, al menos, decirme en qué momento se vio a los Swanson por última vez.
A la una y media activé la tarjeta y fui a comer al restaurante. Había ensalada de alga morada, hamburguesa y helado de bayas. No parecía ser un menú peligroso para mi estómago dolorido. Comí solo, sumido en mis pensamientos, intentando recordar lo que pude de aquella nota que Mendes había añadido al sobre ocre y que había desaparecido como por arte de magia. Alguien me tocó el hombro. Era el viejo.
- Ayer no viniste a jugar, cobarde llorón.
- Me dolía mucho el estómago. – dije sin levantar la vista del plato de ensalada.
- Por cierto… ¿qué tal las píldoras que te dio Ivanov? ¿Te encuentras mejor hoy o vas a seguir lloriqueando por mi nave como una niña?
Hablaba como si nada hubiese pasado el día anterior, salvo que yo no había ido a jugar al maldito Cubo-6 con él.
- La verdad es que me encuentro mejor, comandante Holbein. Tengo unas ganas locas de llegar a Cuatro.
-  Ya veo. Bueno, disfruta de la comida. Y si necesitas algo…
-  Gracias. Lo haré, comandante. – Respondí secamente.
No me levanté de la mesa para estrecharle la mano ni nada parecido. Y, por supuesto, no pensaba volver a llamarle Verner. De algún modo, el trato protocolario me ayudaba a alejarle aún más de mí. Me dolía tener que despedirme así del que había sido mi compañero de fatigas los días previos, aquel con quien tantos buenos ratos había pasado a bordo del Halley II, pero he de reconocer que siempre he sido un ser orgulloso a la par que rencoroso. Y estas dos grandes virtudes, herencia de mi difunto padre, a veces me convertían en un ser realmente despreciable. 
Después de comer, fui al camarote a recoger las escasas pertenencias que había traído conmigo. Recogí la poca ropa que llevaba y el neceser. Guardé los papeles en su sobre y lo metí en la bolsa de lona que había traído de Delhi junto con lo demás. Luego me acosté un rato tratando de no pensar en la amarga despedida con la que había despachado a Verner. Amargor  que pasó rápidamente al recordar su allanamiento e intromisión. En cuanto a  Tya, supuse que la vería antes de dejar la nave y que aún tendría tiempo de besarla de nuevo.
A las cinco y media todos los pasajeros del crucero fuimos informados mediante las pantallas holográficas del inminente aterrizaje en la superficie de Cuatro. Se nos pedía tener el equipaje y la documentación preparados. También se nos indicaron las medidas de seguridad a seguir durante los siguientes cuarenta y cinco minutos a bordo, así como el código de activación necesario para acudir a la cubierta principal cuando llegase el momento de abandonar el crucero. 
De acuerdo con la previsión, el tiempo en Marte ese día era relativamente apacible, con vientos de sesenta nudos, que en Cuatro no era gran cosa pero que en Tres habría conllevado la etiqueta de huracán. Tal y como estaba previsto, a las seis y cuarto tomábamos tierra marciana. El Halley II posó su enorme culo en la pista de despegue y aterrizaje número seis de la base aeroespacial de la AIAT en Marte. A su lado, el Halley esperaba para partir hacia la Tierra ese mismo día, tripulado por los mismos oficiales que nos habían traído a Cuatro. El Halley II se quedaría aquí una semana para ser puesto a punto por los s-lavs antes de nuestro regreso a Tres.
Se nos pidió que acudiésemos a la cubierta principal. Salí de la cabina y usé la tarjeta de códigos por última vez. Una vez en la cubierta,  vi a la señora García y a su marido, que se encontraban a pocos metros de mí. Los s-lavs organizaban a los pasajeros en grupos de doscientas cincuenta personas, de acuerdo con la capacidad de  aquellas enormes naves de transporte. Por supuesto, también tenían en cuenta la clase en la que viajaba cada pasajero. Vi a Tya hablando distraídamente con Holbein mientras coordinaban la salida de los viajeros y deseaban buen viaje a todo el mundo. No tuve valor suficiente como para acercarme a su zona de acción. No pude volver a hablar con ella. 
