Jamás fui demasiado amigo de las casualidades ni un devoto de las
coincidencias y no tenía ninguna intención de empezar a serlo en aquel momento.
Que los sueños, o más bien pesadillas, podrían estar directamente relacionados
con las crecientes desapariciones era, más que una simple suposición, una
clarísima evidencia. Ahora bien, los vínculos o nexos que unían ambas
realidades, así como sus correspondientes explicaciones lógicas, seguían siendo
un misterio para mí. Sin embargo, podía presumir de ser de los pocos en llegar
a dichas conclusiones a través de mi propia experiencia personal y del objetivo
análisis de los hechos, al menos por el momento.
Los sueños con la casa del prado habían empezado en Cuatro, a mi llegada al
Bradbury, cuando aún creía que los Swanson estarían probablemente encerrados en
algún cuarto de las escobas. Poco a poco, la vivencia onírica había ido
cambiando. Lo que fue hermoso se tornó pérfido, lo hogareño se transformó en
ajeno, la sutil atracción se convirtió en terror. Y luego estaban las voces,
los susurros. Y también los gritos. Los chillidos descarnados de Paul a lo
lejos, la llamada de quienes me requerían, los llantos. Y Giada pidiéndome que
me quedase a comer. Lentamente, el mismo
sueño se había ido transformando, añadiendo y eliminando decorado y personajes.
Ahora Jean Swanson atrapada por la mano gris; ahora Giada sirviendo el
almuerzo. Y Paul, que estaba allí también, aunque no le había visto aún.
Estaba casi seguro de que los otros también habrían traspasado la línea,
todos los que habían desaparecido del hotel, y de otros hoteles de Cuatro.
¿Pero cómo? Los sueños son sólo manifestaciones de nuestras preocupaciones,
obsesiones, alegrías, tristezas, frustraciones y empeños. Constituyen el
teatrillo de nuestra mente, que trata de poner en orden el caos en nuestra vida
interior. Nada más. Desde tiempos ancestrales, el hombre había tratado de
interpretar el significado de los sueños, intentando dar con la explicación
lógica del porqué de nosotros mismos persiguiendo a mamá con un gran cuchillo
en las manos. En la antigüedad, muchos pueblos y civilizaciones entendieron los
sueños como revelaciones divinas o demoníacas que podían revelar el porvenir de
quien soñaba. El antiguo pensador Freud entendió la interpretación de los
sueños como una útil herramienta de acceso a nuestro inconsciente. Pero esto
era muy distinto, al parecer. Si las experiencias oníricas en Marte tenían
alguna relación directa con el acceso voluntario o involuntario a otros mundos
o realidades, estábamos si duda ante un gran descubrimiento que me producía un
miedo enorme.
El asustado Hans y yo fuimos a la habitación de Giada, sita en la planta
para empleados. Abrimos haciendo uso de la tarjeta codificada. Dentro, todo
parecía limpio y ordenado, aunque la cama estaba deshecha. En el pequeño
armario había ropa y sobre la mesilla yacía un volumen de La Noche, de Marvin Johnson. Cualquier persona hubiese dicho que
Giada se había levantado para ir a desayunar y que había dejado la cama sin
hacer. Nada hacía pensar que se hubiese ido para siempre, pues sus cosas
seguían allí y además no se había despedido. Por si eso fuese poco, su tarjeta
codificada también se encontraba allí, en un estante junto a la puerta. Hans me
miró y dijo:
- ¿Quién se marcha
dejando la tarjeta dentro? La puerta no se abre sin la tarjeta.
- Ya. – Contesté.
- ¿Ya? ¿Y cuál es
tu explicación? Sus cosas siguen aquí, la he buscado por todo el hotel, he
intentado comunicarme con ella mediante el transmisor interno, he realizado
llamadas desde recepción…
- No lo sé, ¿vale?
Estoy igual que tú.
- Crees que le ha
pasado lo mismo que a los Swanson, ¿verdad? Lo mismo que a los últimos
huéspedes desaparecidos. Crees que se los ha tragado la tierra a todos y que ya
no la encontraremos…
-
No creo que se
los haya tragado la tierra, Hans.- Dije, intentando parecer calmado.
