Uno de los pocos sueños que aún recuerdo de manera más o menos lúcida lo tuve con apenas ocho años. Mi madre me preparaba el desayuno a base de Omnia y yo le decía que no quería comer más aquella pasta espesa sin sabor, que quería comer algo bueno. Entonces, ella se transformaba en una especie de monstruo horripilante y me contestaba babeando que yo sería su desayuno. Luego, yo despertaba llorando y mi madre acudía a consolarme, sin saber que había sido ella la causante de mis lloros nocturnos. Sin embargo, mis pesadillas infantiles no podían compararse en absoluto a los vívidos sueños que estaba experimentando en mi breve estancia en Cuatro. Todo era sumamente real: los olores, los sonidos e incluso el tacto de las cosas. Mis sensaciones iban mucho más allá de la propia experiencia onírica. Me pregunté si no sería por hallarme tan lejos de casa.
Pensé en la mujer de la ventana. Sabía que la había visto antes, pero ¿dónde? Una mano gris y malévola se la había llevado adentro, internándose en las sombras, tapándole la boca e impidiendo así que terminase de hablarme. Y más tarde, en el prado, alguien llamaba a una tal Jean a gritos. Jean, la mujer de la ventana. Jean Swanson. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Era la americana. Yo había visto su foto en los documentos que Mendes me había hecho llegar. De ahí que me resultase una cara conocida. Rubia, ojos azules. Jean Swanson. En la casa siniestra del bucólico prado de mis sueños.
Antes de que aquella escalofriante mano le cerrase la boca, Jean había mencionado una bolsa, la bolsa misteriosa, la de la lavandería. ¿Sería aquel detalle de mi sueño alguna especie de pista? ¿Estaba yo en lo cierto al pensar que el contenido de la misma podría ser importante? Sólo había una manera de saberlo. Si la bolsa seguía en aquel rincón olvidado, si nadie la había destruido aún, a lo mejor había alguna posibilidad de hacerse con ella. Salté de la cama y, en lugar de ir directo a desayunar, me aventuré a recorrer los pasillos del hotel que conducían a la lavandería y la zona de calderas. Conocía perfectamente el camino, aunque aún no sabía cómo me las arreglaría para atravesar las puertas de acceso restringido. Me escondí tras la misma esquina desde la que había visto hablar a Giada con el tipo enjuto. Esperé. No sabía bien qué esperaba, pero me quedé allí quieto durante algunos minutos. Y entonces, llegó mi oportunidad. Un s-lav apareció al fondo del pasillo. Arrastraba un carro metálico cargado de sábanas blancas. Se dirigía, sin lugar a dudas, a la lavandería. Y por lo tanto, no le quedaría más remedio que abrir la puerta que conducía a la misma. Pensé que sólo dispondría de un intento para cruzarla. Cuando el s-lav la abriese, yo debería aprovechar los pocos segundos que tardaba en volver a cerrarse para cruzarla. Y tenía que hacerlo sin ser visto, claro.
El carrito y su portador ya se encontraban frente a la puerta. El s-lav sacó de su uniforme una tarjeta de empleado como la que Giada había usado para abrir la puerta misteriosa. La pasó por el lector e introdujo el código. Se escuchó un suave pitido y una pequeña luz verde se encendió, dando a entender el desbloqueo del acceso. Mi salvoconducto asió de nuevo la barra con la que empujaba el carro cargado de ropa y se dispuso a cruzar. Era mi momento. Me agaché para tomar impulso y para evitar ser visto. El encargado de transportar las sábanas ya había cruzado el dintel y la puerta empezaba a cerrarse. Sólo tendría unos segundos para pasar yo también. Corrí intentando no hacer ruido con mis zapatos. Extendí el brazo para sujetar la pesada puerta. Crucé. Estaba dentro. El s-lav se hallaba a unos pocos metros por delante de mí, pero no pareció haberme visto u oído. Esperé un segundo con la espalda pegada contra la pared. Oí un ruidito sobre mi cabeza. Había una cámara que se movía de lado a lado. ¿Cómo iba a atravesar el corredor sin ser grabado? Calculé mentalmente el tiempo que la cámara tardaba en cambiar de dirección, pues ese sería el lapso del que dispondría para alcanzar la lavandería. Uno, dos, tres. Eché a correr, casi de puntillas, para no hacer ruido. Lo había conseguido.