Diez minutos más tarde me encontraba en mi nave de transporte, que tardaría aproximadamente cuarenta minutos en llegar al Bradbury. A través de mi ventanilla podía ver la superficie marciana muy de cerca. Sin duda era una sensación sobrecogedora. Pensé en los cientos de veces que había enseñado catálogos y folletosa nuestros clientes, recomendando no perderse esto o aquello, sin tener ni la más remota idea de lo que hablaba. Realmente era un paisaje impresionante: tierra roja, cielo rosa. Los vientos levantaban polvo y rocas a nuestro paso, golpeando el transporte unas veces, sacudiéndonos levemente otras.
La magnificencia del hiperbólico Bradbury se hizo evidente mucho antes de llegar al mismo. Sobrevolamos el Valles Marineris, donde se hallaba el hotel. El transporte entró suavemente en uno de los hangares de la cara norte del edificio. Todas las cubiertas de hangares que poseía el edificio, doce en total, se encontraban en la cúpula del mismo, en cuatro niveles diferentes. Una vez dentro del hotel, se accedía a la recepción mediante los rápidos ascensores. Intenté pensar en qué momento o lugar del trayecto podrían haberse esfumado los americanos y no logré dar con una sola teoría factible.
En la recepción, un cuantioso grupo de obedientes s-lavs, así como algunos agentes humanos de Across Stars que trabajaban en el hotel,  nos esperaban para recibirnos, hacernos un poco la pelota, recoger nuestro equipaje y acompañarnos a nuestros humildes aposentos. Mientras la diligencia robótica se esmeraba por organizar y atender a todo el mundo, yo buscaba con la mirada a Giada Bianco, que imaginé debía andar por allí. Lo que no había imaginado es lo enorme que iba a ser aquel lugar. Kilómetros y kilómetros de resplandecientes suelos que se extendían allá donde alcanzaba la vista. Había ocho mostradores de unos seis metros de largo cada uno donde los ajetreados recepcionistas, biónicos y orgánicos, atendían las peticiones de los turistas recién llegados al complejo. 
Un s-lav me acercó mi bolsa de viaje y me indicó que esperara en la fila del tercer mostrador. Le obedecí sin dejar de otear el horizonte en busca de Giada Bianco, aunque no tenía ni idea de su aspecto. En la fila, delante de mí, lo que supuse sería una pareja de recién casados se hacía arrumacos de forma casi indecente. Cuán efímero solía ser aquel estado de embriaguez amorosa. Luego, eso sí, quedaba el cariño, el respeto – si alguna vez lo había habido – , la tan necesaria rutina, y cogerse de la mano en la consulta del médico.
La verdad es que, teniendo en cuenta la cantidad de personas que había en aquella gigantesca recepción de hotel, la cosa fluyó con ligereza. El procedimiento de ingreso en el hotel era rápido y sencillo. A los huéspedes recién llegados se les pedía la tarjeta identificativa correspondiente y se les hacía un escaneo de huellas dactilares. Una vez comprobada la reserva, se hacía entrega de una llave electrónica codificada, muy parecida a la que se usaba en el crucero. Luego, un s-lav acompañaba al visitante en cuestión al ascensor y le indicaba el camino a su habitación. En pocos minutos fue mi turno en el mostrador. Una chica que aparentaba tener no más de dieciséis años me sonrió desde detrás del mismo. Tenía el pelo oscuro, los ojos marrones y unos labios gruesos y rosados. 
- Buenas tardes, señor. Bienvenido a Cuatro. Soy la agente número 6312 de Across Stars. Es mi deseo que tenga usted una excelente acogida en el Bradbury Cristal Palace ¿Puedo ver su tarjeta identificativa, señor?
Me hizo gracia que se hubiese aprendido toda aquella retahíla de memoria y que se la soltase a cientos de personas con la misma sonrisa en la boca. Recordé que yo también hacía algo parecido en la agencia de Delhi, eso sí, con menos ganas y sin sonrisa. Lo mío era más bien vomitar palabras. Le extendí mi tarjeta para que pudiese pasarla por el lector. En el momento en que mi foto y todos mis datos personales aparecieron en su pantalla holográfica le cambió el gesto y se borró su sonrisa.