- ¿No? ¡Pues dime
dónde cojones están! Y dime… ¿estaremos mañana aquí tú y yo?¿eh? ¡Dime!
-
¿Quieres hacer
el favor de calmarte? Así no me ayudas a pensar, ¿vale?
Lo cierto es que no había una explicación racional para nada de lo que allí
estaba teniendo lugar. Y si la había, ni el desquiciado Hans ni yo la
conocíamos. Además, nosotros no éramos más que un par de empleados de Across
Stars, y no precisamente del entre los más competentes. Aquello sin duda nos
superaba. ¿Qué debíamos hacer? ¿Le diríamos a la gente que no durmiese porque
el tren de los sueños marcianos no incluía billete de vuelta?
Por otra parte, yo no quería quedarme allí, mi intención era marcharme a
Tres en el crucero que partiría de Marte el día siguiente. Ni por todo el oro
del mundo pensaba continuar allí. Hablaría con Mendes y le diría que se
apañase, que enviase a alguien que de verdad pudiese hacer algo útil aquí. Sin
embargo, hasta que el Halley no llegase por la mañana, Hans y yo estábamos al
mando allí y era nuestro cometido evitar que más gente desapareciese esa última
noche.
- Organiza un
cotillón. – Le dije.
-
¿Un cotillón?
¿Esa es tu genial idea?
-
Si están en una
fiesta, bebiendo y bailando, no estarán durmiendo. – Aclaré.
- ¿Y qué hay de
malo en que duerman?
Al parecer, había sobreestimado la inteligencia de mi amigo Hans.
-
¿Es que no te
das cuenta? Todos desaparecen mientras duermen. La última vez que hablé con
Giada se iba a descansar. Su cama está deshecha y no ha salido de la
habitación.
- Eso no lo
sabemos.
- Joder, Hans, ¡es
evidente!
Se calló un momento, imagino que para asimilar la nueva información
recibida.
- Un cotillón…
- Sí. Para
celebrar la última noche en Cuatro. Como si fuese fin de siglo. Mucha comida,
bebida para un regimiento, música y diversión hasta el amanecer.
-
Ya, pero aquí
hay alojadas muchas momias que dudo aguanten una noche entera de fiesta.
- Bueno, pero
cuanto más tarde se vayan a dormir, menos posibilidades de que se los trague la
tierra.
- Tú y tus
conclusiones sois realmente sorprendentes. – Dijo con ironía.
-
Será mejor que
empieces a organizarlo todo. Yo intentaré hablar de nuevo con Mendes.
- Sí, señor…
¿alguna orden más?
-
Sí. Si puede
ser, no te quedes dormido. Te veo luego.
Hans salió de la habitación delante de mí. Por descontado que no creía una
sola de mis palabras, pero era lo suficientemente listo como para no
contradecirme, teniendo en cuenta las circunstancias a las que debíamos
enfrentarnos.
De nuevo en mi habitación, usé el telecomunicador para intentar hablar con
Mendes, pero no hubo suerte. Me senté en uno de los sofás durante algunos
segundos. Ni siquiera yo creía que el cotillón pudiese funcionar. Hans tenía
razón. Sí, la gente bebería, bailaría, vomitaría y luego se iría a dormir o a
fornicar. Deseé que se fuesen todos a fornicar.
Era la hora del almuerzo. Me acerqué al comedor a palpar el ambiente. Una
señora de mediana edad hablaba en susurros con quien parecía ser su hija. No
pude seguir la conversación, aunque sí cogí al vuelo el asunto sobre el que
murmuraban: la desaparición de más gente. No parecían asustadas, sino más bien
confusas e intrigadas, como si sospechasen que los desdichados hubiesen salido de excursión o cambiado de hotel. Esa
idea me recordó que el Ares también había visto desaparecer a varios de sus
huéspedes, y si el Ares y el Bradbury estaban siendo víctimas de la plaga de
los sueños marcianos, por llamar de alguna manera a aquellos siniestros
sucesos, sin duda el Mars también habría visto volatilizarse a algún que otro turista.