Sabía que habría s-lavs trabajando dentro, así que traspasé la entrada medio agachado y, una vez dentro, me puse a cubierto tras una estantería donde había toallas de auténtico algodón dobladas y dispuestas para su uso. El corazón me iba a mil por hora. Me sentía un intrépido aventurero en busca de algún magnífico tesoro. Claro que yo ni siquiera sabía cuál era ese tesoro. Desde detrás de mi improvisado refugio vi a tres s-lavs planchando, seis más sacando ropa de las máquinas de lavado y dos doblando manteles. Todos ellos parecían demasiado ajetreados como para reparar en mí, pero si me arriesgaba a salir de mi escondite habría demasiados ojos que podían llegar a verme. Intenté localizar la bolsa. Seguía allí, en un rincón, olvidada pero entera. ¿Por qué no la habrían destruido aún? ¿Sabía Giada que sus órdenes no habían sido cumplidas?
El botín se hallaba a unos seis metros desde donde me encontraba. En el camino, una pila de cajas que podría servirme como protección. Podía hacer el recorrido en dos tiempos: de la estantería a la pila, de la pila al rincón. Y luego, al revés. Me armé de valor. Tan rápida y sigilosamente como pude, me hice con mi tesoro particular. Después regresé a mi refugio. Ahora sólo tenía que deshacer el camino. Me di la vuelta y me dispuse a recorrer el pasillo de nuevo. Calculé el barrido de la cámara de seguridad y me deslicé hacia la salida. La puerta no se abría. Joder, no había pensado en ello. No creí que fuese necesario hacer uso de la tarjeta y del código también para largarse de allí. Dudé. ¿Qué iba a hacer para salir de allí? Decidí volver a la lavandería. Podría salir como había entrado, siguiendo a un s-lav. Tuve que esperar más de media hora hasta que uno de ellos llevó un carro lleno de manteles hasta la puerta. De nuevo, tuve que hacer uso de mi cautela para no ser descubierto. Salí tras de él y me coloqué junto a la pared. No debí calcular bien mis movimientos, porque la bolsa se me resbaló de las manos y cayó al suelo. El s-lav, que ya se encontraba a varios metros de mi posición, se giró. Y me vio. En ese momento, creí que mi ropa interior no resistiría tanta tensión. Los dos permanecimos inmóviles durante algunas décimas de segundo. Reaccioné. Recogí la bolsa y salí corriendo hacia el ascensor, empujando por el camino al s-lav, que seguía sin reaccionar.
En el trayecto a mi habitación, pensé que me daría un síncope. Me temblaban las manos y las piernas y sacar mi tarjeta codificada del bolsillo para abrir la puerta supuso un auténtico esfuerzo. Cerré tras de mí y dejé caer el botín al suelo. Tardé algunos segundos en recuperar el resuello, pues la excitación se había apoderado de mí. Estoy seguro de que nunca antes había sentido la adrenalina de aquella manera. Me pareció oír a Jean en mi cabeza una vez más. «La bolsa…», repetía. Allí estaba, de un blanco inmaculado, esperando mi intromisión. La puse sobre la cama. Pesaba bastante, pero mi curiosidad era demasiado grande como para preocuparme de aquello. La abrí con las manos aún temblorosas. En realidad, no sabía lo que iba a encontrarme. ¿Y si sólo era ropa sucia? Quizás por eso estaba en la lavandería. Pero entonces, ¿por qué destruirla?
Había ropa, entre otras cosas. Dos permisos de viaje interespaciales, una cámara de fotos, enseres personales… eran las cosas de los Swanson. Sus pertenencias y documentación. Las cosas que probablemente habían traído con ellos a Cuatro. Así que no habían salido del hotel en ningún momento. Nadie en su sano juicio se iría a su casa sin llevarse sus cosas con él. Jamás salieron del Bradbury. Y Giada lo sabía.
Alguien golpeó la puerta de mi habitación. Me apresuré a guardarlo todo en la bolsa y luego la metí bajo la cama. Si ese día no me daba un infarto, podía presumir de tener un corazón de primera. Volvieron a llamar. No sabía bien qué hacer. ¿Y si el s-lav del pasillo había dado el soplo?
- Servicio de habitaciones. - Dijo alguien desde fuera.
- No he pedido nada, gracias.
Intenté sonar tranquilo, pero dudo que lo
consiguiese.
- Abra, por favor. Servicio de habitaciones.
¿Servicio de habitaciones? Y un cuerno.
Oí como la cerradura electrónica se abría. Estaban
usando una tarjeta. Mierda. Era el tipo enjuto, acompañado de un s-lav que
presumí sería el mismo que me había visto llevarme la bolsa de la lavandería.
- Déme la bolsa, por favor.
- ¿Qué bolsa?
- No se haga el imbécil aunque lo sea.
- No pueden entrar aquí por las buenas. Soy un huésped de
este hotel.