- Señor… ¿podría acompañarme, por favor?
Me extrañó que aquella agente adolescente hubiese sido previamente informada de mi llegada, pues la nota de Mendes no mencionaba a nadie más a parte de la tal Giada Bianco. Sin embargo, no hice preguntas y  seguí sus pasos hasta una salita reservada. Cerró la puerta y me tendió la mano en un gesto solemne que casi me hizo reír viniendo de alguien tan joven.
- Soy Giada Bianco, bienvenido al Bradbury, agente 4815.
Me quedé de piedra. Así que esa cría era la agente a la que se refería Mendes. Era a esa chiquilla a quien yo debía acudir al llegar a Cuatro. Por más que la miraba no podía creerlo. Debía medir poco más de metro y medio y tenía en la mirada esa chispa propia de la edad en que uno aún no sabe mucho de la vida. Sin embargo, parecía una persona inteligente y responsable. Sin duda debía serlo si estaba trabajando en un hotel en Marte y encima era una empleada de confianza del gran jefe. Le estreché la mano aún alo confuso.
- Un placer. – No sabía qué más decir. ¿Acaso debía contarle a aquel proyecto de mujer la misión secreta por la que me encontraba allí? ¿O ya la sabía?
- Ahora vaya usted a su habitación y descanse. Si le parece, mañana podemos reunirnos después del desayuno aquí mismo y decidir por dónde empezar. Nadie más sabe de su presencia aquí, así que no vaya por ahí comentando… cosas. Si algún curioso le pregunta, está aquí como inspector de seguridad. ¿Tiene el sobre?
Mientras escuchaba a aquella chiquilla darme órdenes como si fuese un auténtico estúpido, me pareció estar oyendo a mi madre. 
- ¿Qué? Ah, sí… el sobre… sí, eh… está en la bolsa.
- ¿No lo ha destruido?
- No.
- Debía destruirlo, contiene información confidencial. 
Lo dijo en un tono desagradablemente amonestador. Me reprendió como si fuese una maestra y yo un niño que hubiese olvidado hacer los deberes. En ese momento recordé a Holbein fisgoneando entre los papeles, pero no dije nada.
- Lo siento, nadie me dijo que debiese destruir nada. – Respondí.
- Destrúyalo. Destrúyalo todo. Y no hable con nadie. Hasta mañana por la mañana.
Hizo un gesto al s-lav que había junto a la puerta para que me acompañase. Éste cogió mi bolsa de lona y se dirigió de nuevo a la recepción, camino de los ascensores. Salí tras él, aún molesto y herido en lo más profundo de mi ego masculino.
Mi habitación estaba en la planta ciento ocho. El s-lav abrió la puerta y me hizo entrega de la llave electrónica y de mi equipaje. Me deseó una feliz estancia y se retiró. Era un dormitorio grande y lujoso. Había una enorme cama, mayor aún que la del crucero, mesillas de noche, un amplio armario, muebles caros, dos sofás de gato grises y mucho espacio. El baño era también de gran tamaño, con todo tipo de comodidades, como era de esperar. Había también una zona de relax, con pantalla holográfica gigante, Red incorporada y mini-bar. En la pared, cuatro pequeñas ventanas por las que se veía el rojo escaparate marciano. No es que me apeteciera estar allí, pero al menos estaría cómodo el tiempo que durase aquella pesadilla.
Tomé mi segunda píldora amarilla. El dolor ya casi había desaparecido del todo, pero pensé que debía hacer caso a Ivanov y tomar las tres. Además, no quería que el dolor volviese por sorpresa. Después abrí  mi bolsa y repartí su escaso contenido por la habitación: la ropa en el armario, el neceser en el baño, Rojo Carmesí sobre la mesilla de noche junto con la última píldora. Cogí el sobre entre mis manos y pensé en las palabras de Giada:  «Destrúyalo todo». Sí, pero ¿cómo? No veía por allí ningún destructor de documentos. Tampoco tenía con qué quemarlos, así que los puse bajo el grifo del agua del lavabo y, cuando estuvieron completamente empapados, hice una especie de bola y la tiré a la papelera. Chapucero pero original al fin y al cabo.
