A las siete de la mañana alguien aporreaba la puerta de mi apartamento como si del fin del mundo se tratase. Me levanté a regañadientes y, tras tropezar repetidas veces con mi desorden congénito, abrí. El hombre que se hallaba ante mí no parecía ser la clase de persona que atiende a razones. Vestía un traje sintético gris, una insulsa camisa blanca, corbata y gesto de desaprobación. Asía un portafolios del que sacó un enorme y abultado sobre en color ocre. Sin presentarse ni saludar, me tendió el sobre y me dijo:
- Ocho en punto. Puerto Oeste. Cubierta seis. Hangar doce.
Cuando mi lengua y mi cerebro se pusieron de acuerdo y me dispuse a hacer
preguntas, el hombre ya se había esfumado.
Aún soñoliento, dejé caer el sobre al suelo y me dejé caer a mí mismo sobre
mi diván. Me habría encantado tener una auténtica cama, pero ni podía pagarla
ni había espacio en mi cuchitril donde poder alojarla. El diván era un mueble
versátil, podía utilizarse a modo de pseudo-cama, a la manera de un sofá, o incluso
como improvisado galán de noche. De hecho, el diván era el más caro de los tres
muebles que había en el apartamento. Los otros dos eran una mesita de plástico
en color crema y un taburete de tres patas de las cuales cojeaban dos.
A las ocho menos veinte entreabrí el ojo izquierdo y recordé súbitamente al
hombre del traje gris.
-
¡Mierda!
Salí de casa como un obús, vestido con mi mejor traje pero con mi camisa
más arrugada. De hecho no había planchado una sola camisa en mi vida. Llevaba
el sobre bajo el brazo a modo de carpeta y una bolsa de lona azul con lo poco
que había podido guardar en apenas unos minutos colgada del hombro izquierdo,
aunque bien es cierto que tampoco había demasiadas posesiones que poder guardar.
Más tarde me daría cuenta de que en realidad no habría hecho falta llevar nada,
pero dado que mi viaje a Cuatro era algo así como un castigo por no tirarme a
Simona, no se me había ocurrido pensar que disfrutaría de ningún tipo de
comodidad.
Al salir del edificio en el que se encontraba mi pequeñísimo espacio vital,
la luz del sol me golpeó la vista con dureza. Hacía bastante calor. No en vano
estábamos en pleno marzo y las temperaturas, aunque sin ser las propias del
estío, rozaban ya los treinta y cinco grados. Corrí hasta la cinta transportadora
como alma que lleva el diablo. En ese momento pensé en lo bien que me habría
ido tener un hidrobólido como el del jefe, y no tener así que usar el
transporte público para la plebe. Me costó unos segundos poder subir, pues en
hora punta aquello era tarea difícil. Una vez en la cinta y dentro del túnel,
el aire acondicionado hizo más llevadero el trayecto.
Tardé aproximadamente diez minutos en llegar al puerto y otros cinco en
localizar la cubierta número seis. Mi camisa estaba aún más arrugada y mi sudor
la empapaba casi por completo. Miré a un lado y a otro intentando encontrar el
hangar número doce. La multitud tapaba mi campo de visión y entorpecía mis
pasos. Me abrí camino como pude a golpe de codo, una técnica que había
aprendido cuando aún era un renacuajo y quería ser el primero en salir de la
escuela. Una señora entrada en carnes me bloqueaba el paso. Después de pedirle hasta
tres veces que se apartase, y sin tener éxito alguno, la empujé yo mismo, no sin esfuerzo. Por
desgracia así sí conseguí llamar su atención y ser objeto de variados insultos.
Eran las ocho y diez cuando vi el letrero holográfico. Me hice paso como
pude hasta alcanzar la cubierta. Allí estaba el Halley II, que me llevaría a mi
destino en Marte, a punto de partir. Ante la compuerta principal, una mujer con
uniforme rojo e insignia de Across Stars me identificó mediante el escáner de
mis huellas dactilares para posteriormente buscarme en la lista del pasaje. Miró
varias veces su listado, parecía no tener prisa alguna a pesar de que hacía ya
varios minutos que la nave debía haber partido. Por un momento pensé que a lo
mejor me libraría de aquel suplicio si mi nombre no se encontraba en aquella
pequeña pantalla. Tras unos segundos que se antojaron eternos, se hizo a un lado
y, con un gesto indiferente, me hizo cruzar el puente de embarque. La compuerta
se cerró ruidosamente tras de mí.
