«Ven con nosotros… ven al mundo». Aquella frase resonaba en mi cabeza como grabada a fuego. Voces que me llamaban , que requerían mi presencia, que me animaban a seguirlas quién sabe adónde. Al mundo. A su mundo, supongo. Al mundo de los sueños, de las fantasías, de lo irreal. Pero esta vez había más detalles. Vi caras de personas. Las veía borrosas, pero lo suficientemente bien como para distinguir hombres de mujeres o de niños. Me tendían sus manos pálidas y veladas, esperando que yo las tomase para ir con ellos a su mundo. El de las casas antiguas en verdes prados repletos de flores. Y yo quería ir con todas mis fuerzas, separarme de este mundo real que tanta indiferencia producía en mí, un ser insulso, un pobre hombre sin ambiciones. Pero no podía acompañarles, aún no. «No estoy listo, esperadme», les decía. «Por favor, esperadme». Y desperté. Esta vez no en medio de la noche sino prácticamente a la hora del desayuno. El día anterior había tomado la última de las tres píldoras amarillas antes de ir a dormir y el estómago ya no me molestaba en absoluto. Por suerte ese día podría desayunar algo más contundente que el pudín de mi primera mañana en el Bradbury .
El comedor estaba a rebosar. Docenas de huéspedes hacían fila en torno al bufé con sus platos en la mano, mientras charlaban animadamente con sus parejas, amantes, amigos o hijos. Tomé un plato vacío y me coloqué al final de la cola. Tenía un hambre feroz. Comí un desayuno rico en proteínas y grasas vegetales, y lo acompañé de una aromática bebida con sabor a café. Elegí la misma mesa del día anterior, solitaria y tranquila, y me dispuse a devorar mi ágape. En ese momento, volvieron a mi cabeza las palabras de Giada en la tarde del día anterior, al volver de las minas. Le había pedido al tipo enjuto que destruyera algo. Lo que hubiese en aquella gran bolsa de plástico blanco. Luego se habían separado y, mientras ella tomaba el ascensor para volver a recepción, él había seguido el pasillo que se encontraba a su derecha para, suponía, llevar aquella bolsa al lugar en el que iba a ser destruida. Y lo suponía porque la verdad es que no lo sabía a ciencia cierta. Para acceder al pasillo, el tipo enjuto había usado una tarjeta de empleado de la que obviamente yo no disponía, así que aunque me picó la curiosidad y quise seguirle, no pude pasar de la puerta del corredor.
¿Qué habría en aquella inmaculada bolsa blanca? Estaba demasiado limpia como para contener basura, y parecía pesada a juzgar por los esfuerzos del amigo de Giada para acarrearla. A lo mejor eran sólo trastos que se habían ido acumulando en el hotel. Pero entonces, ¿Por qué tanto secretismo? ¿A qué venía susurrar y mirar a todos lados por si había moros en la costa? No tenía mucho sentido, la verdad. Además, Giada parecía gozar de un cierto estatus en la cadena jerárquica del hotel, por lo tanto dudaba mucho de que entre sus tareas se encontrase la recogida de trastos o de basura. Para eso estaban lo s-lavs. Ellos limpiaban las habitaciones y se deshacían de lo que no sirviese. Luego, esa basura se clasificaba en la propia planta de reciclaje del complejo. Todos los hoteles tenían una, en Tres también. Lo exigían las leyes. Por otra parte, lo que no se podía reciclar de ninguna de las maneras era trasladado en naves de transporte de desechos a los vertederos subterráneos excavados también por los s-lavs en Cuatro. Basura bajo el suelo. Eso era lo que dábamos a Marte a cambio de su hospitalidad.
Cuando terminé de desayunar, bajé a recepción para preguntar a la sargento Giada qué quería de mí ese día, pero no estaba, así que me fui a la sala de juegos a distraerme un rato. Había canchas de cubo-6, pero no tenía con quién jugar y tampoco me apetecía hacer nuevos amigos. Volví a recordar al viejo y cómo me destrozaba cada vez que echábamos una partidita a bordo del Halley II. Lamenté de nuevo haberme despedido de él de un modo tan desagradable. Al fin y al cabo, por muy reprochable que hubiese sido su intromisión, él y Tya habían sido una gran compañía en el crucero.