Pero esto eran sólo suposiciones, claro.
Almorcé tan deprisa como pude. Volví a la habitación e intenté de nuevo
hablar con el jefe. Seguía sin contestar. Me pregunté si no sería mi obligación
informar a Cosmic de la situación, pero finalmente decidí que si Mendes se
enteraba de que había hecho algo parecido, me cortaría los huevos. Al fin y al
cabo, la seguridad de aquellos pijos me importaba un bledo. Yo sólo quería
salvar mi culo, por eso debía mantener con vida a los huéspedes del Bradbury.
Sólo por eso.
Hans vino a buscarme poco después. Su gesto decía a voz en grito que
aquello estaba siendo demasiado para él.
- Ya está. Los
s-lavs se encargarán de todo: comida, bebida y baile. Nuestros clientes están
encantados con la idea de un baile de fin de curso. ¿Tienes ya pareja?
Lo dijo con una mezcla de rabia y resentimiento que nacía, sin duda, de la
aversión que sentía hacia mí.
- ¿A qué hora
empieza la noche de los muertos vivientes? – Dije.
- A las nueve. Y
más te vale estar allí.
- No me lo
perdería por nada del mundo. – Contesté. –
Quizás deberías descansar o esta noche no aguantarás. – Añadí.
- Creía que no me
estaba permitido dormir. – Murmuró Hans con indiferencia.
- ¿Quién habla de
dormir? Estírate un rato, date una ducha y come algo. Pero no cierres los ojos.
-
A la orden, mi
capitán.
Me quedé solo otra vez. Bajé a recepción. En los paneles electrónicos
informativos se anunciaba el gran evento: un baile de gala para despedir la
estancia en el planeta rojo por todo lo alto. Imprescindible vestir de etiqueta,
claro. Busqué entre los empleados que correteaban por el hall a alguien que no
fuese un robot. Junto a la fuente, una chica joven, aunque no tanto como Giada,
atendía amablemente a un huésped que le preguntaba acerca del cotillón. Esperé
que terminase y me acerqué.
- Perdone,
señorita ¿podría hacerme un favor?
La chica, que respondía al nombre de Silvia Hernández, me miró extrañada
pero solícita al mismo tiempo.
- Claro… dígame.
- Necesito que
vaya a la enfermería y consiga todos los estimulantes que pueda.
- ¿Estimulantes?
Abrió los ojos como platos y me miró como si estuviese loco, pero se mostró
dispuesta a colaborar.
- Sí, claro… a la
enfermería. Sí, se los pediré a Hanif. Aunque es probable que me pregunte…
- Sólo dígale que
son para mí, ¿de acuerdo?
- De acuerdo, pero…
¿para qué necesita usted estimulantes?... perdón, no quería ser entrometida.
Disculpe. Se los pediré a Hanif.
-
Gracias… Silvia.
Silvia asintió con la cabeza y se alejó.
Subí al bar con la intención de
tomar una copa de licor, aunque deseché la idea casi al instante, pues
el licor me habría producido somnolencia, más aún después de comer. En su
lugar, tomé un zumo de bayas. Una hora después fui al dormitorio de Hans, para
asegurarme de que seguía despierto. Llamé a la puerta con los nudillos. Nadie contestó.
Volví a llamar. No hubo éxito. En ese momento me invadió un ridículo miedo a
perder a Hans. Empecé a gritar su nombre desde el pasillo. Cuando estaba a
punto de tirar la puerta abajo, Hans abrió.
-
¿Tampoco puedo
ducharme?
- Pensé que…
-
Sí, bueno, no te
negaré que me caigo de sueño, pero aún resisto. ¿Y tú?
- He pedido
estimulantes.
- Ajá. – Soltó con
indiferencia.
- No son para mí.
- ¿No?
- Son para todos.
Los pondremos en la bebida. – Dije, casi emocionado.
Hans me miró arqueando una ceja y espetó con gran sarcasmo:
- Uy, ¡qué bien!
Será como en la universidad…
- Si no se te
ocurre nada mejor…
- Vale, lo siento,
estoy cansado.