El Halley II era una copia casi exacta de su hermano mayor. Ambos habían
sido diseñados por la AIAT, la Agencia de Ingenieros Aeroespaciales de Tres,
que durante décadas se había ocupado de la investigación y el desarrollo de los
viajes interplanetarios con propósitos turísticos y también militares. El
crucero tenía capacidad para unas dos mil quinientas personas, sin contar la
tripulación, que suponía alrededor de unas doscientas más, así como de unos
ciento veinte s-lavs. La nave era gigantesca y ofrecía todo tipo de comodidades
a bordo, lo cual no resultaba baladí tratándose de un viaje que duraría más de
una semana. Aunque es cierto que, con las recientes mejoras en los sistemas de propulsión
y navegación, al menos ya no había que
pasarse meses en el espacio para llegar a Marte.
Al entrar en la nave, una azafata de la compañía me ayudó a buscar las que
serían mis dependencias durante los días que iba a durar el trayecto. Cabina
sigma-tres, primera categoría. Una vez más, no salía de mi asombro al comprobar
que, aunque desterrado, había sido bendecido con los lujos de un marqués. El
camarote era amplio y confortable. Una cama auténtica, un guardarropa
espacioso, un escritorio, conexión de Red vía satélite, e incluso un pequeño
ojo de buey por el que contemplar las estrellas, de las que acabaría harto poco
después.
La azafata me extendió una tarjeta electrónica con una serie de códigos y luego
se retiró al comprobar mi expresión de aprobación, no sin antes desearme un
feliz viaje y recordarme que estaba a mi disposición para cualquier cosa que
pudiese necesitar durante el mismo. Apunté mentalmente aquel tentador ofrecimiento.
Solté la bolsa de lona sobre la cama y la abrí con desgana. Saqué lo poco que
había dentro: dos pantalones, dos camisas, una camiseta, ropa interior y un
pequeño neceser de baño que contenía lo indispensable. Saqué también el último
volumen de Rojo Carmesí, que no había
acabado de leer. Guardé las cosas en el armario, que por su minimalista aspecto
parecía haber sido víctima de un saqueo. Entonces recordé el sobre de color
ocre. Aún estaba cerrado. No dejaba de ser curioso que no me hubiese interesado
lo más mínimo por su contenido hasta ese momento, claro que con las prisas
podía dar gracias por haber encontrado el transbordador a tiempo.
Rasgué la solapa y ojeé el interior. Le di la vuelta y dejé caer el
contenido sobre la cama. Había documentos, mapas, pases con mi nombre y una
buena suma de dinero en moneda internacional. Debo reconocer que el dinero
captó mi atención durante varios segundos. Aquella cantidad superaba sin
problemas mi salario de dos años enteros y yo seguía preguntándome qué narices
querría el viejo Mendes de mí para haberme mandado a Cuatro en crucero de lujo
con todo pagado y los bolsillos a rebosar. Empecé a dudar que aquello fuese un
castigo por no haber cedido al hambre sexual de la despampanante Simona. Allí
había gato encerrado.
Cuando volví a la realidad, guardé de nuevo todo el contenido en el sobre.
Estaba cansado y no me apetecía leer toda aquella farragosa documentación en
aquel momento. Ya habría tiempo de hacerlo. Al fin y al cabo el viaje duraba
varios días, así que no había prisa alguna por mi parte. Sin embargo, al ir a
guardar los papeles, vi sobre la cama una especie de nota escrita a mano y
dirigida a mi persona. Debía tratarse de alguna especie de indicación,
instrucciones sobre qué hacer en Cuatro cuando arribase. Leí lo que decía:
«Estimado
agente 4815., representante de la prestigiosa compañía Across Stars:
Se encuentra
usted en misión de búsqueda e investigación. Hace dos semanas, nuestro crucero
interplanetario Halley regresó a Tres con dos pasajeros menos. En un principio
se pensó que los turistas desaparecidos habrían ampliado sus vacaciones en Cuatro y
que seguramente regresarían en el siguiente vuelo. Nadie se extrañó lo más
mínimo hasta que el Halley II volvió de Cuatro una semana más tarde sin su
presencia. Nuestros agentes en el Bradbury afirman que abandonaron el hotel el
día en que estaba previsto su regreso a la Tierra y que incluso se les vio a
bordo del transporte.