Elegí la mesa de Logik, donde podría jugar solo. La pantalla holográfica se puso en marcha en cuanto me senté en la banqueta. Aparecieron series numéricas y figuras geométricas. El juego consistía en dar con la relación lógica de lo que allí se mostraba, fuesen cifras, letras o ideogramas. Se trataba de devanarse los sesos, resolver el problema y pasar al siguiente nivel. Si uno se aburría podía retar a alguien o apostar contra el programa, claro que éste rara vez perdía. Jugué un rato y me levanté a ver qué otros entretenimientos había por allí. Entonces, en la mesa más apartada de la sala, vi al tipo enjuto jugando a Doble-Dos y apostando más de la cuenta contra otros dos agentes del hotel. Me acerqué a curiosear. Iba perdiendo pero seguía apostando, imagino que para recuperar sus pérdidas y su orgullo. En un principio ignoraron mi presencia junto a la mesa. El tipo enjuto volvió a perder. Entonces me miró por el rabillo del ojo y me dijo:
- Si quieres jugar, siéntate. No te quedes ahí como un
pasmarote mirando.
La verdad es que no sabía jugar bien a Doble-Dos.
Conocía las reglas y había echado alguna que otra partida con mis compañeros de agencia
en Delhi, pero nunca a ese nivel, y menos con dinero de por medio. Sin embargo,
a lo mejor así podría conocer un poco mejor al tipo enjuto y ganarme su
confianza. Al menos la suficiente como para preguntarle por aquella bolsa
blanca que tanta curiosidad despertaba en mí.
- Bueno, jugaré una solamente. ¿A cuánto va?
- Cincuenta por ronda en moneda internacional.
- Vaya, pues si que vais fuertes ¿no? Bueno, pues juego una
y ya está.
Uno de los jugadores puso cara de «A este tío le
vaciamos los bolsillos» y sonrió con cierta autocomplacencia. Luego barajó y
repartió las cartas. No tenía una mala mano, después de todo. Miré al tipo
enjuto, pero él no levantó la vista de sus cartas. El que había repartido me
indicó que era mi turno. Hice mi primera apuesta de cincuenta, pues la mano era
buena. El tipo de mi derecha vio mi apuesta. Y el tipo enjuto también. El de mi
izquierda, al que los otros llamaban Pato, subió cincuenta más. Nadie había
pasado y mi mano era más que decente, así que no me quedaba otra que poner
cincuenta más del dinero de Mendes. El de mi derecha no quiso ver mis cincuenta
y el amigo de Giada tiró las cartas a la mesa con furia. Quedábamos sólo Pato y
yo. Éste subió cincuenta más y volvió a sonreír con aires de suficiencia.
Imaginé que tendría una buena mano. Tipos tan idiotas como aquel rara vez se
echarían un farol de aquella manera. Vi su apuesta y enseñé mis cartas. Su cara
pasó de la arrogancia a la rabia en décimas de segundo. Gané a Pato toda su
pasta y me la guardé en el bolsillo. Me levanté de mi silla.
- Gracias por la partida. Hasta más ver.
Pato se levantó cabreado y me dijo en un tono poco
amigable:
- Oye, listillo. Tienes que jugar otra. No puedes jugar
una, ganar y largarte. ¿Qué te has creído, que soy idiota?
- He dicho que jugaba sólo una. En cuanto a si eres idiota
o no…
- Vale ya, Pato – Dijo secamente el tipo enjuto. – Ha
ganado y punto. Que se largue si quiere.
- ¿Qué? ¿Vas a dejar que se vaya con tu pasta?
- Sí, y con la tuya también. Es un huésped del hotel, así
que haz el favor de controlarte.
- Ya. Y si es un huésped, ¿por qué cojones lleva una
tarjeta de Across Stars?
- Porque es de los nuestros, pero sigue siendo un huésped,
así que cierra ya ese puto pico.
Pato se dio la vuelta y se marchó refunfuñando.
- Gracias. – Le dije al tipo enjuto.
- De nada. Ahora dame mi pasta.
- ¿Qué?
- Mira, si no me la das, Mendes se enterará de que andas
gastándote su dinero en apostar al Doble-Dos. ¿Quieres que se entere?
Aquella era la clase de amenaza que me resbalaba por
completo.
- Me da igual que se entere, la verdad. Ya puedes ir a
contárselo si quieres. Y de paso le explicas lo de la bolsa blanca y los
secretitos con Giada.
Mi pequeño farol hizo que el tipo se pusiera tieso
como un maniquí. Me cogió fuertemente del brazo y me llevó hasta un rincón. Su
cara emanaba ira y habría apostado otros cincuenta a que deseaba romperme la
mía.
- ¿Quién te has creído que eres? ¡No sabes nada! ¡Lárgate
de mi vista si no quieres que te parta la cara, imbécil!