Al rato, un s-lav me trajo la cena, frugal pero sabrosa. La devoré con ganas y reparé en que, aunque hubiese preferido ponerme manos a la obra nada más llegar, estaba realmente cansado. No en vano, había hecho un largo viaje hasta aquel planeta frío y desértico. Además, mi nueva jefa ya había dictaminado sus órdenes: a la cama. Me metí entre las sábanas pensando en cómo sería aquella primera noche fuera de casa, de la Tierra. Iba a dormir en otro planeta, frágilmente protegido por aquella construcción cilíndrica, a una distancia exorbitante del pedazo de roca que me vio nacer.
No suelo soñar cuando duermo, así que aquella experiencia onírica me resultó casi real. Alguien me llamaba usando mi auténtico nombre. Me llamaba insistentemente. No era alguien, había más voces, muchas voces. Me pedían que fuese con ellos, que les acompañase. Luego la imagen se unió al sonido. Una casa de madera en medio de un prado verde repleto de flores. Algunos árboles dispersos. Y más sonidos. El canto de los pájaros, el fluir del agua. Y olores: a lluvia, a lavanda, a musgo. Las voces se volvían más insistentes cuanto más me acercaba a la casa. «Ven con nosotros… ven al mundo». Desperté.
Eran las cuatro y diez, hora marciana, claro. La noche era cerrada y por los ventanucos de la habitación no se veía nada. Encendí una lamparita que había sobre la mesita rinconera junto a los sofás. Abrí el mini-bar y saqué una botella oscura. No era licor de bayas. Era Mosha, destilado de algas. No había visto una botella de Mosha en muchos años. La abrí, olía dulce, como a caramelo. Sabía que mi estómago no lo aprobaría, pero me serví una copa y me senté en el sofá, pensando en lo real de aquel sueño. Aquella casa me era familiar, aunque yo jamás vi una casa así excepto en fotografías y libros. En Tres ya no había casas, las hubo tiempo atrás, mucho antes de la Tercera Guerra. Ahora la gente vivía en departamentos más o menos estrechos, según el precio que cada uno pudiese pagar. Y los que no podían siquiera afrontar el coste de uno de aquellos espacios, por pequeño que fuese, tenían que conformarse con dormir en las casas de asilo públicas, compartiendo espacio, y a veces más cosas, con otros desheredados. Y las voces, ¿a quién o quiénes pertenecían? Algunas me resultaban conocidas, cercanas. Otras no. Lo más extraño es que yo, que ni suelo soñar ni mucho menos recordar lo poco que sueño, era capaz de evocar cada uno de los detalles de aquella alucinación nocturna. De nuevo en la cama, conseguí volver a dormir, pero no soñé nada más.
A las siete, bajé a desayunar. El comedor que me correspondía utilizar de acuerdo con el número de mi habitación rebosaba actividad. Había un descomunal bufé que ofrecía una generosa variedad de platos. Me acerqué con un plato en mi mano izquierda y me serví un pudín dulce y un jugo de bayas. Me senté en una mesa apartada y comí. Recordé que, después del desayuno, debía ver a Giada en la salita de recepción en la que habíamos hablado el día anterior, así que no me entretuve demasiado.
Giada me estaba esperando.
- Espero que haya dormido bien y que haya desayunado mejor. Hoy iremos a las minas.
- ¿Qué? ¿Qué minas? ¿Las del Rey Salomón?
Su gesto decía a las claras que no le había hecho ninguna gracia mi ingenioso comentario.
- Las minas de recursos de la zona sur, donde trabajan los s-lavs. Empezaremos a buscar a los Swanson allí.
Aquella niña repelente y marisabidilla daba órdenes como un sargento. No parecía tener la más mínima intención de consultarme nada ni de contar con mi opinión. Daba la sensación de que sabía lo que se hacía y eso no me acababa de gustar.