Se desconoce su
paradero. Debemos ser rápidos y discretos. Está en juego la reputación de la
compañía y es por ello que se le encarga dicha tarea a un simple agente como usted
en lugar de a un investigador formado y experimentado. No es conveniente para la compañía que se difunda
esta información. Junto a esta nota se
le hace entrega de toda la documentación necesaria para su tarea, así como de
recursos monetarios y de su pase de agente, que le abrirá todas las puertas
necesarias. Si necesitase cualquier otra cosa, pídasela a la señorita Giada Bianco,
agente en la recepción del Bradbury. No hable con nadie más. No la cague.
Excelentísimo
Sr. Leonardo Mendes Di Maria.»
Así que de eso se trataba. Sí era un castigo, sí era una penitencia. Buscar
a dos turistas perdidos en Marte. ¿Perdidos dónde? En Marte no había donde
perderse. Y por tanto no había donde buscar. Era una maldita roca roja,
mayormente desconocida, donde los seres humanos habían ido a jugar al Monopoly. Nadie salía de su hotel. No se
podía respirar fuera de las instalaciones, ni caminar. No había lugar al que
ir. Sólo se salía del hotel en una nave de transporte hasta el crucero para
partir de regreso a Tres. Entonces, ¿qué había pasado con aquellos dos? ¿Se los
habría tragado la tierra?
Metí la nota en el sobre junto con el resto de la documentación. Ahora sí
que no tenía ningunas ganas de leer el resto, y menos aún de aterrizar en
Cuatro para quedarme allí, en el exilio, quién sabe por cuánto tiempo. Además,
yo sólo era un agente de viajes interespaciales. Me pasaba el día expendiendo
paquetes vacacionales. «Sí, señora, Cuatro es un lugar precioso, le encantará.»
«No se preocupe, señor, en Cuatro también podrá usted jugar a cubo-6». ¿Qué
pintaba yo jugando a ser detective? Nada. Sencillamente nada. Pero sí tenía
claro que iba a aprovechar cualquier privilegio a mi alcance tanto en el
crucero como en Cuatro.
Me desnudé y me metí en la ducha. Abrí el grifo y el agua brotó en
abundancia. Aquello si que no lo había visto en la vida. En casa tenía un
sistema de depuración cíclica de aguas que me permitía ducharme una vez cada
tres días, pero el agua caía en un hilillo fino que apenas daba para dos o tres
minutos de aseo. Y podía darme por satisfecho. Conocía a mucha gente que debía
hacer uso de los baños públicos o incluso de cabinas de aseo en seco por no
disponer de ducha propia en sus departamentos. En el Halley II, sin embargo, el
agua no parecía ser un problema. Claro que siendo un crucero de lujo, faltaría
menos. Pude quedarme bajo el generoso chorro hasta seis minutos.
Encontré una especie de chándal sobre la banqueta del baño. Llevaba el
sello corporativo y mi número de pasajero. Me pregunté si debía ponérmelo y si
todos los demás viajeros lo llevarían también. No quería hacer el ridículo
paseándome con aquello entre gente de nivel vestida con esmoquin, pero el suave
tacto de la tela sintética me resultó demasiado apetecible como para volver a
enfundarme en un incómodo traje. Me lo puse y me calcé también unas zapatillas
que encontré junto a la puerta. Lo más probable es que aquel atuendo fuese sólo
para estar en mi cabina. Sí, debía serlo, pues era incapaz de imaginar a la
clásica señorona de moño y sortija tomándose un cocktail vestida con aquel pijama de Across Stars.
Me estiré en la cama. Era realmente confortable. Y grande. El doble que mi
diván, tanto de largo como de ancho. Estirar las piernas era posible, estirar
los brazos también. Rodé a un lado y a otro. Hundí la cabeza en la almohada. Me
tapé con aquellas sábanas frescas y suaves. Me dormí pero no soñé. Sólo había
oscuridad y silencio. Me mecían, me acunaban. Me sentí más cómodo de lo que me
había sentido jamás y creí que dormiría allí durante años, o al menos podía intentar
hibernar hasta llegar a Cuatro. Sin embargo, desperté tan sólo dos horas más
tarde. Me acerqué a la pantalla holográfica que había tras la compuerta. Se
informaba de los horarios de las comidas, de los servicios a bordo y del
protocolo de seguridad en el crucero.