En ese momento, algunas de las personas que había en
la sala jugando, y que hasta entonces no nos habían hecho ningún caso, se nos
quedaron mirando fijamente. Y también en ese momento supe que en la bolsa
blanca no había habido nunca desperdicios.
Salí de allí con los bolsillos a reventar y el ego
por las nubes, pero el subidón se fue tan pronto como vi a Giada en el pasillo.
Me miró con furia y espetó:
-
Llevo una hora buscándole. ¿Dónde estaba?
-
Aquí.
-
Ya… así que jugando. ¿Pero usted qué se cree? Sólo porque
esté alojado en el hotel más lujoso del Sistema Solar no significa que esté de
vacaciones. Ha venido a trabajar. ¿Sabe lo que es eso? ¿Lo ha hecho alguna vez?
- Oye, oye, no te aceleres, ¿Quieres? Cuando me he
levantado, he bajado a recepción a buscarte y no estabas…
- ¿Y acaso se ha molestado usted en preguntar a alguien
dónde estaba?
- No.
Resopló de rabia. Desde luego, yo le sacaba de
quicio. Y aún me trataba de usted, supongo que por orden de Mendes. Hizo una
pausa, respiró profundamente y me dijo:
- Haga el favor de venir conmigo.
La seguí a través de los interminables pasillos del
hotel. Después de varios minutos caminando en silencio, Giada se paró ante la
puerta misteriosa. Luego, giró a su derecha y abrió la entrada del pasillo por
el que su amigo el tipo enjuto se había escurrido con la bolsa el día anterior.
Al final del mismo, otra puerta, esta vez doble. Entramos en una sala enorme.
Hacía un calor tremendo y olía a detergente. Era la lavandería. Por todas
partes había cestos de grandes dimensiones repletos de ropa sucia: sábanas,
mantas, tapices, manteles... Al fondo había máquinas de lavado en seco. En el
hotel se despilfarraba agua, pero sólo de cara al huésped. De puertas adentro
se imponía la austeridad. Había también una gigantesca caldera, que seguramente
servía para calentar el agua del hotel, puesto que, como ya he dicho, las
máquinas lavadoras no utilizaban agua. Quizá el tipo enjuto hubiese usado la
caldera para destruir la bolsa.
Alrededor de una docena de s-lavs se ocupaban de la organización de la lavandería: traían la ropa sucia en los elevadores, la separaban por colores, la disponían en cestos, la ponían a lavar y, una vez limpia, la doblaban y la transportaban al comedor, a las habitaciones, o allá donde perteneciese. Al fondo a la izquierda había otra puerta. Giada siguió caminando hacia ella. Le seguí. Y vi la bolsa. Estaba en un rincón de la habitación, detrás de unos estantes, medio escondida. Luego pensé que a lo mejor era otra bolsa. Seguramente en el hotel habría cientos de bolsas como aquella y lo más probable es que el amigo de Giada hubiese seguido sus órdenes. «Destrúyelo todo». Quise pararme a comprobar su contenido, pero debía seguir a aquella mocosa insoportable. Mierda.
Alrededor de una docena de s-lavs se ocupaban de la organización de la lavandería: traían la ropa sucia en los elevadores, la separaban por colores, la disponían en cestos, la ponían a lavar y, una vez limpia, la doblaban y la transportaban al comedor, a las habitaciones, o allá donde perteneciese. Al fondo a la izquierda había otra puerta. Giada siguió caminando hacia ella. Le seguí. Y vi la bolsa. Estaba en un rincón de la habitación, detrás de unos estantes, medio escondida. Luego pensé que a lo mejor era otra bolsa. Seguramente en el hotel habría cientos de bolsas como aquella y lo más probable es que el amigo de Giada hubiese seguido sus órdenes. «Destrúyelo todo». Quise pararme a comprobar su contenido, pero debía seguir a aquella mocosa insoportable. Mierda.
Salimos de la lavandería y, después de atravesar
varios corredores, acabamos en una especie de despacho, muy pequeño y poco
acogedor. No tenía ventanas. Las paredes eran lisas y blancas, sin fotografías
ni cuadros, y había escasos muebles en
la habitación: un escritorio y un par de sillas. Giada se sentó y, con un gesto,
me invitó a ocupar el otro asiento.
- He hablado con Mendes.- Dijo.
No contesté.
Ella prosiguió.
- Está preocupado porque se ha filtrado lo de la
desaparición de los americanos. Alguien se ha ido del pico y ya lo saben en
Cosmic Voyages.