- Voy a ducharme y
a afeitarme. Nos vemos en un par de horas en el salón de baile. Por lo que más
quieras, no te duermas…
- Pues tráeme esos
jodidos estimulantes.
- ¿Para qué? ¿Para
que los pierdas jugando a Doble-dos?
-
Vete a la
mierda.
Cuando salía de la ducha, llamaron a mi puerta. Era Silvia. Traía una
docena de botecitos llenos de estimulantes. Aún así, aquello no era ni de lejos
suficiente para los cientos de huéspedes del hotel.
- ¿Sólo había
esto?
- ¿Por qué? ¿No
son suficientes? Aquí hay muchos…
- Está bien, no te
preocupes. Será suficiente. Gracias.
Silvia se marchó deprisa, como si temiese que le pidiera alguna cosa más.
Seguramente pensaba que yo estaba loco o algo así. O que era un drogadicto.
Me afeité y me vestí elegantemente. Cogí los botes de pastillas y los
guardé en una pequeña bolsa de plástico. Al salir al pasillo, pude respirar el
ajetreo que los turistas se traían entre manos, escogiendo atuendo y
complementos, excitados por el gran evento. Subí al ascensor y pulsé el botón
de la planta en la que se encontraba el salón. Era gigantesco. Más de veinte
salas interconectadas, miles y miles de metros cuadrados de suelos relucientes
y decoración exquisita. Mesas de bufé y barras de bar preparadas con mimo para
la ocasión. Y no había un solo sofá.
Bien por Hans. Después de todo, no era tan idiota. Si los huéspedes no se
sentaban, sería más difícil que les entrase el sueño.
Vi a mi cómplice dando instrucciones a los músicos. Cuando se percató de mi
presencia, se acercó.
- He pedido a los
s-lavs que preparen ponche de alga dulce con licor, así será más fácil
boicotear las bebidas. Las jarras están aún en las cocinas.
- Vale. Espérame
aquí. No tardaré.
En total habría unas mil doscientas pastillas, aproximadamente. Las dividí
y las deshice en el líquido morado, esperando que aquello sirviese de algo y
nuestros invitados a la fiesta aguantaran la marcha hasta la salida del sol.
Una pareja de s-lavs empezó a sacar jarras de mi cóctel especial a las mesas de
bufé.
A las nueve menos cuarto, el gran salón de baile estaba a rebosar. Los
músicos calentaban el ambiente y sus canciones llegaban a todos los rincones,
animando a la gente paulatinamente. Todo el mundo se había vestido de punta en
blanco para la ocasión y a nadie parecía importarle en ese momento si sus
vecinos de pasillo habían pasado a mejor vida. Todo transcurría según lo
planeado, pero aún era temprano. Hans y yo probamos el cóctel de la casa para no
quedarnos fritos. Su efecto estimulante apenas se notaba. Como mucho, sentía
uno esa falsa felicidad que también reporta el alcohol. Bueno, habría que
esperar a que fuese efectivo.
A eso de las once y media, cuando la comida de las mesas empezó a desaparecer,
la gente empezó a beber más. Parecían divertirse de lo lindo, no como nosotros,
que éramos una pareja de infelices con ideas estrambóticas que difícilmente
salvarían el mundo. Los huéspedes charlaban, se reían, se besaban y no paraban
de bailar. Todo parecía perfecto. Y de hecho, la cosa funcionó a las mil
maravillas hasta las tres y media de la madrugada, cuando se fue la luz.