Consulté mi reloj. La una menos cuarto. Aún había tiempo de explorar un
poco antes del almuerzo. Me vestí decentemente y salí de mi cabina haciendo uso
del código de pasajero que me había facilitado la azafata unas horas antes.
Cerré la compuerta y miré a ambos lados del pasillo. En la misma tarjeta
codificada aparecían otras series numéricas que activaban las rutas en los
pasillos. Si uno quería ir al comedor, pulsaba siete-tres-uno; para visitar la
sala de juegos, seis-nueve-dos. Pero ahora sólo quería explorar un poco, dar un
paseo por la nave para hacer tiempo hasta la hora de comer.
Uno de los códigos conducía al bar. Decidí que sería un buen lugar por el
que empezar. Al introducir el código correspondiente se activó el sistema de
guía. Sólo había que seguir las líneas iluminadas en el pasillo para llegar al
destino. No estaba lejos, lo cual era bueno, pues seguramente muchos de mis
días a bordo empezarían y terminarían aquí. El bar era coqueto y acogedor,
aunque quizá la decoración fuese algo recargada en comparación con la
funcionalidad de mi cabina. Había música en directo. Un tipo vestido con un
espantoso traje verde cantaba clásicos de ayer y de siempre. Me acerqué a la
barra y pedí una copa. El camarero s-lav atendió mis deseos obedientemente y yo
pude disfrutar del licor sin prisas. Alguien me habló:
-
Por suerte para
todos, el licor de bayas aún no escasea.
Era una auténtica preciosidad. Llevaba un uniforme de tripulante, pero no
era una azafata.
-
Me llamo Tya.
Jefa de operaciones Tya Pearson.
Me tendió su mano a modo de saludo. Se la estreché sin dejar de mirar
aquellos ojos verdes que parecían irreales.
-
Soy…
-
Ya sé quién es.
El enviado de Mendes, ¿cierto? Tuvimos que buscarle un sitio a bordo a última
hora. Insistió muchísimo. No dijo por qué, pero imagino que será importante.
¿Es la primera vez que viaja a Cuatro?
-
La verdad es que
sí… ¿Así que jefa de operaciones?
-
Bueno, antes de
ser miembro de Across Stars era Teniente en la Sphera, pero cuando acabó la
guerra tuve que reciclarme. No está mal, aunque a veces detesto tanta
tranquilidad.
Sonó su dispositivo de búsqueda. Le echó una mirada, bebió su copa de un
trago y dijo:
-
Bienvenido al
Halley II. Disfrute del crucero.
Y se marchó. Era preciosa.
Para ir al comedor tardé un poco más. Se encontraba a unos diez minutos a
buen paso. En realidad, a bordo del Halley II había doce comedores distintos y
a mí me correspondía el comedor de primera. Antes de llegar ya se podía oler el
menú: pudín de alga roja en salsa, filete frío de proteína y tarta ácida. En
realidad, todos los platos contenían casi los mismos ingredientes, pero
procesados de modo distinto y acompañados de diferentes aderezos sintéticos. Así,
uno podía creer que un compuesto proteico a base de alga y soja era un filete
real. Sin embargo, todos los que allí comíamos filete frío éramos unos
afortunados. La mayoría de la gente en Tres se alimentaba de Omnia, un
compuesto sintético que contenía los nutrientes básicos en polvo para diluir.
El resultado era una pasta insabora y de textura grumosa, pero se trataba de un
alimento completo y muy sano. La empresa que lo fabricaba y comercializaba, NuTrix,
era una multinacional cuyos beneficios se multiplicaban año tras año. Ahora
trabajaban en Omnia con sabores.
Al acabar el almuerzo, el comandante hizo acto de presencia en el comedor. El
máximo responsable a los mandos del crucero era un alemán de mediana edad, de
pelo canoso y mirada azul que respondía al nombre de Verner Holbein. Como
descubrí más adelante, el comandante Holbein no correspondía al prototipo del
germano serio y frío. Sus largos años de servicio en el ejército durante la
Cuarta Guerra no habían hecho mella en su serenidad, su aplomo o su simpatía.
