Una mañana de invierno, la náyade se
despertó en su pecera de agua cálida. Hacía ya algún tiempo que la pecera se
había convertido en su hogar. Como todas las náyades del mundo, ninfas de los
arroyos y los lagos, se sentía feliz en su medio acuático. Si le apetecía,
podía nadar de un extremo a otro de la pecera, hacer burbujas y dar volteretas.
Era su pecera, y allí nada malo podía sucederle.
La pecera siempre estaba oscura, pero
la náyade no tenía miedo. Conocía la pecera de extremo a extremo y sabía que
ella era la única allí. De vez en cuando escuchaba de lejos el sonido de unos
tambores que no sólo no la asustaban, sino que hacían que se sintiese
protegida. La oscuridad de la pecera le serviría más adelante para enfrentarse
a cualquiera de los males que pudiesen interponerse en su camino.
La náyade era hermosa. Su cabello
castaño enmarcaba su cara sonrosada, en la que resaltaban dos ojos azules como
el océano. Su piel era suave, frágil y perfumada. Era la náyade más hermosa del
mundo y nada ni nadie podría cambiar eso, porque la pecera la protegería
siempre.
Una noche, estando la náyade buceando
en las oscuras y cálidas aguas que la rodeaban, la pecera se rompió. Toda el
agua que había en ella se fue escapando a través de un túnel por el que la
náyade no quería pasar. Le daba mucho miedo salir de la que había sido su casa
tanto tiempo. A través del pasaje oscuro se veía una luz brillante que le
aterrorizaba.
Entonces, la náyade sintió que quien
tocaba los tambores la animaba a salir. Sin palabras, le decía que era el
momento de abandonar la pecera rota y de conocer el mundo de las nubes. Le
aseguraba que no debía tener miedo, pues en el mundo de las nubes seguiría
oyendo los tambores, seguiría sintiendo el plácido calor que ahora la protegía
y que, de vez en cuando, podría volver a su medio acuático, rodeada de burbujas
de suave jabón.
Así pues, la náyade se aventuró a
salir de la pecera rota y, con esfuerzo, logró llegar al mundo de las nubes
sana y salva. La luz brillante le molestaba y chilló, pero sólo por un
instante, justo el tiempo en que tardó en volver a sentir los tambores,
mientras unos brazos temblorosos la acogían en una cama que respiraba, cálida y
amorosa. Y unos enormes ojos la miraron como quien mira un tesoro. Y la náyade
sintió que también sería feliz fuera de la pecera, en el mundo de las nubes,
donde podía respirar el amor que ahora la alimentaba.