- Perdona… ¿no deberíamos empezar a buscar en el hotel? – Repliqué. –  Porque, que yo sepa, el transporte que lleva a los turistas del hotel a la nave y viceversa no pasa por ninguna mina.
- Ya, pero es que usted no sabe nada. No ha estado jamás aquí. ¿Verdad? Las excursiones a las minas son uno de los reclamos turísticos con los que contamos para atraer a los viajeros. – Hizo una pausa y añadió: –  ¿Y usted trabaja en una agencia?
- Aún así, sigo pensando que habría que empezar por registrar el complejo. Esto es enorme, igual se han quedado encerrados en algún lavabo.
- No. Si estuviesen en el hotel, lo sabríamos. No hay lugar donde esconderse ni en el que quedarse encerrado. Póngase el traje espacial. Le veo en el transporte en diez minutos.
No hubo tiempo para la réplica. Me vestí de pardillo con aquel incómodo traje de astronauta mientras intentaba encontrarle sentido a la visita a las minas. Además, me daba miedo, para qué engañarnos. Sería peligroso y no me apetecía nada jugarme el trasero. 
La nave de transporte nos llevó a las minas en dos horas y media. Fui sentado junto a Giada, sin hablar ni una sola palabra en todo el camino. Bueno, mejor para mí. ¿Qué clase de conversación decente podría tener con aquella mocosa marimandona? Era insufrible. Deseé encontrar pronto los cadáveres de los americanos e irme a mi casa. Apenas llevaba unas pocas horas en aquella piedra roja y ya me dolía la cabeza. Y echaba de menos a Tya. Y también a Verner.
Las minas se hallaban situadas en una zona montañosa en el hemisferio sur del planeta. Por supuesto, allí no había opulencia alguna. Me pregunté cómo a un turista podría apetecerle ir a ver aquel lugar inhóspito, donde las comodidades y los lujos no existían. Aunque lo más seguro es que echasen un par de fotos desde el transporte para luego volver a inflarse de comida y bebida al Bradbury. Yo, sin embargo, iba a tener el privilegio de hacer una visita mucho más completa a las instalaciones mineras con la inestimable compañía de la Signora Bianco, que tan agradable iba a hacer mi estancia en Cuatro.
Años atrás, antes incluso de trabajar para Mendes, yo ya estaba informado de la existencia de las minas de recursos en Marte. De hecho, sin su existencia no habría sido posible la construcción de la base aeroespacial de la AIAT, como tampoco hubiese sido posible el levantamiento de ninguno de los complejos turísticos de Cuatro. De las minas se extraía buena cantidad de los minerales necesarios para acometer dichas empresas arquitectónicas. Además, existían también minas de extracción de agua sólida en el Polo Sur, de donde procedía el total de los recursos hídricos de que hacían uso los humanos en el planeta. 
Los primeros en descubrir los yacimientos, así como en diseñar los dispositivos necesarios para explotarlos, fueron los chinos. La creciente inversión en exploración espacial que había tenido lugar desde antes de la Tercera Guerra, y que había crecido sustancialmente gracias a las ganancias económicas obtenidas en la misma, había sido crucial para alcanzar dicho descubrimiento. Sin embargo, y como ya he comentado anteriormente, las extracciones de recursos no fueron posibles hasta que los japoneses pusieron los s-lavs en el mercado, pues era imposible llevar a cabo ese trabajo siendo sólo un humano.
Así pues, los s-lavs llevaban todo el peso de aquel duro trabajo a sus espaldas. Trabajaban día y noche en la extracción, recolección y distribución de los recursos marcianos, algunos de los cuales se enviaban a Tres mediante el uso de naves de mercancías que, a diferencia de los cruceros de viajeros, tardaban casi un mes en llegar a la Tierra, de donde apenas podía ya extraerse nada. Ya no había combustibles fósiles, el agua era tan escasa que debía reciclarse continuamente, y los minerales que antaño habían abundado eran entonces un recuerdo.