La gente se asustó y empezó a gritar, aunque la oscuridad no era total,
pues se activaron las luces de emergencia. Hans fue corriendo a transmitir un
mensaje por megafonía para llamar a la calma, mientras yo apremiaba a un grupo
de s-lavs para que fuesen a revisar la instalación y a tratar de solucionar el
problema. Pasaban los minutos y la luz no volvía, pero al menos los asistentes
a la fiesta habían dejado de chillar. Después de un cuarto de hora, muchos
empezaron a abandonar el salón de baile, activando sus tarjetas para volver a
sus habitaciones. Hans trataba, por megafonía, de impedir que el salón se
vaciase:
- Esperen, por favor,
estamos solucionando el problema. Pronto estará arreglado. Lo más probable es
que el viento o algún rayo hayan dañado la instalación. Por favon, no se
marchen, la fiesta aún no ha terminado…
Nadie le hizo caso. Poco a poco, todos se fueron a dormir, sin saber nada
del peligro que corrían sus vidas. Podríamos haber empezado a gritar como
histéricos «¡No vayan a dormir o morirán!», pero no me pareció que dar la
alarma y causar el caos en un lugar como aquel, abarrotado de gente y sin la
más mínima posibilidad de salir al exterior, fuese una buena idea. Eso
suponiendo que nos hubiesen creído y que no se hubiesen desternillado a costa
nuestra. Por eso me resigné a dejar que se marchasen. ¿Qué otra cosa podía
hacer? Además, los s-lavs que había enviado a revisar la instalación no habían
regresado aún, con lo que imaginé que la luz podía tardar horas en volver.
Hans, sin embargo, no parecía dispuesto a abandonar e incluso me reprochó
que me rindiese tan pronto:
- ¡Tenemos que
decírselo! ¡No podemos dejarles ir!
- Hans, no podemos
hacer nada. Será mejor que nos vayamos a dormir también tú y yo.
- Pero… tú dijiste
que no podíamos dormir… ¡lo dijiste!
- Oye, yo también
puedo equivocarme vale, lo de los sueños sólo es una teoría, a lo mejor es una
teoría estúpida y absurda. – Dije, intentando parecer calmado, aunque estaba
derrotado, en realidad. – No podemos
impedir que cientos de personas se vayan a dormir. Son más de las cuatro y no
hay luz. Debemos mantener la calma. En unas pocas horas, llegará el Halley y el
Halley II partirá rumbo a la Tierra. Son sólo unas pocas horas.
- Claro, ahora lo
entiendo, lo único que te importa es tu culo, ¿no? Pero yo no me voy en unas
horas, yo tengo que quedarme aquí ¿sabes?
No contesté. Tenía razón, pero a mí no me quedaban fuerzas para discutir
con él. Abandoné el salón y activé mi tarjeta con el código de mi habitación.
No tenía sueño, estaba demasiado excitado con todo lo que había sucedido y
quizás los estimulantes también hubiesen hecho su trabajo. Al cabo de una hora
la iluminación de emergencia se desconectó automáticamente y volvió la luz.
Recogí mis cosas. Quería tenerlo todo preparado para cuando empezasen a llegar
las naves de transporte. Guardé la ropa y el neceser, dejando el sobre ocre y
los papeles sobre la mesilla. Ya no los necesitaba para nada. Me estiré en uno
de los sofás y pensé en Tya. En unas pocas horas tal vez la vería, si todo iba
bien.
A las seis, y sin haber dormido nada, me duché y me dirigí al comedor por
última vez durante mi estancia en el Bradbury. El comedor estaba vacío, excepto
por los s-lavs que preparaban el desayuno diligentemente. No había nadie. Ni un
alma. Era temprano, es cierto, pero, teniendo en cuenta el más que numeroso
grupo de huéspedes que acogía el hotel, así como el servicio de comidas ininterrumpido
del mismo, en los comedores siempre había gente. Hasta ese día. Miré a mi
alrededor, más sorprendido que asustado. Mesas y sillas vacías, nadie en la
cola del bufé. Silencio casi absoluto. No encontré una explicación.
Bajé a recepción. Los agentes humanos brillaban por su ausencia. Sólo había
empleados robóticos allí, como si la cosa no fuese con ellos, haciendo sus
tareas con la misma entrega de siempre. Fui a buscar a Hans, temiendo lo peor.
No le encontré en su habitación, ni en el bar, ni en la sala de juegos. Volví
de nuevo a recepción. Estaba sentado en un sillón azul, con la cabeza entre las
manos y los codos apoyados en las rodillas. Me paré ante él, sin decir nada. No
pareció reparar en mí. Pasaron unos segundos, entonces levantó la cabeza y, con
los ojos inundados me dijo:
-
Es culpa tuya.
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