La agencia Cosmic era nuestro más directo rival en
Cuatro y también el la Tierra. Eran los propietarios del Ares y, por lo tanto,
estaban allí antes que nosotros. Además, toda la zona uno de Tres era territorio
Cosmic: hoteles, aeropuertos, complejos turísticos, parques temáticos… Seguro
que, si lo que decía Giada era cierto, Mendes estaría más que preocupado. Si
Cosmic hacía pública la noticia, se acabó el chollo para Across Stars. ¿Quién
iba a querer viajar con una compañía que perdía a sus pasajeros?
- Se supone que esto sólo lo sabemos usted y yo. –
Continuó.
- Y tu amigo.
- ¿Qué amigo?
- Ese de la bolsa blanca, el de la cara de amargado.
- No sé a quién se refiere, pero yo no tengo amigos aquí.
Claro que sabía a quién me refería, lo que no había
sabido hasta entonces es que yo les había visto la noche anterior en el pasillo
junto a la puerta misteriosa, así que la pobre disimuló como mejor supo.
- Pues estaré confundido, entonces.
Me miró con odio. Luego, con tono acusador,
contestó:
- Lo que está claro es que yo no he dicho nada a nadie, así
que…
- ¿Así que…?
- Nada, supongo que usted tampoco habrá dicho nada.
- No.
- En tal caso, supongo que no hay de qué preocuparse.
- Supongo que no. ¿Algo más?
- No. Bueno, sí. Mendes ha ordenado explícitamente que, en
caso de no hallar pruebas que indiquen el paradero de los americanos en los
próximos días, vuelva usted en el próximo crucero que parta hacia Tres.
- Pues qué bien. ¿Puedo irme ya?
-
Váyase.
Pasé la tarde en mi habitación leyendo Rojo Carmesí
y bebiendo Mosha. De tanto en cuando venía a mi mente la bolsa blanca en la
lavandería. Por alguna razón estaba casi convencido de que aquella bolsa era la
misma que el tipo enjuto debía destruir. Pero entonces, ¿por qué no lo había
hecho? No tenía sentido. Y aún teniendo yo razón, seguramente la habría
destruido la propia Giada al saber que les había visto en el pasillo. ¿Qué
tenían que esconder aquellos dos? Intenté volver al libro y a mi copa, pero
seguía distraído. Quizás hubiese alguna manera de entrar a la lavandería y
aplacar mi curiosidad, aunque sin tarjeta de empleado era imposible acceder a
la misma.
Dejé el libro sobre la mesa de centro junto al sofá
de gato y me acosté, con la tranquilidad que me producía saber que en pocos
días estaría de vuelta en Delhi. No tardé en dormirme. Y volví a soñar con las
voces, con la casa del prado. «Ven con nosotros… ven al mundo», me decían
insistentemente. Esta vez me acerqué un poco más a la casa. Podía oler el
fragante aroma de la lavanda fresca, podía sentir la húmeda hierba bajo los
pies. Pero las sensaciones esta vez escondían algo malévolo, inquietante. Muchas
de las voces no provenían de la casa, sino que llegaban a mis oídos de todas
partes, de delante y de detrás; algunas más cercanas y otras más lejanas.
Cuando ya me hube acercado lo suficiente, vi algo en una de las ventanas de la
casa. Al principio pensé que eran las cortinas de la ventana, movidas por la
brisa. Luego comprobé que no. Parecía una cara. No, era una cara, sin duda era
la faz de una mujer. Me resultaba tremendamente familiar, como si ya la hubiese
visto antes, pero no en la vida real, sino quizá en un cuadro o en una película.
Era rubia y tenía los ojos claros. Me miraba fijamente, pero no me llamaba como
las demás voces. No decía nada, solo me miraba. Había en su rostro una sombra
siniestra que me inspiraba cierto terror. Aunque era sin duda un rostro humano,
su mirada carecía de humanidad. Me acerqué un poco más. En ese momento, la
mujer de la ventana hizo un gesto que indicaba sin duda que iba a hablar en
cualquier momento, que iba a decirme alguna cosa. Me quedé mirando y esperando
sus palabras. Al poco, entreabrió los labios y dijo: «La bolsa, en la b…». En
ese momento en que se disponía a terminar la frase, algo maligno surgió de
entre las sombras. Una mano de un color gris macilento le tapó la boca. Luego
se llevó a la mujer al interior de la casa. Retrocedí aterrado. Tropecé y caí
sobre la hierba. Miré de nuevo hacia la casa, aunque no deseaba hacerlo. Ya no
había nadie en la ventana. La mujer rubia había desaparecido. Me levanté.
Ansiaba echar a correr, pero algo me lo impedía. En el prado, alguien gritó: «Jean!».
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