- Usted es sólo un incordio y ya me está empezando a tocar
las narices. Haga el favor de darme la bolsa y fingiré que no ha pasado nada.
Decidí cambiar de estrategia y pasar al ataque.
- Así que quieres la bolsa, la que debías destruir y no
destruiste. ¿Por qué? ¿Acaso te pagan tan mal que pensabas quedarte con las pertenencias
de otros? ¿O es que pensabas jugarte al Doble-Dos los objetos personales de dos
huéspedes desaparecidos en el hotel? Si es así, te aconsejo que no lo hagas,
eres un jugador pésimo.
- Vete a la mierda, imbécil.
Con aquella respuesta quedaba claro que aquel gilipollas no era un rival digno para mí.
Me miró con desprecio para luego dirigirse a su
acompañante:
- Registra la habitación.
- ¡No puedes hacer eso! - Protesté.
- Mira si puedo. -
Dijo con superioridad.
El s-lav entró en el dormitorio y empezó a
revolverlo todo con relativa minuciosidad. Levantó las sábanas que colgaban de
los laterales de la cama y sacó la bolsa con cierto aire triunfante. Luego hizo
entrega de la misma al tipo enjuto, que me miró con una sonrisa pérfida en los
labios.
- Bien, caballero. Gracias por su colaboración. En seguida
vendrán a poner esto en orden. Que tenga un buen día.
Se dio la vuelta y salió de mi habitación, seguido
del chivato.
- ¡Informaré de esto a Mendes! ¡Se te va a caer el pelo,
imbécil!
No se molestó en girarse ni en contestar mis tibias
amenazas. Él y su mascota desaparecieron en dirección al ascensor sin que yo
pudiese hacer nada. Entré y cerré la puerta. Me encontraba fuera de mis
casillas. En aquel momento lo único que deseaba con todas mis fuerzas era aplastarle
el cráneo a aquel cabrón. Mi ira crecía según pasaban los minutos y no encontré
modo alguno de aplacarla. Intenté tranquilizarme, pues de poco me servía
ponerme nervioso en aquel momento. ¿Qué podía hacer? Ya no habría modo de
recuperar la bolsa. Tantos esfuerzos para nada. Ahora era suya de nuevo. Pero
algo había cambiado, pues yo ya conocía su contenido. Sabía que, si los Swanson
habían abandonado el hotel como Giada aseguraba, se habían marchado sin sus
cosas. Y también sabía que aquel capullo se había quedado con ellas,
desobedeciendo a su compañera y superior.
Decidí pasar a la acción. Tenía que hablar con
Mendes y explicarle lo sucedido, pero antes debía hablar con mi querida amiga,
la señorita Bianco, y hacerle unas cuantas preguntas. Era la hora de almorzar
y, con toda probabilidad, Giada se encontraría en la recepción, su territorio
casi permanente. Salí de mi habitación como una furia desbocada y bajé al hall
del hotel. Allí reinaba la tranquilidad más absoluta. Dado que los huéspedes
estaban almorzando en aquel momento, no había prácticamente nadie en los
mostradores.
La vi tras uno de ellos, realizando algún tipo de
gestión en su computadora, con la mirada fija en la pantalla holográfica. Me
acerqué con paso firme y el corazón latiendo a toda pastilla.
- Giada.
Levantó la vista con indiferencia.
- Ahora estoy un poco ocupada. ¿Por qué no vas a almorzar y
luego hablamos?
- No tengo hambre. – Dije entre dientes.
- Sigo estando ocupada. – Respondió ella, volviendo los
ojos a la pantalla.
- Su amigo se quedó con la bolsa, ¿sabe?
- ¿Otra vez con esa historia?
- La escondió en la lavandería y…
No me dejó terminar. Salió rápidamente de detrás del
mostrador, me cogió fuertemente del brazo y me condujo a la salita anexa, donde
habíamos hablado cuando llegué. Cerró la puerta de golpe y me empujó contra la
pared. No dejaba de ser sorprendente que aquella cría tuviese tanta fuerza.
- Esto me encanta, pero eres demasiado joven para mí,
¿sabes?
Me dio un bofetón inesperado. Luego me dijo:
- ¿Qué es lo que le pasa, eh? ¡Diga! ¿Qué cojones le pasa?
¿Acaso no le dijo el jefazo que fuese discreto? Es usted un capullo
impresentable y un maldito incompetente. Ya empiezo a estar harta de su
comportamiento…
Me eché a reír a carcajadas en sus narices. No es
que me hiciese mucha gracia que me abofetearan para después insultarme, así que
imagino que el ataque de risa que me dio se debía al nerviosismo que me invadía
en aquel instante. Ella, sin embargo, se iba poniendo más y más furiosa, tanto
que pensé que volvería a pegarme otro tortazo de un momento a otro.