Dos s-lavs nos recibieron en la entrada de las minas y nos condujeron hacia la cabina de transporte, que no era más que una vagoneta sofisticada que iba guiada por unos raíles a través de los túneles excavados en la tierra. Ni siquiera dentro de la cabina se nos autorizó a quitarnos el traje espacial. Aún no comprendía qué narices pensaba Giada que podríamos encontrar allí. Pareció leerme el pensamiento:
- Haremos el mismo recorrido que hacen los visitantes. Tenemos que ser buenos observadores. Si viese algo extraño, dígalo y haremos que paren la cabina de transporte para inspeccionar mejor.
-  ¿Pueden bajar los turistas de la cabina durante la visita?
-  No.
-  Entonces…
-  Simplemente use sus ojos. Tampoco es pedir tanto.
Después, dirigiéndose al s-lav que nos acompañaba, dijo:
-  Adelante.
Aquello empezó a moverse despacio. Funcionaba con energía solar, según nos dieron a entender. Poco a poco, fue tomando mayor velocidad. Allí no había nada que ver, sólo paredes y túneles excavados en la tierra, de un color rojo intenso. De vez en cuando, algún puesto de extracción o demolición, s-lavs trabajando y poco más. ¿Qué se supone que debía ver en aquella penumbra? ¿Quizá algún pasadizo secreto que nos llevase al Nautilus? Aquello era absurdo. Giada miraba a un lado y a otro como si pensase encontrar algo importante; yo miraba al vacío, pensando que los huesos de los Swanson difícilmente estarían por allí.
Media hora después, se acabó el viajecito en vagoneta. Las minas eran enormes, pero obviamente a los turistas se les enseñaba sólo un pedacito, lo suficiente como para volver a casa con una anécdota más que explicar. Por supuesto, ni los americanos ni sus restos aparecieron por ningún lado. Claro que, si habían estado allí tal y como Giada dijo, tampoco habrían podido darse una vueltecita solos por los túneles. ¡Qué perdida de tiempo!
Volvimos al Bradbury. Por el camino, no le dije nada a Giada del fracaso de nuestra expedición. Ella ya sabía que todo aquello de las minas me había parecido una tontería desde el principio, así que tampoco era cuestión de hacer sangre. Necesitaba relajarme un poco, por lo que, haciendo uso de mi tarjeta, me dirigí a una de las salas de juegos del hotel. Habría ido al bar, pero no me pareció inteligente dar más alcohol a un estómago ya de por sí tan maltratado. De camino, vi a Giada hablando muy bajito, como entre susurros, con otro agente de Across Stars en uno de los pasillos. No se por qué, pero me oculté instintivamente tras una de las esquinas. Intenté ver sin ser visto. El hombre con el que hablaba la señorita Bianco era un tipo alto y enjuto, y tenía una de esas caras “de malo” que a veces ve uno en las películas. Miraron a los lados como si temiesen que alguien viese lo que fuera que estuviesen a punto de hacer. Giada sacó su tarjeta del bolsillo derecho de su chaqueta de uniforme y abrió una puerta blanca que había al fondo del corredor. Volvieron a mirar a su alrededor y, tras comprobar su clandestinidad, entraron en aquella misteriosa habitación. 
Tuve un impulso de ir a ver qué hacían, pero luego pensé que quizás estuviesen… intimando. Al fin y al cabo, ¿quién no había intimado alguna vez con algún compañero o compañera de trabajo en el armario de las escobas? Reí interiormente. Luego pensé que a lo mejor podría quedarme allí y esperar a que saliesen del cuarto. Pero la idea de esperar por quién sabe cuánto tiempo no me pareció demasiado atractiva. En medio de estos pensamientos, la puerta se abrió. Sus caras eran tan serias como al entrar. Definitivamente, no habían estado jugando a médicos ahí dentro. Además, apenas habrían pasado más de cinco minutos. Y por si eso fuera poco, el tipo enjuto llevaba en la mano una bolsa grande de plástico blanca que yo no había visto antes. Giada lo miró con semblante serio y le dijo en voz baja pero firme:
- Destrúyelo. Destrúyelo todo.

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