Asimismo, pude comprobar de primera mano su afición al licor, a las apuestas
fuertes y a los chistes verdes. Puedo
asegurar que su comandancia hizo sin duda mucho más agradable el paseo
interestelar.
Holbein nos dio la bienvenida a bordo de su nave y nos recordó las
múltiples actividades que amenizarían el trayecto. Explicó el uso de los
códigos guía para aquellos que no habían descubierto el sistema por sí solos.
Luego nos reiteró que la tripulación y los s-lavs estaban a nuestra disposición
para lo que hiciese falta y que Cuatro nos iba a encantar. Después de que
dijese aquello, tuve la extraña sensación de que me echó una rápida mirada.
Luego nos deseó feliz viaje y se marchó, imagino que a dar el mismo discurso a
los pasajeros que cenaban en el resto de comedores.
Usé de nuevo mi tarjeta para llegar al camarote y seguí las líneas por los
pasillos de la nave. El sueñecito y el copioso almuerzo fueron suficiente para
recargar las pilas, así que decidí que podía echar un breve vistazo a los documentos que Mendes me había hecho
llegar vía hombre del traje gris. Los mapas no me interesaban demasiado y
además yo no tenía un gran conocimiento de la geografía de Marte por aquel
entonces, pues sólo conocía lo básico gracias a mi empleo en la agencia. Los
miré por encima sin entender mucho lo que estaba mirando: líneas que supongo
debían representar meridianos y paralelos, relieves de cuencas marinas y
montañas y algunos puntos sobre los planos que etiquetaban la situación del
Bradbury en la superficie del planeta en una zona conocida como Valles
Marineris, que era de lo poquísimo que yo conocía de Cuatro. Un enorme cañón
cercano al ecuador, de casi tres mil kilómetros de largo y quinientos de ancho.
Lo más importante es que su profundidad, que en algunas zonas alcanza los siete
kilómetros, hacía de este emplazamiento un lugar ideal para proteger las
edificaciones de los fuertes vientos. Recuerdo las impresionantes fotos del
cañón colgadas en las paredes de la oficina en Delhi, junto a otras
instantáneas no menos hermosas del Monte Olimpo.
Junto a los mapas, dos formularios de reserva de Across Stars a nombre de Jean
y Paul Swanson, originales de la antigua América Uno. Así que estos eran los
extraviados. La reserva databa del día treinta de enero, con la partida
organizada para el seis de febrero y con
fecha de entrada al Bradbury el dieciséis del mismo mes. Según la información
que tenía en mi mano, debían haber regresado en el Halley del día nueve de
marzo. Sin embargo, no fue así. Tampoco volvieron en el Halley II que llegaba a
Tres una semana más tarde. Si tampoco se habían quedado en el hotel, ¿dónde
demonios se habían metido? No sé por qué, pero cada vez que sacaba aquellos
papeles de su sobre, acababa por tener dolor de cabeza. No tenía ni idea de qué
haría una vez que me hallase en Cuatro. Supongo que en el hotel me darían más
información, aunque por la nota que me había escrito el señor Mendes, dudaba
que hubiese mucha gente al corriente de tan delicada situación. Decía
explícitamente que hablase sólo con una tal Giada Bianco y con nadie más.
Lo cierto es que, a pesar de las distracciones a bordo, pasé parte del
tiempo en el Halley II dándole vueltas al asunto de los americanos
desaparecidos. No es que me importase desde el punto de vista humano, al fin y al
cabo no conocía a esa gente de nada. Simplemente me despertaba una enorme
curiosidad el posible paradero de Jean y Paul. No se me ocurría dónde podían
haber dado con sus huesos. De hecho, lo más probable es que estuviesen muertos.
Aquel pensamiento me produjo escalofríos. Intenté apartarlo de mi cabeza.
Muertos. Uno se va de vacaciones al lugar más exclusivo de todo el Sistema
Solar y no vuelve a casa porque se olvidó de que en Marte no se puede respirar,
o simplemente porque no recordó que en Marte la vida humana es inviable a cielo
abierto. No importaba qué les hubiese pasado, o al menos eso creía yo entonces.
Lo importante era dar con la respuesta lo antes posible y volver a Delhi, a mi
departamento, a mi diván, a mi anodina vida.
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