- ¿Se puede saber de qué se ríe?
Traté de calmarme y responder. Respiré profundamente
y conté mentalmente hasta diez.
- Eres patética. Una cría mandona e insoportable. Y, por si
eso fuese poco, además eres estúpida.
- ¿A eso has venido? ¿A insultarme?
- No. Antes de que me arrastrases hasta aquí y me cruzaras
la cara intentaba explicarte lo que tu cómplice ha hecho con la bolsa que tú le
mandaste destruir. Y, por favor, ahórrate el numerito de fingir que no sabes de
qué te hablo. A diferencia de ti, yo no soy estúpido.
Se quedó callada un momento. Su expresión de ira se
transformó en una mueca de derrota. Sabía que yo estaba al corriente de sus
chanchullos y que seguramente informaría a Mendes al respecto. Sus días de
jefecilla en el Bardbury tenían los días contados. Ella lo sabía y yo también,
y ya no podría disimular por más tiempo.
- Está bien. Es cierto. Le di a Hans una bolsa blanca. ¿Y
bien?
- Le dijiste que debía destruirla. ¿Por qué?
- Porque era basura, sólo eso.
- Ya. Pues Hans decidió quedarse con la basura. Debe ser
que padece el síndrome de Diógenes.
- Qué gracioso. ¿A eso se dedica últimamente, a fisgonear
por los pasillos del hotel?
- Pues sí, debo reconocerlo. Es un gran pasatiempo,
deberíais ofrecerlo a todos los huéspedes. Mucho mejor que el cubo-6.
Me miró fijamente con un gesto amenazador que no
tomé en serio.
- No voy a entrar en sus sucios jueguecitos, así que puede
ahorrárselos.
-
Ya, pero es que no voy a ahorrarme nada más. Y no me
importa que no quieras decirme lo que había en la bolsa, porque ya lo sé.
Se puso pálida de repente. Es probable que no
contase con aquello, aunque me extrañaba que mi viejo amigo Hans no le hubiese
explicado nada de mi aventura a la lavandería.
- Dime, Giada… ¿Por qué había que destruir las cosas de los
Swanson?
En aquel momento me sentía una especie de ser
superior, como un abogado que en un juicio consigue dar con la tecla que hará
confesar al acusado. Y así fue.
- Lo cierto es que los Swanson nunca abandonaron el hotel.
– Dijo.
- Vaya, vaya, así que mentiste al jefazo…
- ¿Sigo o piensa continuar regodeándose en su ponzoñosa
victoria?
Hice un gesto infantil con la mano, como cerrando
mis labios con una cremallera, e invité a Giada a proseguir. Realmente estaba
disfrutando con la situación.
- Les vi por última vez la noche de antes de su
desaparición, cenando en uno de los comedores. Por la mañana, todos los
huéspedes que debían tomar el crucero bajaron a recepción, donde fueron dados
de baja y organizados en grupos para abordar las naves de transporte. Entonces,
al hacer recuento, nos dimos cuenta de que faltaban dos viajeros. Estuvimos un
largo rato cotejando los datos en la computadora para asegurarnos de no haber
cometido ningún error. Todas las naves de transporte habían salido ya, excepto
una. El comandante del crucero me llamó a través del intercomunicador para
pedirme que enviase la última, porque si no saldrían con mucho retraso.
- Y la envió. Con dos menos.
- No. Antes revisamos el hotel e hicimos varios llamamientos
por megafonía. Pensábamos que los Swanson podían haberse despistado. Yo misma
subí a su habitación y comprobé que estaba vacía.
- Pero sus cosas seguían allí, ¿no?
- Eso es lo que me resultó más extraño. Aunque se hubiesen
entretenido y estuviesen dando un paseo por el hotel o en la sala de juegos,
ellos sabían perfectamente que ese día partían hacia Tres. Lo lógico hubiese
sido que preparasen el equipaje la noche anterior al viaje, o como muy tarde
esa misma mañana al levantarse. Todas sus cosas estaban repartidas por la
habitación, como si aún fuesen a quedarse más días en Cuatro. Me pareció
rarísimo, pero no tuve más remedio que improvisar. El comandante volvió a
llamar, insistiendo en que no podían esperar mucho más. Decidí dar la orden y
la última nave de transporte salió rumbo al crucero. Pensé que podríamos seguir
buscando a los Swanson y que, cuando les encontrásemos les haríamos regresar en
el siguiente vuelo.
- ¿Por qué pusieron las pertenencias de los americanos en
una bolsa de basura? ¿Es que habían venido a Cuatro sin maleta?
- No. Yo recogí todo lo que pude de la habitación y lo
guardé en dos maletas que di a uno de los s-lavs para que las llevase hasta la
nave. Cuando la patrulla de limpieza pasó por allí más tarde, algún quedaban
algunos objetos, de los cuales me hicieron entrega.
- Ya, y como aquello era una prueba de tus mentiras,
pediste a Hans que se deshiciera de todo.
- Sí.
- Pero no contaste con que el tío es un chorizo de primera
división.
-
Pues no, la verdad.
- Ya. Por eso me llevaste a las minas, para desviar mi
atención.
- Bueno, también creí que podía existir alguna posibilidad
de encontrar alguna pista allí.
Hizo una pausa y me dijo:
- Sé que la he cagado, que mentí y que toda la
responsabilidad es mía, pero quiero pedirte algo.
- ¿Qué?
- Espera un poco antes de contarle nada al jefe, ¿quieres?
Quizá encontremos alguna nueva pista o lo que sea. Dame tiempo. Al fin y al
cabo, siempre podrás decírselo cuando vuelvas a Tres. Sólo te pido los días que
te quedan en el hotel.
- Lo pensaré. - Dije.
Luego salí de la salita y me fui a almorzar
tranquilamente, como si nada hubiese sucedido. Pero algo había ocurrido. Ahora
yo tenía la sartén por el mango y no pensaba soltarlo.
Después de comer, volví a la habitación. Estaba
limpia y ordenada. Una luz verde parpadeaba en la pantalla holográfica,
indicando que había un mensaje entrante. Lo activé. Luego apareció la lustrosa
calva de Leo Mendes, que me miraba desde el planeta vecino con cara de pocos
amigos. Hablé:
- Señor Mendes…
- ¿Te has enterado de lo de Cosmic? – Preguntó sin
devolverme el saludo.
- Señor, he sido discreto como usted me pidió, nadie sabe…
Yo seguía sin entender cómo cojones se habían
enterado los de Cosmic del asunto de los gringos. Se supone que sólo Giada y yo
teníamos constancia de la situación… aunque es cierto que Hans lo sabía, su
mascota s-lav lo sabía y, quién sabe, igual hasta Verner, que había husmeado
entre la documentación confidencial, también conocía la situación.
- Veo que no sabes nada. Por eso me he puesto en contacto
contigo. La cosa se está poniendo fea.
- No sé a qué se refiere, señor.
Dudé si debía o no chivarme de Giada y su amiguito.
Pensé que, al fin y al cabo, yo tampoco era un dechado de virtudes y decidí
dejarlo correr.
- Escucha, los Swanson no son los únicos, al parecer. –
Susurró, como si alguien más pudiese oírnos.
- ¿Qué quiere decir?
- He recibido noticias de más desapariciones, concretamente
en el Ares. Un matrimonio italiano y una familia entera de holandeses. Ni
rastro de ellos, aunque sus cosas se quedaron en el hotel.
Eso si algún empleado cleptómano no se las había
llevado, pensé.
- ¿Cómo sabe usted que…? – Pregunté.
- Yo tengo mis fuentes, como ellos tienen las suyas, o
¿cómo crees que se han enterado de lo de los americanos?
- Así que hay infiltrados en el hotel… ¿eso es lo que
insinúa?
- No lo insinúo, lo afirmo. Es una práctica muy común en la
lucha de empresas y, aunque hacemos lo posible por evitar ser espiados, es
complicado atajar el problema. Aunque esta vez no podrán usar ese arma contra
nosotros, al fin y al cabo a ellos les faltan cinco y a nosotros sólo dos.
- Giada y yo hemos estado buscando pistas, incluso fuimos a
unas minas que…
- No pierdan más el tiempo. Les hemos dado por muertos y se
lo hemos comunicado a sus familias. Les hemos hecho creer que tuvieron alguna
clase de accidente.
- ¿Y se lo han tragado? ¿No han querido recuperar los
restos o algo parecido?
- Cuando recibes una buena indemnización lo mismo te da.
Así se ahorran la cremación y los costos.
- Entonces, ¿puedo regresar en el próximo crucero?
- Sí, tiene usted mi permiso para volver a Delhi a su
puesto habitual.
- Gracias, señor.
- Sólo una cosa más. Aún tardará unos días en poder subir a
la nave. Mientras esté en Cuatro, abra bien los ojos y los oídos y comuníqueme
cualquier cosa que le parezca extraña.
- Sí, señor. Así lo haré.
La imagen de Mendes desapareció de la pantalla. La
computadora habló:
-
Fin de
transmisión.